¿Qué sentido tiene la pregunta por el sentido?

Javier Jurado

En esta entrada ya bosquejé, entre otras cosas, la posibilidad de que la pregunta por el sentido de la vida, temática tan habitual en filosofía y en tantas otras expresiones culturales humanas, no fuera sino un subproducto de la historia evolutiva de nuestro cerebro que hubiese sido retenida como exaptación al resultar provechosa para nuestro comportamiento y organización social. Ello haría verosímil que cualquier posible respuesta a esta recurrente pregunta no fuese sino una simple ficción útil. Planteo dos posibles fuentes para la genealogía de este universal cultural humano que se pregunta por el sentido de la realidad.

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El problema del sentido ha hecho que algunos, como Camus, lo sitúen como el principal problema filosófico:

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. Y si es cierto, como quiere Nietzsche, que un filósofo, para ser estimable, debe predicar con el ejemplo, se advierte la importancia de esta respuesta, puesto que va a preceder al gesto definitivo. Se trata de evidencias perceptibles para el corazón, pero que deben profundizarse a fin de hacerlas claras para el espíritu.”

Desde que el hombre es hombre, fundamentalmente desde el ámbito religioso, ha tratado de conferir un sentido a su existencia y al universo entero. Innumerables respuestas de carácter mítico se han sucedido, mientras la filosofía intentaba poner algo de racionalidad en ellas, principalmente bajo la luz de la metafísica y de la teodicea en ella. La ciencia de nuestros días, sin embargo, nos ofrece al menos dos sendas para especular sobre el origen de esta necesidad que hace del hombre, como decía V. L. Frankl, ese ser en busca de sentido. La primera sería la de la causalidad y sus fundamentos ontológicos y la segunda la del carácter dialógico propio de la formación de nuestro pensamiento.

Causalidad y ontología

Desde el punto de vista epistemológico, la conciencia del hombre afronta el mundo generalizando casos particulares que es capaz de recordar individual y colectivamente mediante la cultura, y que le permiten aprender, esto es, recordar lo que ya no es y anticiparse a lo que aún no es, aumentando su eficacia evolutiva. La idea metafísica de que es el hombre el que da entrada a la nada en el ser, tal y como proponía Sartre, puede tener un correlato biológico firmemente asentado. El caso es que desarrollando esta capacidad, ha aprendido a aprender, como decía Ortega y Gasset, sistematizando los procesos que le permiten inferir las leyes de la ciencia. Detrás de todas ellas está, al menos en su origen, la noción de causalidad (aunque hay otro tipo de explicaciones científicas como las de tipo nomológico-deductivo, teleológico, funcional o intencional, aunque no sin polémica, ganan verosimilitud científica sólo cuando son capaces de estructurarse de acuerdo con la forma de la causalidad).

K. Lorenz

Así, nuestra ciencia basada en el modelo de ley cubriente bebería de la causalidad, en sí misma empíricamente imperceptible. La génesis de esta idea, como quisiera Hume, sería la costumbre de observar de forma repetida la contigüidad espacio-temporal de lo que acabamos llamando causas y efectos. Pero como viene siendo habitual reconocer en las últimas décadas, la filosofía ha vivido un proceso en el que, en palabras de Habermas, se “detrascendentalizaban” varios de sus planteamientos históricos. Así, las categorías a priori de Kant, como la causalidad, se han venido a asimilar como condiciones preliminares de nuestro conocimiento inscritas en una suerte de “a priori filogenético” labrado por la evolución, como ya expuso K. Lorenz. La epistemología misma ha visto cómo de manos de los Quine y compañía se naturalizaban sus métodos y prejuicios, hasta el punto de verse obligada a ser interpretada en los mismos términos habituales que maneja la ciencia con cualquier otro objeto.

Fortaleciendo en buena medida esta línea, algunos autores desde la filosofía analítica como P. F. Strawson plantean que esta noción de causalidad pueda haberse inducido a partir de la propia experiencia como sujetos, de esa apreciación grosera e intuitiva que se da en la experiencia inmediata de empujar y ser arrastrados que tenemos:

“Estoy sugiriendo, por lo tanto, que deberíamos considerar fundamentales las transacciones mecánicas en nuestro examen de la noción de causalidad en general. Son fundamentales en nuestras intervenciones en el mundo, fundamentales para nuestro hacer que acontezcan los cambios que perseguíamos: soportamos pesos con los hombros, sostenemos el arado con las manos, dirigimos la pluma sobre el papel, apretamos botones, tiramos de palancas. Al hacernos nosotros mismos parte de esos cambios, hallamos en ellos un origen de las ideas de poder y fuerza, de compulsión y coacción […] la búsqueda de teorías causales es una búsqueda de modos de acción y reacción que no son observables en el nivel ordinario (o que no son observables en absoluto, sino que se los postula o se los adapta como hipótesis) y que encontramos inteligibles porque los elaboramos como modelos a partir de, o porque los concebimos en analogía con, esos varios modos de acción y reacción que la experiencia ofrece a la observación grosera”.

Strawson pues se basa en el “modelo de la acción y la motivación humanas” que se apoya en la experiencia íntima e inmediata de la conjunción constante de nuestras acciones y los efectos que logramos provocar, o de las acciones que se ejercen sobre nosotros y los efectos que padecemos. Sobre estos fundamentos, la ciencia se construiría a partir de las “compulsiones mentales que proyectamos después sobre los objetos bajo la forma de nociones engañosas de eficacia, agente, poder, fuerza, conexión necesaria y demás”.

Esta descripción ontogenética de la formación de la idea de causalidad sería también compatible con su consolidación filogenética. Es decir, que la causalidad como herramienta habría sido evolutivamente beneficiosa al permitirnos interpretar el mundo mejor, de forma que habría quedado inscrita en nuestra herencia genética: “las nociones generales de eficacia causal y de respuesta causal, de efectos que se logra que se den de diversas formas específicas, se encuentran ya alojadas en nosotros mismos”. De forma que, atados a este a priori genético, la pregunta por el sentido surgiría inexorablemente: incapaces de mirar al mundo no causalmente, formamos cadenas causales encabezadas por la pregunta de por qué algo sucede, pregunta siempre repetible hasta postular una primera causa sui al estilo aristotélico-tomista, o dejando que la cadena se adentre en un noúmeno incognoscible. No puede obviarse, no obstante, que la ciencia ha avanzado prescindiendo de esta noción metafísica de causalidad, como ya apuntase Russell. Del mismo modo que la “verdad” ha devenido en una noción más modesta de “verosimilitud”, la causalidad se ha visto reemplazada por una suerte de confirmación experimental y deducibilidad matemática, como acontece en la contraintuitiva mecánica cuántica, causalmente controvertida.

Pero en lo que respecta al sentido común de nuestra experiencia como hombres de a pie, la pregunta por las causas de la realidad seguiría al acecho. Y de este modo, de este encadenamiento ligado a la causalidad inmediatamente surgiría la pregunta por el encadenamiento de acontecimientos que constituye la vida, esto es, por su sentido. Así, Strawson apunta:

Los primeros teóricos, pero no sólo ellos, conscientes de los motivos existentes tras el ejercicio de esos poderes y de los vastos efectos presentes en la naturaleza […] parecen haber encontrado muy fácil y natural atribuir esos efectos a agentes sobrehumanos… […] De aquí que buscaran ganarse el favor de esos agentes con honores y ofertas, con sacrificios y culto, haciendo lo que buenamente podían para tener a los dioses de su parte”.

Es terreno conocido la formación de toda suerte de explicaciones mítico-religiosas que se han dado en esta escalada de tipo causal, ya desde la génesis de las más elementales hierofanías y cratofanías que han descrito autores como M. Eliade. Incluso en el caso del mana y todas sus variantes que R. R. Marett considera, toda fuerza impersonal puede siempre hallarse dirigida por algún agente como ha señalado R. H. Codrington, confirmando la proyección antropomorfa a la que apunta Strawson.

No obstante, la pregunta en busca de las causas no apuntaba sólo al puro movimiento, sino que ofrece una raíz profundamente ontológica. Por un lado, la pregunta lleva intrínseco el carácter de la propia temporalidad de los acontecimientos. El carácter procesual inherente a la concepción causal viene de la flecha del tiempo marcada por el segundo principio de la termodinámica: Creemos observar causas y efectos porque retenemos en la memoria estados de distinto nivel de entropía, o desorden. En el ámbito del recuerdo humano, además se fragua un encuentro más dilatado con el dolor y el sufrimiento, cuando se constata la pérdida de cuanto ha devorado el tiempo, de lo que ya no es, singularmente en la marcha de los seres queridos. El ser humano que sobrevive gracias al recuerdo, y que puede decir que cifra su propia vida en ser consciente de recordar que ha vivido y buena parte de lo que ha vivido, se encuentra inexorablemente ligado a la desazón de la nostalgia que lo atrapa, al ser consciente de su caducidad y contingencia, parte de su precariedad existencial que finalmente lo conducirá, como todo a su alrededor, a la disolución entrópica. No hay que olvidar que a pesar de que, como dice Fraijó, “existen experiencias parciales de sentido […] los logros y progresos del hombre se inscriben siempre en el marco de un acabamiento seguro y penoso”. Así se entiende la condición del Sein-zum-Tode, el ser-para-la-muerte, de Heidegger. La temporalidad, no obstante, no nos circunscribe sólo al pasado, sino que decisivamente nos abre a lo que aún no es. Ello nos hace interrogarnos por lo que podría ser. De ahí que las construcciones de sentido tantas veces se efectúen como futurición en palabras de Ortega.

Del sentido existencial de la temporalidad resulta inmediato dar el salto hacia el interrogante por el sentido mismo de la historia en su conjunto que, como fenómeno inconcluso, estaría aún vedado (Dilthey). Pero la raíz ontológica de la causalidad como origen de la pregunta por el sentido no se agota aquí. Al poder pensar lo que no-es, la pregunta lleva, finalmente, el interrogante por la existencia misma de los entes como de hecho son, por la mera positividad de lo dado, alcanzando aquella perplejidad de Heidegger ante que “haya algo en vez de nada”, pregunta que ha jalonado la historia de la filosofía, con hitos anteriores en la metafísica de Leibniz o de Francisco Suárez. Ya decía Wittgenstein: «Lo místico no es cómo sea el mundo, sino que el mundo sea».

La pregunta por el sentido encuentra, en definitiva, esta raíz ontológica que, como quisieran Bergson y Sartre, podría no tener más respuesta que la de nuestra propia capacidad intelectiva que proyecta el no-ser en el ser macizo del mundo. Ello podría explicar la ausencia de respuesta que nos aqueja hasta hoy ante la pregunta por el sentido, con meros intentos tentativos ofrecidos desde múltiples expresiones culturales como la religión, la filosofía, la ciencia o el arte. La cuestión en el fondo podría simplemente estribar en que la pregunta humana por el sentido de la realidad, aunque humanamente legítima, estaría herida de raíz pues, como apuntaba Wittgenstein, “el sentido del mundo tiene que estar fuera de él; no hay en él valor alguno y, si lo hubiese, tal valor no tendría ningún valor”. La pregunta por el sentido no podría hallarse en lo que es, puesto que se formula al pensar lo que no es.

Diálogo con la realidad

Étienne Bonnot de Condillac

La segunda de las fuentes, no excluyente, que habría originado la pregunta por el sentido de la realidad se encontraría en el carácter necesariamente dialógico de nuestra estructura cognoscitiva. Con todas las matizaciones que quieran hacerse sobre el pensamiento no verbal, no son pocos los autores que en la historia de la filosofía del lenguaje ya desde Condillac (1746), y de la lingüística científica hasta nuestros días, han acabado planteando que el pensamiento habría emergido de forma consonante con el propio lenguaje, entendido éste genéricamente como capacidad simbólica. Y la capacidad simbólica es, por antonomasia, la capacidad de concebir lo que no es el caso, de remitirse a lo otro. De nuevo encontraríamos aquí esa capacidad de introducir la nada en el mundo como signo distintivo de la hominización.

De esta forma, en la conformación del pensamiento juega un papel crucial la capacidad enunciativa introspectiva que se da en el soliloquio lingüísticamente articulado. Pensamos hablando con nosotros mismos. Pero tampoco escapa a la ciencia actual que esta capacidad, a su vez, dependería radicalmente, como sucede con la causalidad, de nuestro intercambio con el mundo, en este caso, bajo el  intercambio comunicativo con otros, de forma dialógica. Aprendemos a hablar, y por tanto a pensar, hablando con otros, desarrollando la potencialidad y predisposición lingüística de nuestro cerebro socialmente. Es ya un lugar común a las ciencias lingüísticas el haber roto con esa imagen de ser humano atomizado – típica por otra parte del liberalismo político – que entra en relación con otros a posteriori empleando el lenguaje para expresar el pensamiento. En su lugar, se ha impuesto la imagen del lenguaje como herramienta de socialización y desarrollo cognitivo desde el primer instante de vida y aun antes de nacer.

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Albert Camus

A partir de aquí, cabe aventurar si la pregunta por el sentido no florece también cuando, predispuestos a desarrollar esta herramienta relacionándonos con otros nos topamos con una interacción imprevista en su función adaptativa. De manera que la génesis de la necesidad de sentido procedería del hecho de que, acostumbrados a esperar expresiones significativas por parte de nuestros interlocutores, al virar la mirada al resto del mundo, esperásemos de él que también fuese significativo, esto es, que tuviese un sentido. Aprendemos a hablar-pensar dirigiéndonos a los otros que nos ofrecen expresiones que para nosotros tienen sentido. Al articular lingüísticamente nuestra concepción del mundo, ¿no es normal que también esperemos que dicha articulación tenga un sentido?

Indudablemente, a partir de aquí, la utilidad de la pregunta por el sentido se habría reforzado por todo lo que ha facilitado ordenar la vida humana tanto personal (ordenamiento de las acciones conscientes a nivel psicológico) como social (religión, arte, filosofía, política,…). Así que probablemente la pregunta por el sentido tenga sentido sólo en tanto en cuanto emerge de nuestra estructura cognitiva y no porque, lamentablemente, vaya a haber alguna respuesta esperándonos. Quizá el único sentido posible sea el que podamos construir y reconocernos nosotros mismos, al estilo de lo que exhortaba Unamuno: Si es la nada lo que nos espera, hagamos que sea injusto.

Puntos de apoyo

A. Camus, «El mito de Sísifo»

P. F. Strawson, «Análisis y Metafísica»

M. Heidegger, «¿Qué es la metafísica?»

L. Wittgenstein, «Tractatus Logico-Philosophicus»

10 comentarios en “¿Qué sentido tiene la pregunta por el sentido?

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  6. Anónimo

    Camus, el sentido, el suicidio, la conciencia y lo monstruoso.

    No soy académico en filosofía pero vuestros comentarios me han disparado algunos pensamientos (y seguramente algún que otro desvarío, sepan disculpar)

    Pero inevitablemente la reflexión de Camus no hace más que traerme la sospecha de que una conciencia, una inteligencia, ¿acaso sería una especie de error de la naturaleza, el único quizás, una aberración, una monstruosidad, el único, exclusivo, verdadero y abominable desvío natural?

    Si así fuera desdichado, maldito e infeliz el hombre (con minúsculas), que se creyó El Elegido (con mayúsculas) y resultó el único execrable.

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  9. jesusmmorote

    Comparto contigo, Javier, esa explicación de la causalidad que, desde una categoría a priori, como quería Kant, hoy tendemos a comprender bajo una óptica más naturalista como un a priori filogenético, es decir, algo que poseemos antes de cualquier experiencia porque venimos provistos de dicho esquema intelectivo en nuestra propia configuración genética como seres humanos. No seríamos humanos si no viniéramos provistos del «gen de la causalidad», me atreveré a llamarlo.

    Solemos entender como rasgo específico de la especie humana su capacidad para simbolizar. En su expresión más propia esa capacidad se manifiesta en la capacidad para usar el lenguaje, que no deja de ser el más relevante y sofisticado de los instrumentos simbólicos al alcance del hombre. Creo que así hay que entender las ideas de Hume sobre la repetición y la causalidad. No es tanto, como creía el filósofo escocés, que convirtamos el hábito de ver dos sucesos que se presentan juntos en el mundo en una relación de vínculo causal entre ellos, en una relación de causa-efecto que los une; principalmente porque nunca hay dos sucesos idénticos en el mundo y, por lo tanto, difícilmente pueden entenderse repetidos, no ya dos sucesos, sino dos pares de sucesos perennemente asociados. Es curioso que a un nominalista antimetafísico como Hume se le pasara eso por alto.

    Lo que ocurre es que, ante la percepción de dos sucesos contiguos en el tiempo, el hombre, por su propia configuración genética intelectiva, esquematiza ese par de sucesos de cierta forma, estableciendo un orden entre ellos. Pares de sucesos diferentes, sin embargo, por diversas razones, son simbolizados de la misma forma, porque el hombre entiende que coinciden en lo que a él le importa (la simbolización consiste siempre en retener ciertos rasgos esenciales o significativos, despreciando los accesorios o superfluos); y lo que no es repetición de sucesos (no puede serlo para un nominalista) sí puede entenderse como repetición de símbolos, de donde surge la causalidad, que no es sino un artificio de la simbolización.

    No estoy tan seguro de la derivación que hace Strawson, y que retomas tú, de la finalidad o «sentido» desde la causalidad. Yo pienso que, aunque causalidad y finalidad son conceptos íntimamente relacionados, también son de una naturaleza completamente diferente.

    Si partimos del hombre como animal simbólico y del origen simbólico de la causalidad, en cuanto esquematización de los sucesos reales, se nos presenta como evidente que, desde un punto de vista naturalista, la acción simbolizadora no puede considerarse gratuita, sino al servicio de la supervivencia biológica: la percepción de la realidad bajo esquemas causales de sucesos ayuda a «entender» humanamente el mundo, a explicarlo y a prevenir peligros para la supervivencia biológica, facilitando, a la vez, medios para ésta. Pero, si eso es así, la causalidad conecta con una perspectiva de futuro, con una anticipación de lo que previsiblemente pueda suceder. Eso hace que, si bien el hombre contempla a la naturaleza como obediente a las leyes de la causalidad, se percibe a sí mismo como libre, pues él puede utilizar la ciega naturaleza causal para su propio provecho. Así surge la «finalidad», la perspectiva futura hacia la que el hombre despliega su acción. Bajo este punto de vista, la naturaleza está determinada por la causalidad y el hombre, en cambio, se piensa libre y se mueve por su intención. No en vano se afirma que la finalidad o teleología es una «causalidad inversa», pues la causa está más allá del, o es temporalmente posterior al, efecto, al contrario de lo que ocurre en la física, donde el efecto siempre sigue a la causa.

    Esa intencionalidad, y no la causalidad ordinaria, es lo que está en la base filogenética, en mi opinión, de la pregunta por el sentido de la vida. No me parece tan relevante la explicación antropomórfico-causal de los fenómenos naturales que atribuye Strawson a los pueblos primitivos, que en cierto modo veo conectada con la importancia que algunos filósofos de la Religión dan al «misterio». En mi opinión lo que ocurre más bien es que, asentado ese a priori filogenético de la causalidad en la especie humana, el hombre se ve abocado a dar una explicación causal de todo lo que percibe y, a falta de otra cosa mejor, su propio gen de la causalidad le impele a inventarse dicha causa. Pero difícilmente esa causa puede considerarse un fin en sí mismo para el hombre. Al fin y al cabo esa Religión primitiva de Strawson se manifiesta en la presunta manipulación de esas fuerzas desconocidas (mediante el rezo, el sacrificio, el rito) al servicio de los fines humanos, es decir, de sus intenciones. La pregunta por el «sentido» de la vida no sería, pues, sino un (vano) intento de poner el universo al servicio de los fines biológicos del hombre (su supervivencia y la propagación de la especie).

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