La crisis del Coronavirus: riesgo y oportunidad (II)

Javier Jurado

En una entrada anterior exploramos algunas reflexiones sobre la crisis del coronavirus. Partiendo de la visión más cínica o escéptica que considera que a la postre no supondrá ningún cambio sustancial, nos asomamos al extremo distópico que la considera un auténtico riesgo para nuestras formas de vida, nuestros sistemas democráticos, nuestras economías,… Pero como en cualquier crisis, para la construcción de alternativas, toca ahora asomarse al polo utópico, aquel que la considera una oportunidad: ¿y si nos sirve para tomar conciencia de nuestros excesos, nuestros defectos, de los sociales, de los del sistema… como para esperar algo nuevo a la vuelta? ¿Podría ayudarnos a recalibrar nuestras prioridades, mejorar nuestra solidaridad, nuestro respeto por el conocimiento, o incluso a provocar una transvaloración en nuestro sistema político, económico y social?

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La crisis como oportunidad

Recomendaba A. Camus precisamente en La peste acudir a la mesura: «En términos generales, observen la mesura, primer enemigo de la peste y regla natural de la humanidad.» Y ahí andamos, intentando hallar ese recomendable término moderado y prudente en medio de esta crisis, pendulando entre los extremos de quienes sólo ven en ella riesgos catastróficos y utópicas oportunidades. Lo hicimos con los primeros en la anterior entrada, y ciertamente, ningún pensador que se precie puede ignorar los riesgos que vimos, aunque los considere menos probables o graves. Ni tampoco puede obviar que en una crisis siempre hay damnificados.

Por eso, ahora que nos toca asomarnos a la vertiente que ve en la crisis una oportunidad, será inevitable recoger reflexiones especialmente críticas, que pueden llegar a subrayar muchos aspectos negativos pero que, dentro de esa negatividad, atisban oportunidades y esperanzas inspiradas de cierto halo utópico. Al fin y al cabo, si los momentos de conmoción son ocasión para un cambio de «régimen» en sentido amplio, tal y como vimos en la anterior entrada, este cambio no tiene por qué ser necesariamente a peor. La crisis, en este sentido, puede ser la coyuntura para despertar de alguna manera de cierto letargo postmoderno.

Prioridades vitales

La crisis nos está ofreciendo algunas oportunidades para reflexionar sobre nuestras prioridades vitales, a nivel individual y colectivo. Desde luego, seríamos ingenuos si pensáramos que con esto todos comenzaremos a valorar lo realmente necesario frente a lo superfluo, pero algunas experiencias que estamos teniendo pueden servirnos para cambiar la perspectiva, para estrechar lazos humanos a pesar de la distancia, para crecer y mejorar.

Este despertar, aunque pueda durar un parpadeo, obedece, en primer lugar, a que el virus nos ha sacado de nuestra rutina. Tanto nuestra actividad productiva como nuestro ocio se han visto súbitamente alterados. Ante el parón impuesto, una cierta ansiedad por mantener el ritmo productivo y el rendimiento ha desatado todo tipo de actividades domésticas. Y el ocio típicamente evasivo y narcotizante en muchos aspectos, se ha volcado aún más en la esfera digital y ha empezado a percibir sus propios límites.

De hecho, las crecientes desigualdades en nuestras sociedades de la opulencia, como las definía Galbraith, no habían impedido al sistema generar una batería de mecanismos de ocio basados en un consumismo hedonista adaptado al poder adquisitivo de todo tipo de clases sociales. Este tipo de ocio concatena a través del consumo las jornadas laborales, cada vez más indefinidas por las TIC. Es célebre la idea de Bauman de que no concebimos hoy formas de felicidad humana que no acaben en algún centro comercial.

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De repente, sin embargo, la emergencia sanitaria nos ha confinado y resuenan aquellas palabras de Pascal: «toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa: no saber permanecer en reposo en una habitación«. Estábamos acostumbrados a un frenético ritmo de vida. Byung-Chul Han lo había caracterizado en su sociedad del cansancio por el síndrome de fatiga crónica, resultado de la autoexplotación que nos infligimos como sujetos del rendimiento. Y este ritmo de pronto se interrumpe (o al menos se ve drásticamente alterado). Y por más que las indefinidas jornadas laborales de teletrabajo se alarguen, o los quehaceres domésticos, educativos o de la crianza se acumulen, de repente a muchos nos ha surgido la ocasión de experimentar una situación totalmente excepcional en el tiempo acelerado que nos ha tocado vivir. Encerramiento, tedio, quietud, claustrofobia.

Este frenazo interrumpe la inercia típica del hombre-masa, que diría Ortega y Gasset, que de pronto vive ahora una nueva bofetada de realidad («epifanía de la contingencia» decía Santiago Alba Rico). La misma reclusión fuerza a un ocio para muchos incómodo y a una nueva reorganización de la ocupación que en ocasiones genera ansiedad y estrés, salpimentados con cierta perplejidad. Si al comienzo no dábamos crédito a lo que vivíamos, la asimilación que estamos haciendo de la nueva normalidad siempre despierta cierta reflexión. Y eso raramente es mala noticia.

Por poco que se medite sobre ello, uno comienza por advertir el hecho de que a pesar de que parezca afectarnos por igual, el confinamiento tiene una versión más burguesa, en el extremo aderezada de hiperactividad frívola (plagada de retos en redes sociales, recetas caseras, ejercicios físicos, juegos para matar el tiempo,…). Esta es una versión edulcorada de confinamiento, versión de mantita, Glovo y Netflix. La que trata de perpetuar el ocio evasivo en formato casero, capaz de resistir desde el ahorro y/o fórmulas de teletrabajo razonablemente acomodadas y protegidas.

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En el otro extremo, tenemos esa otra versión que nos lleva a la dura realidad de muchos hogares sobrepasados, malavenidos, violentos y/o cuyos ingresos comienzan a reducirse dramáticamente, que no pueden teletrabajar o que incluso sufren la servidumbre de un trabajo malpagado y desprotegido en la primera línea de producción y combate (sanitario, agroalimentario, etc.). Hay oportunidades para que surja la reflexión por sí sola sobre estas asimetrías en el confinamiento. Por eso autores como Badiou invitan a no mirar con simpleza edulcorada el mito de que el virus nos afecta a todos por igual (pan-demia). Y habla precisamente de una nueva clase trabajadora, la que por razón de su raza, nacionalidad o género copa los trabajadores en el frente de esta guerra contra el virus. De esta forma pretende desenmascarar la ideología que encubre esta desigualdad bajo lemas similares a «estamos juntos en esto«. Hay otros tipos de distancias sociales distintas de las que últimamente tanto mencionamos.

En cualquier caso, para muchos surge ahora una oportunidad para comprender que no todo ocio o tiempo vital ha de estar asociado al consumo y a la evasión de vidas mecanizadas y poco estimulantes. Algunos están redescubriendo, por ejemplo, el placer de la lectura, la escritura, o la conversación. Y esa oportunidad podría no ser flor de un día, pues el regreso a los estándares de frivolidad conectada al consumo no va a ser fácil, como apunta Sloterdijk.

Ciertamente, la convivencia familiar y cercana está revelando la superficialidad y fragilidad de muchas relaciones humanas que con una convivencia intensiva ahora se ven abocadadas a la fricción cuando no a la ruptura ante las dificultades (disparando por ejemplo el número de divorcios). E incluso este confinamiento acentúa el drama del maltrato doméstico y la violencia de género. Sin embargo, para un porcentaje no despreciable de la población, la reclusión está suponiendo una ocasión para fortalecer lazos en las unidades familiares más nucleares; para valorar las vetadas relaciones con los mayores cuya salud está en peligro; para ponderar, al echarla en falta, la cercanía de las personas que queremos y que apenas se hacen presentes si no es a través de pantallas… Estas experiencias inusitadas van a redropelo de las tensiones centrífugas que el individualismo y el atomismo del capitalismo postmoderno venían imponiendo sobre las familias desde hace décadas.

Para algunos, especialmente muchos de los que viven solos, la reclusión es ocasión para la meditación y la introspección, pues las formas de entretenimiento y distracción acaban agotándose. Incluso el tirón que puede sacar de la pandemia nuestra sociedad del espectáculo, como diría Debord, también conoce sus límites y nos lleva al hastío y al hartazgo. Y entonces surge el reto de enfrentarnos a la soledad y al silencio. A palpar la existencia por dentro y que aflore esa angustia de los Kierkegaard, Heidegger, Sartre,… Angustia que puede resultar esclarecedora, tonificante. Sin caer en pesimismos de corte depresivo, hay mucha lucidez y enseñanza encerrada en el tedio de vivir que tanto importó a Cioran y que la situación ahora puede ofrecernos. Aprender a no hacer nada y no sentirse mal por ello en esta sociedad hiperproductiva y acelerada es una oportunidad. Y en esta pausa, por efímera que sea para algunos, surge la pregunta por el sentido de lo que estamos viviendo; por el sentido de nuestras vidas antes de esta crisis; por el sentido de nuestra vida una vez vayamos retomando el pulso a la nueva normalidad…

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Contrastando con esta vida que se replantea, esta crisis ha dado protagonismo a la muerte, que siempre está al acecho. Y no por su particular letalidad, mucho menor que la de otras realidades ignoradas como el hambre, la guerra u otras enfermedades. Pero en nuestras sociedades desarrolladas la muerte suele pasar inadvertida como tema tabú, por esa mentalidad que se promete siempre joven y con un futuro siempre disponible. Pero al recibirla tan de cerca, el protagonismo novedoso del virus la ha colado en nuestras vidas, con su impacto demoledor entre nuestros mayores. La muerte siempre nos recuerda que somos ese extraño ser que es consciente de estar abocado a ella. Sein-zum-Tode que decía Heidegger.

Con todo, es difícil negar que tenemos la ocasión de pensar en lo que realmente valoramos, en aquello que realmente merece la atención de nuestro limitado tiempo. La reclusión forzosa ofrece un lado positivo para recapacitar sobre nuestras prioridades vitales.

Ciencia y honestidad intelectual

La incertidumbre de la crisis, así como la infoxicación sobre el virus, nos tienen confundidos. Pero con ello también nos están haciendo conscientes de la importancia que tienen la honestidad intelectual, el rigor científico, la madurez personal en la criba de información y el respeto a las instituciones sólidas que avalan la ciencia. Así, algunos han llegado incluso a aclamar el regreso del conocimiento.

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Como todo es susceptible de mejora, desde luego el complejo tecnocientífico merece nuestra crítica constante para su perfeccionamiento. Pero el virus ha concretado de pronto uno de los múltiples peligros que nos acechan: el del peligro biológico para una población global en gran medida sobreprotegida por su cultura y de la que temerariamente se ha permitido el lujo de desconfiar. Somos niños de cuna blanda a lomos de un progreso acelerado que hace mucho atravesó su punto de no retorno. El mito de Ícaro con el que se caracteriza la caída del proyecto moderno es reutilizable sobre el progreso tecnocientífico postmoderno. La fantasía de la invulnerabilidad que llama el profesor M. Cruz se quiebra pues «cuando creíamos que lo podíamos todo, la naturaleza nos pone en nuestro sitio«.

Por eso esta ocasión nos confirma que no podemos seguir tomándonos a la ligera los logros que hemos tardado siglos en conseguir, como las vacunas o en general los medicamentos contrastados frente a las productos pseudocientíficos. Constatar que la falta de una sola de estas vacunas ha provocado esta crisis revela la insensatez de rechazarlas en general o equipararlas con las ocurrencias bien vendidas que se lucran a costa de nuestra ingenuidad.

El virus puede servir de ocasión para constatar que el respeto por los expertos y las instituciones científicas que permiten contrastar y ordenar el ruido ensordecedor de las meras opiniones sin escrúpulo es fundamental para persistir como sociedad, e incluso para conservar la propia vida. El miedo real sobre lo que nos afecta tan de cerca tiene el riesgo de echarnos en manos de la superchería, como vimos. Pero también puede ofrecernos la oportunidad de tomar consciencia y rechazar tantos embustes, falsos bálsamos de fierabrás, y retornar hacia aquella modesta pero poderosa empresa que es la ciencia. Frente a la posverdad y a la prédica de los hechos alternativos parece que «nos ha hecho falta una calamidad como la que ahora estamos sufriendo para descubrir de golpe el valor, la urgencia, la importancia suprema del conocimiento sólido y preciso», como decía Muñoz Molina.

Harari reconoce que estamos ante la mayor crisis de nuestra generación, y plantea dos graves dilemas y sus consecuentes decisiones cruciales: «La primera es entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano. La segunda es entre aislamiento nacionalista y solidaridad mundial.» Con respecto a la primera, advierte, en la línea que vimos, de los riesgos totalitarios de una vigilancia estatal hipodérmica (que quiera llegar a controlar hasta la temperatura bajo nuestra piel), así como en el posible agravamiento del prestigio y reconocimiento de autoridades científicas y políticas, pero acaba abriéndose a algunas opciones más esperanzadoras precisamente sobre esta confianza:

Por lo general, una confianza que se ha erosionado durante años no puede reconstruirse de la noche a la mañana. Sin embargo, no son éstos tiempos normales. En un momento de crisis, las mentes también pueden cambiar con rapidez. Podemos mantener amargas discusiones con nuestros hermanos durante años, pero cuando ocurre alguna emergencia descubrimos de repente una reserva oculta de confianza y amistad, y corremos a ayudarnos mutuamente. En lugar de construir un régimen de vigilancia, no es demasiado tarde para reconstruir la confianza de la gente en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación. No cabe duda de que debemos hacer uso también de las nuevas tecnologías, pero esas tecnologías deberían empoderar a los ciudadanos. Estoy a favor de controlar mi temperatura corporal y mi presión sanguínea, pero esos datos no deberían utilizarse para crear un gobierno todopoderoso. Esos datos deberían hacer que yo pueda tomar decisiones personales más informadas, y también que el gobierno responda de sus decisiones.

Resulta ilustrativo el ejemplo que Harari ofrece a propósito del lavado de manos: una operación tan cotidiana hoy en día, ha salvado millones de vidas, y no procede de una vigilancia estatal, sino de la confianza ciudadana en las recomendaciones públicas y en la asunción de una responsabilidad cívica. Por eso, ante este nuevo reto, tal y como venimos haciendo desde el siglo XIX con el lavado de manos, resultaría factible adaptarse a la nueva normalidad reforzando esta confianza institucional sin recurrir a niguna policía del jabón. Por eso apunta: «la elección de todos debería ser confiar en los datos científicos y los expertos en salud, en lugar de hacerlo en teorías conspirativas sin fundamento alguno y en políticos interesados».

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Ciertamente no podemos ser ingenuos: la presión política está forzando a que prestigiosos científicos y reputados expertos dobleguen el espinazo de su compromiso con la verdad, haciendo un flaco favor a la credibilidad científica que cuando se politiza, muere. Pero la ciencia sigue siendo nuestro principal baluarte contra la hostilidad del universo hacia a la vida. Y muchos, que esperan certezas en medio de este estupor, están precisamente descubriendo aquello en lo que consiste la ciencia: la mudanza entre hipótesis a la luz de las evidencias. No otra cosa es nuestra vida sino un discurrir sobre un océano de incertidumbre. Y la ciencia es probablemente nuestra mejor aliada para navegar.

En estos días me resultaba especialmente sugerente encontrar un paralelismo entre la velocidad de propagación del virus, y el modo en que la humanidad reacciona (titubeante, con sus torpezas, pero en esa senda) como un organismo que reproduce similares patrones, en su respuesta al coronavirus, en términos de difusión de información y estructuración del conocimiento globales al servicio de la supervivencia. La época postmoderna, desconfiada de toda autoridad, puede aprovechar esta experiencia para repensar su reconocimiento al papel de la ciencia.

Contra la efebocracia

La pandemia está poniéndonos ante el espejo, y el desagrado ante ciertas imágenes es probablemente el primer aliciente para cambiarlas. Más allá de los egoísmos y miedos que nos afloran y ya comentamos como riesgo hacia nuestra atomización, nuestra reacción ante las principales víctimas mortales del virus nos está retratando, para bien y para mal. Como es por todos conocido, éstas se encuentran fundamentalmente entre nuestros mayores, hasta el punto de que algunos autores como Berardi hablan de una gerontomaquia. Y ciertamente nuestro retrato recoge importantes muestras de reconocimiento, solidaridad, compasión y condolencia. Pero también está ofreciendo una faceta escandalosa: el alivio social que se confiesa de boca en boca en tantos rincones cuando se constata que las víctimas se concentran entre los ancianos.

A principios de siglo, Ortega y Gasset acuñóDla noción de efebocracia: nuestro filósofo se mostraba con ella despectivo hacia la tiranía de los más jóvenes y el desprecio por el tesoro acumulado en la sabiduría de los mayores. Ciertamente el empuje de toda nueva generación se afirma rebelde frente a la que la precedió. Pero esta tiranía se habría acentuado en gran medida obedeciendo al adanismo postmoderno: la caída de los referentes morales y tradicionales tras la secularización del siglo XIX, y después el derrumbe catastrófico de las promesas ideológicas de la modernidad en el XX, nos dejaron un desierto de referentes de los que el hombre-masa está necesitado en el que, por ingenuidad, todo parece nuevo y en el que impera la inmanencia y el hedonismo desnortado. En consonancia, el capitalismo global ha explotado comercialmente la imagen del hombre y la mujer eternamente jóvenes y canónicamente atractivos. Porque además, estos prototipos reúnen al mismo tiempo otras características convenientes al sistema: la ingenuidad de la inexperiencia y la excesiva confianza en el futuro.

Cuando en la Gran Recesión de 2008 el propio sistema fue socialmente cuestionado, se recurrió también a la inercia de esta efebocracia: Mientras algunos hablaban con ingenuidad o con cinismo de la enésima refundación del capitalismo, los beneficiados y culpables de aquella gran crisis buscaban formas de distraer la atención sobre sí enfrentando a distintos grupos. Lo hicieron con los ciudadanos nacionales frente a extranjeros, que tanto ha explotado el populismo de extrema derecha; con los trabajadores de la esfera privada frente a los de la pública; y también lo hicieron con el enfrentamiento entre jóvenes y mayores, tan «aprovechable» durante la última década.

Al principio, apelando a la desigual absorción del impacto de aquella crisis: los más jóvenes habrían sufrido las peores consecuencias con sus trabajos precarios y sus brutales tasas de paro, mientras que los segmentos de edad más avanzada se habrían beneficiado de permanecer en el lado amable del mercado laboral dual o de recibir acaso las últimas pensiones que el sistema podrá ofrecer. Baste poner un ejemplo cercano y extremo: los niveles de desempleo juvenil y sus proyectos vitales truncados contrastan de forma vergonzante con el dinero público empleado en prácticamente sufragar viajes de placer para la tercera edad, incluso para miembros de clases pudientes. Al no alimentar este enfrentamiento, el hecho de que el paro entre los mayores de 50 alcanzase cotas terribles, o el hecho de que tantas pensiones pírricas hayan sostenido con generosidad a hijos y a nietos durante tantos años, han pasado a un segundo plano.

En años más recientes, asumida como sistémica la precariedad vital de los más jóvenes, el enfrentamiento intergeneracional se ha redirigido hacia debate un tanto falso entre los trabajadores y los pensionistas. En ese sentido, estamos acostumbrados ya a ver cómo debido al desafío demográfico se apela a la insostenibilidad de las pensiones. Y sin entrar en mayores debates sobre una fiscalidad justa que pudiera sufragar ese derecho de nuestros mayores sin recaer en las espaldas de los jóvenes trabajadores en precario, en seguida se han encendido polémicas en los medios, incluidas aquellas invitaciones a nuestros mayores a morirse pronto o las tesis que consideran que viven demasiado.

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Las muertes de tantos mayores, muchos en la soledad de sus residencias, provocadas por el coronavirus, y las complejas decisiones de triaje en las UCI desbordadas sin respiradores que los han relegado cuando no condenado, han desvelado el absurdo moral de esa efebocracia que siente alivio y minusvalora una vida por los años de esperanza que le quedan. Decía el papa Francisco hace unos años que «si un pueblo no respeta a sus ancianos, pierde su memoria y carece de futuro«. Probablemente no haya sociedad que pueda sobrevivir sin compartir una mínima valoración moral hacia sus mayores. La pandemia está siendo una ocasión para evidenciar que, con la extensión de nuestras esperanzas de vida, la efebocracia envía al ostracismo alrededor del último tercio de nuestras vidas. Visibiliza un error y ese es el primer paso para enmendar este desprecio, afín al sistema, y valorar la enorme calidad, experiencia, cariño y lucidez de las personas en esta etapa de su vida muchos de los cuales, lamentablemente, ahora nos están dejando.

Constitucionalismo planetario frente al relativismo moral

Durante décadas, nuestra era postmoderna ha ido mostrado progresivamente una aquiescencia cada vez mayor con el relativismo moral. La caída de las grandes ideologías y sus metarrelatos (Lyotard) alumbró el conocido politeísmo moral (Weber) de nuestro tiempo. Este relativismo es conveniente al desarrollo del capitalismo global, en cuyo mercado cada uno escoge y consume su particular tabla de valores. Es además un logro, y tiene claramente un lado positivo: nos permite convivir y evitar el horror de los totalitarismos dogmáticos que ya dejamos atrás gracias a nuestras sociedades plurales.

Pero este relativismo también allana el terreno para que impere la ley del más fuerte, nos disgrega socialmente, y pone en cuestión la sostenibilidad de nuestras propias democracias y nuestros sistemas económicos: La democracia debe facilitar la pluralidad, pero el respeto a las personas y a su libertad de expresión no debe confundirse con un burdo acatamiento de todas las ideas por igual. Porque la democracia es frágil y puede fácilmente sucumbir por la conocida paradoja de la tolerancia que describió Popper. Y, si se mira con atención, esta crisis está sirviendo también para poner de relieve la necesidad de compartir una ética mínima en palabras de Adela Cortina. Ya hemos visto algunos ejemplos.

Cuando disfrutamos de ciertos niveles de bienestar y despreocupación, coqueteamos con mayor facilidad con ciertas formas de laxitud moral, equidistancia, eclecticismo o directamente de relativismo acomodaticio. Todo parece valer en la dictadura de la doxa y, dentro de las formas democráticas mal entendidas, la opinión pública se deja gobernar a golpe de ocurrencia demagógica y paparruchas. El demos deviene en oclos, y de ahí la democracia en oclocracia. El hombre-masa, de nuevo, se vuelve carne de cañón de las campañas dirigidas para orientar su opinión pública y su decisión electoral, basadas en ocasiones en soluciones de Big Data para las que algunas voces reclaman una reflexión ética. En lo concerniente a esta crisis, las confusas informaciones, bulos y estrategias de comunicación manipuladoras, oficiales y opositoras, son de nuevo una perversa muestra de ello.

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De pronto, la realidad vírica y la pandemia aparejada han golpeado la mesa y tumbado ese castillo de naipes con el que jugábamos, revelando que no todo vale, ni desde luego tiene la misma jerarquía en nuestra imperfecta aproximación al mundo. La dureza de la situación extrema que se vive en las UCI en hospitales, con graves triajes y valoraciones éticas muy complejas, ha puesto de relieve la necesidad de contrastar y consensuar esa ética mínima compartida, aunque observe matices y gradientes. La consideración de la sanidad pública como un sector estratégico que no es conveniente dejar en manos del interés puramente económico; la deslocalización de la producción industrial y la maximización del beneficio temeraria que nos vuelve más frágiles ante este tipo de contingencias; la consideración heroica del personal sanitario, aclamado en la crisis pero denostado antes y quizá después,… todas son cuestiones que nos invitan a replantearnos ese mínimo común político y ético.

El propio origen de la pandemia está siendo ocasión también para poner ante el espejo la fragilidad de ese relativismo moral que, por ejemplo, admite acríticamente innumerables prácticas culturales. Las versiones más ingenuas de multiculturalismo llevan décadas promoviendo comportamientos dudosamente recomendables desde un punto de vista racional, amparadas en la libertad individual y en un cierto halo victimista frente al etnocentrismo occidental. Sin embargo, tienen ahora la ocasión de rectificar sus excesos ante las evidencias. Por ejemplo reconociendo que la ciencia ya venía advirtiendo desde hace más de una década que la manipulación genética así como la cultura de comer mamíferos exóticos en el sur de China eran una «bomba de relojería» que acabaría estallando, como se previno en este artículo de 2007:

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Para superar este relativismo, la tentación es la regresión: El miedo provocado por un virus a nivel planetario supone, como vimos, un riesgo para el repliegue nacionalista, la exclusión del otro, la elevación de fronteras y la búsqueda de calor y protección bajo las banderas de la tribu propia, cada cual con su sistema de valores. Pero esta enfermedad global es también un reto al que probablemente sólo podremos hacer frente (en esta ocasión, pero sobre todo en las venideras) desde una coordinación global, en la construcción de un diálogo intercultural e internacional real y racional.

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Por eso, algunos plantean que en cierta forma ha llegado «la hora de los filósofos«, precisamente porque el regreso a un caduco pero todavía vigente modelo basado en los Estados-nación no puede ser la respuesta a fenómenos globales como los de esta pandemia. Luigi Ferrajoli llamaba precisamente desde Roma, poco antes de que la ciudad se clausurase, a levantar un constitucionalismo planetario:una conciencia general de nuestro común destino que, por ello mismo, requiere también de un sistema común de garantías de nuestros derechos y de nuestra pacífica y solidaria coexistencia”. En esa misma línea se pronunciaba Peter Sloterdijk al abogar por construir una coinmunidad proclamando «una declaración general de dependencia universal«. Del mismo modo apelaba Harari a la necesidad de un esfuerzo mundial coordinado. Frente a la fuerza bruta de un virus en expansión ciega, el historiador volvía a resaltar esa característica que nos distingue singularmente como especie: nuestra capacidad para colaborar en poblaciones extensísimas, a través de nuestra cultura como sistema simbólico.

Un enemigo común ha despertado cierta conciencia compartida, ha fomentado cierta cohesión social, y si somos capaces de mirar más allá de las banderas que cuelgan de nuestros balcones, observaremos cómo estamos reaccionando en todas las partes del globo, más allá de los grupos, como especie. Esta pandemia es una oportunidad para experimentar esa cooperación colectiva que aúna esfuerzos heroicos con generosidades inverosímiles, en una sociedad que se había habituado a la indiferencia y al egoísmo individualista. En esa línea A. Cortina apelaba a la «amistad cívica» de Aristóteles, reclamando la importancia de la cohesión social – acaso planetaria – que se revela ahora más nítidamente ante una catástrofe de esta magnitud. Quizá haya sido una ocasión para mirar de cerca al peligro y acercar más ese constitucionalismo que no llega y que es imprescindible para atajar nuestro otro gran problema como especie: el cambio climático.

Transvaloración del sistema capitalista

La Gran Reclusión que vivimos ha generado paradojas ilustrativas sobre el propio sistema capitalista. Por ejemplo, parece que el cierre de Wuhan ha salvado más víctimas de la contaminación que del coronavirus. Los suicidios en Japón han caído un 20%, la menor tasa en los últimos cinco años fruto del confinamiento por causas varias: mayor contacto con las familias, menor estrés fruto de jornadas laborales más cortas, menores desplazamientos laborales y el retraso del inicio del curso escolar. Las grandes urbes ven reducidos sus niveles de polución, tráfico y accidentes; los hiperexplotados recursos naturales parecen tomar un respiro; y la naturaleza amenazada sistemáticamente por la invasiva plaga humana sobre el planeta vuelve a ganar cierto terreno, asomándose en espacios temporalmente abandonados por la presencia humana.

OekQdPv-Estas imágenes sirven para espolear la reflexión de quienes han querido ir mucho más allá de una tímida llamada a la cooperación internacional y han tratado de ver en esta crisis una oportunidad para comenzar a superar el modelo capitalista que se les antoja ecológica y humanamente insostenible. En el desescombro de esta crisis, algunas voces claman por que atravesarla no haya sido en vano y podamos encontrar oportunidades en las que reabrir debates sobre pobreza y desigualdad, emergencia climática, feminismo, migración, sistemas alimentarios, tecnología, modelos energéticos, empleo digno, salud global, educación, cultura, derechos humanos, exclusión, democracia, relaciones internacionales e incluso fraternidad global.

Zizek ha resonado entre quienes han señalado la oportunidad que se nos abre al observar un sistema histérico y desbordado cuya aceleración le está haciendo descarrilar, tras haberse tropezado con el virus. La distopía revulsiva que nos ha provocado ha puesto el acento en la urgente necesidad de superar los egoísmos del capitalismo y tomar medidas para establecer una sanidad auténticamente universal y para edificar una cooperación internacional efectiva amén del carácter democrático de un virus que nos afecta globalmente. El «Estado de guerra médica» es la situación excepcional que nos faltaba para dar un paso adelante, no hacia un comunismo totalitario como el del pasado que resultó fallido pero sí hacia formas políticas que primen la colectividad a nivel global. Por eso aboga por «una tercera etapa del comunismo, después de aquella brillante de su invención, y de aquella, interesante pero finalmente vencida de su experimentación estatal«.

Alineado con ese diagnóstico, Berardi constata que esta crisis supone que el «organismo sobreexcitado del género humano, después de décadas de aceleración y de frenesí» se está bloqueando «pieza por pieza«. Y sólo con su muerte, plantea, «se podrá comenzar a vivir«. Aunque los imprevisibles conflictos violentos, «de racismo y de guerra«, que son inherentes a este final nos encontrarán mal dispuestos: «no estamos preparados para pensar la frugalidad, el compartir […] No estamos preparados para disociar el placer del consumo«. Berardi fija en el modelo neoliberal la condición de posibilidad de la situación actual, observando una oportunidad de cambio:

«Podríamos salir de esta situación imaginando una posibilidad que hasta ayer parecía impensable: redistribución del ingreso, reducción del tiempo de trabajo. Igualdad, frugalidad, abandono del paradigma del crecimiento, inversión de energías sociales en investigación, en educación, en salud. […] No podemos saber cómo saldremos de la pandemia cuyas condiciones fueron creadas por el neoliberalismo, por los recortes a la salud pública, por la hiperexplotación nerviosa. Podríamos salir de ella definitivamente solos, agresivos, competitivos. Pero, por el contrario, podríamos salir de ella con un gran deseo de abrazar: solidaridad social, contacto, igualdad»

Raúl Zibechi, acaso con tanta grandilocuencia como ingenuidad, llega incluso más lejos con su pronóstico: «La pandemia es la tumba de la globalización neoliberal, en tanto la del futuro será una globalización más “amable”, centrada en China y Asia Pacífico.» Y es que para algunos, aunque recuperemos cierta normalidad, «la crisis por la que estamos pasando es un punto de inflexión en la historia» como apuntaba John Gray, pues «la era del apogeo de la globalización ha llegado a su fin.» Su dinámica es insostenible en el nuevo escenario. Y frente a ella, además, la pérdida de legitimidad de los gobiernos que se debaten entre suprimir el virus o aplastar la economía es enorme. Por un lado la masificación planetaria impide un retorno a los localismos, pero la hiperglobalización no sería ya factible. Gray llega a proclamar que «el capitalismo liberal está en quiebra«:

«A pesar de toda su palabrería sobre la libertad y la elección, en la práctica el liberalismo era un experimento de disolución de todas las fuentes tradicionales de cohesión social y legitimidad política y su sustitución por la promesa de un aumento del nivel material de vida. Ahora este experimento ha llegado a su fin.»

No se trata sólo de un deseo larvado de estos críticos con el sistema que ahora se pronuncia de forma oportunista. Es que la situación de severa ralentización de la actividad económica podría haber llegado para quedarse. El cuerpo, o incluso la naturaleza misma, habría puesto unas nuevas condiciones de contorno, unos nuevos límites a los que el capitalismo tendría que readaptarse, de momento bajando el ritmo. Por eso, aunque sea metafóricamente, plantean de alguna forma que la naturaleza nos ha puesto en nuestro sitio. Así, Berardi:

La Tierra ha alcanzado un grado de irritación extremo, y el cuerpo colectivo de la sociedad padece desde hace tiempo un estado de stress intolerable: la enfermedad se manifiesta en este punto, modestamente letal, pero devastadora en el plano social y psíquico, como una reacción de autodefensa de la Tierra y del cuerpo planetario […] ¿Y si esta fuera la vía de salida que no conseguíamos encontrar?

En esa línea, Badiou, consintiéndose la metáfora dice: «el COVID-19 constituye una venganza de la naturaleza por más de cuarenta años de grosero y abusivo maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberal.» No sabemos si algún día se esclarecerá la teoría de que el salto del virus a humanos fue provocado en un laboratorio, y que de ahí se hubiera producido una contaminación al exterior por negligencia (o incluso por dolo, con intereses geopolíticos cuyas consecuencias ahora se han desbocado). En gran medida, el interés del capital palpitaría tras de estos presuntos hechos. Pero lo cierto es que, aunque hubiese sido un fenómeno meramente biológico no intencionado, el propio sistema capitalista habría tenido un papel en cualquier caso determinante: por ejemplo en su rápida difusión en un mundo masificado de población humana hiperconectada por la sobreexplotación de los movimientos turísticos; o en la fragilidad de un sistema expuesto por su alta velocidad de producción y contaminación; etc. Evidentemente resulta absurdo deificar la naturaleza, y reemplazar con ella la figura de Dios en atávico discurso atávico de quienes justificaban las pestes y las plagas como castigo divino. Pero hay un cierto sentido en sostener como hace Badiou que «no hay nada que sea un desastre verdaderamente natural».

Sin embargo, ¿hay realmente alguna alternativa, después del fin de la historia proclamado por Fukuyama, al triunfo de las democracias capitalistas? Algunos vuelven la mirada a propuestas como la que John Stuart Mill, un liberal convencido de los límites de un crecimiento indefinido y la inconveniencia de la superpoblación humana, llamó hace siglos la “economía del Estado estacionario”: esta mantendría la competitividad y la lógica del mercado libre, pero relegaría de manera regulada el protagonismo que la producción y el consumo han tenido en las últimas décadas. Sin embargo, para Gray esto es inviable porque no existe un órgano mundial capaz de orquestar este abandono del crecimiento indefinido, y las políticas se repliegan a los Estados: con ello se reformula el eterno dilema del prisionero que atenaza nuestra capacidad como especie para enfrentarnos, por ejemplo, a fenómenos como el del cambio climático.

Exista una alternativa plausible o una reforma 20200507_201434.jpgnecesaria pendiente, el sistema se estaría mostrando incapaz de atajar con la lógica del mercado una crisis que sólo los Estados están tratando de gestionar, bajo unas condiciones lastradas por el modelo. Para Badiou, y muchos otros, el neoliberalismo y la austeridad han sido claros cómplices de esta situación, recortando sistemas sanitarios incapaces de amortiguar un impacto por otra parte quizá inevitable. El interés lucrativo ha mostrado su clara divergencia con las estrategias políticas y sociales colectivamente más beneficiosas pues, por ejemplo, como ejemplificaba Badiou las grandes farmacéuticas «rara vez invierten en prevención. (…) cuanto más enfermos estemos, más dinero ganan«. Indudablemente, esta tensión económica exacerba cambios geopolíticos a velocidad de vértigo. Y bajo formas más o menos totalitarias, los gobiernos tendrán su particular prueba de fuego en cuánto antepongan la salud de sus ciudadanos a la economía. La tendencia en cualquier caso parece clara, como apunta Gray: «Si la situación se prolonga muchos meses, el cierre exigirá una socialización de la economía aún mayor.«

Badiou parece identificar en definitiva un cambio inevitable y deseable, pero no resulta especialmente halagüeño con los estadios en que se producirá. Si China no vuelve a tomar el relevo como lo hizo en 2008, será una ironía que EEUU lo haga intuyendo que «las únicas medidas políticas que van a funcionar, tanto económica como políticamente, son bastante más socialistas que cualquier cosa que pudiera proponer Bernie Sanders» pasando por un estado de excepción permanente cuasi imperial bajo la excusa, de nuevo, de hacer América grande. El repliegue nacionalista es para Gray inevitable, porque los Estados se ven reforzados en su papel como únicos capaces de gestionar la crisis, dado que la apelación a la humanidad como principio inspirador para movilizar a la población y legitimar las medidas resulta excesivamente abstracto y frío.

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El sistema ya venía tocado de la Gran Recesión de 2008, y había tratado de suplir sus carencias con algunos parches. Durante esta última década el tirón del sudeste asiático, y en particular de China y su vertiginosa transformación social, ha sido crucial. Pero otros parches son especialmente frágiles en esta situación: la economía a través de las TIC se reactivó con la digitalización de muchos sectores a través de plataformas que han fomentado los modelos de consumo instantáneos (acelerando la transición hacia los servicios frente a los productos). Desde los modelos de pago por uso de vehículos, pago por uso de viviendas particulares, hasta el pago por disfrute de experiencias en caja, o directamente la explosión de un turismo masificado e insostenible. Pero precisamente el impacto del coronavirus habría sido especialmente dañino para este tipo de actividades:

«Los modos de consumismo que explotaron después de 2007–8 se han estrellado con demoledores consecuencias. Estos modos se basaban en reducir el tiempo de facturación del consumo hasta acercarlo lo más posible a cero. El diluvio de inversiones en esas formas de consumismo guarda absoluta relación con la absorción máxima de volúmenes exponencialmente crecientes de capital en forma de consumismo que tuvieran el tiempo más breve posible de facturación. El turismo internacional ha sido emblemático. Las visitas internacionales se han incrementado de 800 a 1.400 millones entre 2010 y 2018. Esta forma de consumismo instantáneo requería masivas inversiones de infraestructuras en aeropuertos y aerolíneas, hoteles y restaurantes, parques temáticos y actos culturales, etc. Este lugar de acumulación capitalista está hoy encallado.»

Ciertamente, no hay que perder de vista que el capitalismo y en particular la globalización han traído innegables avances, como por ejemplo la mejora de la calidad de vida de millones de personas que han salido de la pobreza. Pero el progreso es perfectamente reversible, y para algunos es eleyae0cvxyamepjh precio para rectificar un modelo ecológicamente insostenible. Por eso Markus Gabriel ve en esta crisis la antesala de la crisis ecológica mucho más lesiva. Estaríamos ante una primera advertencia para despertar la conciencia como especie, lo que tantas veces se nos resiste cumbre del clima tras cumbre del clima sin resultados. Gabriel sostiene que la crisis sirve para visibilizar las cadenas de infección propias del neoliberalismo que conectan nuestro consumo cotidiano con el sufrimiento en algún lugar del planeta. Con el parón apuesta por que se refortalezca la idea del Green Deal:

«Hay un aspecto de solidaridad, de estar protegiendo a los mayores, y eso genera un buen sentimiento, pero también estamos dejando de hacer cosas que son perjudiciales para otros y hay una conciencia subliminal de esto. Ahora que todo ha parado, hay una cierta sensación de alivio, junto con la sensación de amenaza. Si tratamos de volver a la normalidad de antes, veremos nuevas olas de este virus, que se quedará allí hasta que encontremos una manera sostenible de hacer negocios.»

En definitiva, entre la posición más cínica/escéptica que cree que nada sustancial nos quedará de todo esto; la que subraya sin embargo una serie de riesgos disruptivos para nuestra vida; y la que identifica considerables oportunidades de mejora en esta experiencia global traumática, tendremos que seguir buscando nuestro espacio en función de los acontecimientos. Seguir reflexionando sobre ellos con la prudencia y la mesura típicamente aristotélicas seguirá siendo la mejor recomendación.

Puntos de apoyo

 

 

S. Zizek, El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill…

F. Berardi, Crónica de la psicodeflación

A. Badiou, Sobre la situación epidémica

R. Zibechi, A las puertas de un nuevo orden mundial

A. Muñoz Molina, El regreso del conocimiento

John Gray, Adiós globalización, empieza un mundo nuevo. O por qué esta crisis es un punto de inflexión en la historia

Yuval Harari, El mundo después del coronavirus

2 comentarios en “La crisis del Coronavirus: riesgo y oportunidad (II)

  1. jajugon Autor

    Hola Delia. Gracias por tu comentario.

    No conocía la canción de Cabral. Esa interpretación que ofreces de una canción de 1984 es muy personal. Evidentemente Cabral no podía estar pensando en el descuido de los gobiernos en esta crisis actual. Creo que su comentario va más al fondo sobre un planteamiento pesimista de la existencia: nada tiene sentido, todo está condenado a la muerte y al fracaso, y solemos engañarnos elucubrando proyectos y buenas intenciones, cada uno como puede, pero si realmente contemplásemos la verdad, desearíamos quitarnos de en medio.

    Frente a esa postura, sin ingenuidad, a mí me gusta más la rebelión del Sísifo de Camus, que sigue subiendo la piedra. La de Unamuno que decía que si es la nada lo que nos espera, hagamos que sea injusto. Hacer de la propia vida una obra de arte aunque todo pueda estar condenado a ese sinsentido.

    Saludos.

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  2. Delia del Carmen Navarro Ramírez

    Hola, me nutren bastante tus artículos, son enriquecedores. Tengo una consulta que estoy segura me podrás despejar. Con esta crisis escuchó música y poemas. Lei tu escrito acerca de La Maza de Silvio Rodríguez me encantó excelente interpretación y se ajusta a lo que estamos viviendo. Pero tambien escuché la «Estación de la Verdad»de Facundo Cabral, supongo la has escuchado. Me gustaria tener tu interpretación de esa porción cuando expresa: » llegamos a la verdad nos detendremos el menor tiempo posible para que no haya un suicidio en masa’. Yo lo interpreto como que al descubrir la verdad del descuido de los gobiernos decepciona más en esta crisis. Me gustaria conocer tu interpretación. Gracias por tus artículos.

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