Javier Jurado
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En una entrada anterior exploramos algunas reflexiones sobre la crisis del coronavirus. Partiendo de la visión más cínica o escéptica que considera que a la postre no supondrá ningún cambio sustancial, nos asomamos al extremo distópico que la considera un auténtico riesgo para nuestras formas de vida, nuestros sistemas democráticos, nuestras economías,… Pero como en cualquier crisis, para la construcción de alternativas, toca ahora asomarse al polo utópico, aquel que la considera una oportunidad: ¿y si nos sirve para tomar conciencia de nuestros excesos, nuestros defectos, de los sociales, de los del sistema… como para esperar algo nuevo a la vuelta? ¿Podría ayudarnos a recalibrar nuestras prioridades, mejorar nuestra solidaridad, nuestro respeto por el conocimiento, o incluso a provocar una transvaloración en nuestro sistema político, económico y social?
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La persistencia del eje político izquierda-derecha (4/4)
Javier Jurado
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A lo largo de tres entradas, hemos ido contemplando cómo puede rastrearse en la historia política y social humana un juego de equilibrios entre la tendencia a la competición y al dominio (TCyD) y la tendencia a la protección y a la conservación (TPyC) propio de las especies biológicas, que hemos llamado equilibrio Dobzhansky.
En la primera, hemos podido detectarlos en las sociedades primitivas y de la antigüedad. En la segunda, los hemos identificado en la irrupción de la Modernidad, su transformación en el enfrentamiento liberal con el Antiguo Régimen, y los movimientos obreros del siglo XIX, configurando la concepción heredada del eje político izquierda-derecha. En la tercera, hemos visto su evolución atravesando el convulso siglo XX de la revolución rusa, las guerras mundiales y la guerra fría hasta la caída del Muro de Berlín.
En esta última entrada, tras la caída del muro y la llegada de la Globalización analizaremos cómo el eje izquierda-derecha actual sigue nutriéndose de equilibrios de este tipo, permeando nuestros esquemas conceptuales a la hora de interpretar nuestra realidad política y resistiéndose, con toda esta trayectoria, a abandonar su vigencia.
A propósito de «¿Dónde está la gran filosofía?»
Javier Jurado
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Hace un par de años, Javier Gomá se preguntaba ¿Dónde está la gran filosofía? en un artículo de lectura muy recomendable. Tres interrogantes sobre él:
1. Si es cierto que «en la abrumadora mayoría de los casos, la gran filosofía, pensadora del ideal en cuanto al contenido, suele ir aparejada a un gran estilo en cuanto a la forma«, ¿no será cómplice de su ausencia el barroquismo académico? ¿no será que la filosofía ha traicionado esa voluntad de mediodía que decía Ortega que estimulaba al filósofo auténtico, esa claridad y sencillez en el lenguaje, inmune a la acusación de simpleza y casi siempre merecedora de la de elegancia? ¿no será que por el afán de la innovación, por decir algo nuevo que no esté dicho ya, el filósofo se rodea con demasiada frecuencia de un halo de oscuridad lingüística para nutrir las apariencias?
2. Si es cierto que «la filosofía contemporánea ha desertado de su misión de proponer un ideal a la sociedad de su tiempo«, ¿no será porque sufre un cierto ninguneo como escarmiento por que algunos de sus filósofos auparan extremismos y totalitarismos en el pasado, aunque fueran utilizados sólo como coartada? ¿No será que muchos se llenaron la boca de grandes promesas filosóficas que nunca llegaron, y que han minado su credibilidad? ¿o será porque la filosofía se ha visto vencida por un sistema hedonista y de consumo tecnificado que anestesia toda conciencia crítica y la arrincona, haciendo de todo intento de ideal una necesaria ideología en la época del ocaso de las mismas? ¿será, quizá, porque la filosofía no atiende a la maximización inmediata del beneficio en el constante proceso de optimización de nuestro tiempo disponible? ¿o será por una mezcla de todas estas cosas?
3. Si es verdad que «En ausencia de gran filosofía, lo que con el nombre de filosofía encontramos en estos últimos treinta años se compone de una variedad de formas menores», ¿añora Gomá un retorno imposible de los grandes relatos, pues la postmodernidad ha apuntalado – entre tanta deconstrucción – un punto de no retorno? ¿o vivimos un tiempo de valle filosófico, como sucediera en tiempos del helenismo, a la espera del retorno de un nuevo discurso sobre la ultramodernidad como requiere J. A. Marina, como si a veces fuera necesario dar un paso atrás para tomar carrerilla?