La búsqueda del sentido de la vida: Potencia dinamizadora.

Javier Jurado

No podemos evitar buscar o intentar construir un sentido para nuestra vida, aunque sea de forma intermitente. Lo hacemos de manera distinta en función de lo cubiertas que tengamos nuestras necesidades. Los relatos que empleamos para contar nuestra propia vida nos van ofreciendo ese sentido. Y esa dinámica puede servir para alumbrar un poco algunas realidades como el duelo, el suicidio, el derrumbe de personas de éxito o incluso los movimientos populistas de nuestros días. No es de extrañar que este hambre emplee hasta la ciencia ficción para explorar los posibles relatos de sentido.

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¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Quiénes somos? de P. Gauguin

Sentido y necesidad

Es muy posible que la pregunta que nos hacemos recurrentemente sobre el sentido de la vida y de la realidad no sea más que un subproducto evolutivo del desarrollo de nuestro cerebro, que percibe la realidad:

  • Causalmente: Nos sentimos libres y causa de nuestras acciones que hacemos con un propósito. A partir de ahí extrapolamos la relación de causalidad a los fenómenos que observamos, en una cadena de causas y efectos en la que proyectamos la pregunta por su propósito, es decir, por su sentido.
  • Temporalmente: Siempre encontramos una dirección temporal entre lo anterior y lo posterior, trazando un sentido en el que insertamos el relato que forjamos con nuestros recuerdos.
  • Lingüísticamente: al articular nuestra percepción mediante el lenguaje, que hemos desarrollado interactuando con otros, esperamos que la realidad se muestre, como ellos, de forma significativa, es decir, teniendo un sentido.

Ya hablamos de todo esto en otra entrada. De forma que estos planteamientos desde la ciencia parecen apuntar a que, en el fondo, quizá no haya sentido alguno que encontrarle realmente a la vida.

Pero esa vida real en el fondo pertenece al noúmeno de Kant, es decir, es directamente incomprobable. Además, en cualquier caso, las teorías científicas difícilmente son capaces de mermar la importancia que de hecho damos a esta búsqueda o construcción de sentido y que tenemos tan arraigada. En el espacio humano del que no podemos escapar tenemos esta necesidad de sentido como del comer. Podemos comer sin sentido, pero también podemos dejar de comer sin él. Hasta tal punto, que esta exaptación ha sido aprovechada en el desarrollo cultural para la organización y supervivencia de las poblaciones humanas, como es bien conocido a través de todos los intentos por formular propuestas de sentido de tipo ideológico, filosófico o religioso. Hasta el punto de que, como decía Camus, el suicidio, es decir, si la vida tiene o no sentido, sea probablemente el problema filosófico por excelencia.

El hombre con permanente necesidad de sentido, como lo describía Frankl en carne propia, parece, sin embargo, recorrer una especie de plataforma de sentido tendida en función de sus necesidades, como si de una balsa se tratase. La vertiente de sentido que se anhela, sin embargo, es distinta según sea el tramo de esta balsa sobre el que se camine.

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La situación intermedia más habitual en esta plataforma es la que busca o construye un sentido que podríamos llamar inmanente, ése que hace que la vida concreta parezca que merece ser vivida, con la satisfacción de las necesidades más básicas. Cuando estas necesidades se hallan profundamente insatisfechas, la desesperación puede llegar al extremo del suicida que acaba con su vida. Pero muchas veces no porque la vida en sí no merezca la pena, no tenga sentido, sino porque esa vida que en particular le ha tocado vivir no parece merecerlo. Por eso, quien se afana y lucha por sobrevivir a la tortura y la prisión para volver a ver a los suyos; quien pelea por sobrevivir a la guerra y salvar a su familia; quien trabaja incansable por llevar un plato a casa para comer; o incluso quien se esfuerza por llevar a cabo un sueño es capaz de encontrar o construir un sentido inmanente a su vida. Aquí, probablemente, se ubica esa idea de Nietzsche de que quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo.

Pero cuando se recorre esta plataforma, la búsqueda de sentido puede abrirse a otra vertiente que podríamos llamar trascendente, y a la que especialmente muta cuando agota la plataforma de sentido en sus dos extremos: Por un lado, en el extremo de la desesperación banksy-butterfly-girl-suicide-stencil-design-size-wxh-26x36cm-2360-pabsoluta, cuando se hallan frustradas las necesidades más básicas humanas (subsistencia, protección, afecto, comprensión, participación, creación, recreo, identidad, libertad…) ese anhelo de trascendencia en el sentido brota con frecuencia. En este extremo, al constatar que la vida propia no merece la pena ser vivida, el desesperado trata de rescatar un último sentido a la vida en sí, a pesar de lo que la suya le ha dado, para aliviar y relativizar su carestía. Los suicidas en este punto, quizá, se han visto abatidos por no encontrar o ser capaces de construir ese sentido que trasciende su vida en particular.

Mucho antes, sin embargo, esa vertiente trascendente ya se exige ante experiencias límites: La muerte de un ser querido, por ejemplo, despierta de la centralidad de esa plataforma afanada por el sentido inmanente, e inquiere por su vertiente trascendente. Son incontables los casos que podemos rescatar de nuestra experiencia en que familiares y amigos, desesperados por encontrar sentido al sinsentido que les provoca el dolor de esta pérdida, son capaces de construir las más inverosímiles explicaciones y relatos que enmarquen este suceso para darle sentido («Se estaba preparando…», «Ya me lo advirtió…», «Ha sido un aviso…», «Me dio todo lo que tenía que darme…»). La necesidad de sentido y nuestra capacidad para construir relatos racionalizadores sobre el sinsentido están estrechamente emparentadas, como veremos más adelante.

Pero también se agota en el extremo opuesto, en el que las necesidades van satisfaciéndose progresivamente. La capacidad para crear necesidades nuevas, aparentemente inagotables, no impide que humanamente este extremo acabe pasando su propia factura y truncándose. En esa creciente satisfacción de necesidades, como escalando en la pirámide de Maslow, se va edificando un espacio para la indefinida autorrealización cada vez mayor. Un espacio generalmente de ocio que ha de llenarse de ocupación, pues si el pre-ocupado y el ocupado eran capaces de ubicarse en la plataforma de sentido, el postocupado se halla a merced de este peligroso extremo. Y es que, a pesar de las múltiples actividades en que podemos emplearnos como sujetos de rendimiento, que diría Byung-Chul Han, es muy probable que no estemos biológicamente ni psicológicamente preparados para ciertos niveles de abundancia y de ocio, surgiendo entonces un tedio, del que tanto habla Cioran, autodestructivo. Las vidas destrozadas por el alcoholismo, las drogas o las experiencias límite de tantas personas aparentemente exitosas pero desnortadas en la vida evidencian el sinsentido que se encuentra en este extremo.

Sentido y relato

Esta plataforma de sentido en la que nos movemos se estructura narrativamente. La historia de nuestra vida que somos capaces de contarnos es la que fragua ese sentido. Por tanto, nuestra capacidad de relato resulta clave para esa edificación de sentido. Las personas menos capaces de entrar en sutilezas y vericuetos narrativos serán más capaces de conformarse con relatos más simples o más sencillos. Por eso, como suele admitirse, es más fácil encontrar a gente feliz entre quienes menos se devanan los sesos. Porque la capacidad intelectual ligada por lo general a un mayor escepticismo se vuelve en contra de quienes después han de construir un relato verosímil del sentido de su propia vida.

Sin embargo, esta capacidad narrativa no se basa únicamente en la verosimilitud de su relato, sino también – y enormemente – en su capacidad seductora, emocional, e incluso puramente estética. La irracionalidad del apologeta Tertuliano que abogaba por creer porque es absurdo – credo quia absurdum – renuncia a toda verosimilitud como gesto con el que directamente trata de apelar precisamente a ese carácter épico, visceral. Como el sentido de la vida, tal y como decía Wittgenstein, tiene que estar más allá de la vida y no puede deducirse de ella de forma evidente para todos, este componente estético en todo relato es imprescindible.

Para ilustrar esta relación entre sentido y relato de forma un poco amena, podemos recurrir a una escena de la película infantil de Toy Story, cuando Buzz Lightyear y Woody se pierden en la gasolinera:

Podríamos decir que Woody ha construido un sentido para su vida basado en un relato más verosímil de su realidad: es un juguete y tiene como propósito el de de hacer feliz a su dueño. Cuando, sin embargo, se ve en la gasolinera abandonado, se desespera porque cree que ya es un juguete perdido. Los límites de su propio relato lo anquilosan. Buzz, por su parte, vive en su mundo de ficción, dentro de un relato mucho menos verosímil, en el que cree que es verdaderamente el personaje real intergaláctico y no un juguete.

Ante la situación de abandono, sin embargo, su relato tiene mucho más potencial para la movilización: aunque esta ingenuidad no garantice el éxito, en lugar de lamentarse desesperado como Woody, comienza a moverse, a buscarse la vida. El revulsivo que provoca el relato de Buzz despierta al propio Woody, que se indigna pero acaba reaccionando ante el desafío. Inevitablemente, al final, Buzz acabará desengañado descubriendo su error, y tendrá que reencontrar el sentido de su vida como juguete, asimilando el relato compartido con el resto de juguetes: la construcción social de sentido juega un papel fundamental, como ahora comentaremos.

En definitiva, en esa construcción o búsqueda del porqué para vivir que demandaba Nietzsche se halla la exhortación que tantas filosofías han hecho sobre la necesidad de hacer de la propia vida una obra de arte. Y con ellas resuena esa petición de Unamuno que decía que si es la nada lo que nos espera, hagamos que sea injusto. Hagamos de la vida una obra de arte por la que, desde el punto de vista casi estético, merezca la pena haber vivido. El relato que la cuente será la que le conceda el añorado sentido.

El sentido compartido

SartreComo decía antes, en la construcción del relato, las referencias externas son fundamentales. No creo que haya especial mala fe, como la concibe Sartre, en alimentarse de los relatos ajenos de los demás para la construcción del relato propio. Porque si es despreciable la actitud gregaria y seguidista incapaz de construir por uno mismo, también es impracticable e inhumana – desde el punto de vista incluso biológico – la radical contingencia y soledad que nos exige la libertad desnuda predicada por el existencialismo.

De manera que buena parte del sentido lo fraguamos a través de la identidad cultural en la que nos enmarcamos. Es harto conocida esa expresión de Ortega y Gasset que apelaba hacer de España un «sugestivo proyecto de vida en común». Ante la intemperie vital, resulta altamente atractivo el calor que puede ofrecer una comunidad humana con un relato compartido. Así se han heredado durante siglos propuestas de sentido como las religiosas, las ideológicas o, desde luego, las étnico-culturales.

En el caso de los Estados-nación, nuestra actualidad es probablemente testigo de una etapa de transición cargada de incertidumbre e inestabilidad. Si bien parece que en muchos aspectos el modelo de Estado-nación, que tanto ha trenzado nuestra historia, está quedándose obsoleto en un mundo globalizado que requiere estructuras políticas de miras más amplias, su capacidad sugestiva sigue siendo indiscutible, a falta de otras mejores, con los consiguientes repliegues nacionalistas que vemos en nuestros días.

La tan mentada crisis de la democracia, a la que es inherente la desafección ciudadana por sus instituciones, no es un problema nuevo de nuestra convivencia política, por mucho que haya sido convulsos10espoleada por la reciente Gran Recesión. Los modelos de convivencia han de ser capaces de proyectar relatos ilusionantes que incorporen esa vertiente estética de sentido. Por eso, como apuntaba Renan, las naciones democráticas, cuyas apelaciones al supuesto pasado compartido cada vez dicen menos, se obligan a renovar de forma reiterada el consentimiento. Un plebiscito de cada día, que puede ofrecer muestras de cansancio. Basta recordar cómo hace medio siglo Viansson-Ponté hablaba de aquella Francia que se aburría meses antes de que despertara todo el movimiento de Mayo del 68. Probablemente, una expresión del tedio desde el punto de vista social que se remueve bruscamente.

Al margen de los motivos objetivos para la indignación (corrupción, desigualdad,…), hoy asistimos a estos repliegues nacionalistas bajo formas populistas que, apelando a las emociones, ofrecen propuestas de sentido que dan calor, aunque iluminen más bien poco. Algunas, en especial, centran su discurso en la construcción trascendente de sentido compartido apelando a la identidad. Y tal y como antes hablábamos de los extremos en los que la plataforma de sentido se asoma a su vertiente más trascendente, la inquietud por la identidad compartida aflora también en ambos: por un lado encontramos aquellos movimientos en países cuyo deterioro de sus condiciones económicas ha dañado profundamente a sus clases más populares. En estos, el patrón es similar al de la deprimida y derrotada Alemania de los años 30 del siglo XX, surgiendo movimientos xenófobos de corte totalitario con relatos simplistas que hilan penuria económica, identidad cultural (si no racial) y opresión exterior. Amanecer dorado en Grecia o el Jobbik húngaro tienen este perfil.

arton5540Sin embargo, por otro lado, también encontramos países en los que estos movimientos brotan en un ambiente de relativa satisfacción de las necesidades sociales. Finlandia, Alemania, Francia, Austria u Holanda son ejemplos en los que los parámetros de bienestar económico y social son razonablemente buenos. Sin embargo, con el golpe de la crisis económica y en especial con la de los refugiados, han parecido despertar socialmente para cuestionarse la vertiente trascendente de sentido. Ello ha renovado miedos y la inquietud por la identidad, cuestión que pueden permitirse el lujo de poner en el centro del debate, mientras que en otros países más ocupados apenas copa titulares como España o Portugal.

Sólo la capacidad imaginativa para construir relatos europeístas no sólo verosímiles sino también sugestivos podrá hacer frente a la internacional nacionalista de los Wilders, Le Pen, Petry, Farage y compañía.

Explorando sentidos en la ciencia ficción

Es cierto que la filosofía de la historia, en su pretensión por encontrar o incluso construir este sentido a la vida histórica ha fracasado de manera casi incontestable. La historia misma cifra su credibilidad como ciencia precisamente en rechazar el apriorismo de una selección tan premeditada de los hechos como la que intentaron los filósofos de la historia, tan próximos a las ensoñaciones que condujeron a los totalitarismos.

Sin embargo, existe una rama del pensamiento hasta cierto punto emparentada con esta filosofía de la historia que no aspira a dar explicaciones a la totalidad de la historia, sino a explorar y reflexionar sobre el sentido de la existencia, de la realidad y de la historia humana de forma fragmentaria a través de escenarios ficticios.

En este sentido, el género de la ciencia ficción – quizá más que el de la fantasía por su compromiso con la verosimilitud – ha acogido enormes obras que contrastan, reflejan o acentúan como espejos fieles o deformados a science-fiction-fantasy-world-e1435171480934propósito nuestra realidad y, especialmente cuando se ubican diacrónicamente, potencian las preguntas por el sentido al que nos encaminamos social e individualmente. Como hicieran la Utopía de Moro, la Ciudad del Sol de Campanella o la Nueva Atlántida de Bacon como obras críticas de su tiempo, las obras de Shelley, Poe, Verne, Wells, Asimov, Clarke, Heinlein, Huxley, Orwell, Bradbury, Le Guin y tantos otros ofrecen escenarios ficticios que exploran, y especialmente en el caso de la literatura futurista proyectan, la condición humana y social en una cierta búsqueda de sentido.

Hoy en día, a pesar de que no se han cumplido apenas los pronósticos tecnológicos o las distopías que imaginábamos hace décadas para la nuestra (conquista del espacio, extinción climatológica, teletransporte,….), muchos otros aspectos cotidianos sorprendentes reavivan de nuevo la inquietud por explorar el futuro con la imaginación. Y este motor se reaviva, a mi parecer, impulsado de nuevo por la eterna búsqueda de sentido de fondo. Cualquiera de las lecturas de estas obras o de sus expresiones cinematográficas nos inquiere de un modo u otro ante el sentido de la vida como especie, como sociedad y como individuos que llevamos.

Así, recientemente, hay quienes hartos de tantas promesas grandilocuentes, hablan de la gran estafa de la revolución tecnológica, que se supone que estamos viviendo cada día y que, sin embargo, está cambiando nuestras vidas mucho menos que lo que cambiaron las de nuestros abuelos. Pronostican, al contrario, largos períodos de crecimiento limitado, progresivo aislamiento social recubierto de experiencias virtuales a través de avatares, y un tedio preocupante que pudiera acabar incubando alguna revolución drástica de otro tipo.

Sin embargo, hay otros que, como Kurzweil o Bostrom, se entregan a la especulación hablando de la inminente singularidad o explosión de inteligencia que vendrá con el thai1próximo surgimiento de la inteligencia artificial, hecho que revolucionará de forma drástica nuestras sociedades desde todos los puntos de vista. Algunos matizan que debido a nuestro sesgo antropocéntrico creemos que esa supuesta superinteligencia nos destruiría (como advierten preocupados Hawking, Musk y compañía), y que en realidad lo más probable es que pasara de nosotros como insectos, ante la asimétrica capacidad para competir y la disparidad de intereses sobre muy distintos recursos.

Sea de forma más o menos drástica parece que el futuro modificará importantes esferas en las que edificamos el sentido de nuestras vidas, como la del trabajo, sobre la que la conferencia de Davos señalaba hace poco que la robotización cercenará próximamente millones de ellos. Por ello, aprovechando el sesenta aniversario de su publicación, acabo esta entrada rescatando el conocido pasaje que nos regaló la magia realista de Gabriel García Márquez en Cien años de soledad a propósito de la peste del insomnio:

«…por un descuido que José Arcadio Buendía no se perdonó jamás, los animalitos de caramelo fabricados en la casa seguían siendo vendidos en el pueblo. Niños y adultos chupaban encantados los deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó. Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces había tanto que hacer en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no tuvieron nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con los brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los relojes. Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores […] llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir.»

Qué capacidad la de esta pequeña historia, que no habla ni de automatización robótica, ni del futuro, ni de superinteligencias… para explorar desde la ficción el enorme problema del sentido, tan arraigado en nuestra naturaleza, que la necesidad, enfrentada por el trabajo, mitiga. Aunque el trabajo no nos defina completamente, en gran medida ha ejercido un papel determinante en los últimos siglos para la construcción de nuestro relato de sentido y el futuro que lo cuestiona no nos dejará indiferentes.

Sea o no inminente, ese futuro en el que nuestro ocio pueda catapultarse nos obligará a reinventar probablemente nuestros relatos de sentido. Además, si tal inteligencia artificial llegara, el relato de sentido que seamos capaces de programar en su alumbramiento será probablemente decisivo para nuestro propio futuro. Sobre todo para que alguien ponga freno a ese maximizador de sujetapapeles del que hablaba Bostrom forzándole a que se pregunte: ¿qué sentido tiene seguir haciendo sujetapapeles sine die?

Lo que sí parece que permanecerá es nuestra inquieta búsqueda de sentido, potente dinamizadora de nuestros comportamientos, esperando a un Godot que quizá nunca llegue, mientras contamos el número de notas que tiene el valse de los relojes.

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