Javier Jurado
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Artículo publicado en la revista BIT del COIT en el número 182, agosto de 2010
(en la era antes de Whatsapp)
La filosofía siempre ha aspirado a la totalidad especulando sobre el espacio y el tiempo. Su concepción ha evolucionado conforme a la idea de ser humano de cada época. La ciencia y el curso de la historia han moldeado también estas nociones y en el mundo actual, revolucionado por las tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC), espacio y tiempo vertiginosamente reducidos plantean nuevos retos en nuestra interrelación.
El espacio y el tiempo fueron las formas a priori de la sensibilidad con las que Kant efectuó el giro antropológico de la filosofía: nuestra percepción de la realidad no consiste en la mera recepción de lo que sucede a nuestro alrededor, sino que el sujeto es parte activa en la estructuración de cuanto conoce. Lo que nos parece es mitad de lo que hay y mitad de lo que ponemos nosotros. Hegel reconoció la contingencia del “aquí” y del “ahora”, puntos de vista inevitables para todo ser humano, pero en constante extinción dialéctica. Y con él, la fenomenología de Husserl asumió que el “espacio vivido”, a diferencia del geométrico, no es homogéneo: el cuerpo constituye el “punto cero”, las coordinadas primeras de Merleau-Ponty, al cual vienen referidos todos los acontecimientos. Y de ahí, Ortega trajo a la versión española esa vida como dato radical, como escenario en el que sucede nuestro ser en el mundo, el yo y su circunstancia, decisivamente adscrito a una perspectiva. Manejarnos en el espacio y el tiempo es construir nuestra propia vida.
Y esta vida humana no ha podido evitar verse afectada por lo que al espacio y al tiempo les ha sucedido en nuestra contemporaneidad. Con Einstein los relativizamos, y se tornaron esencialmente inciertos con Heisenberg. A la par, ha ido quedando campo abierto a la deconstrucción, la caída de los grandes mitos de la modernidad, el ocaso de los ídolos, de las grandes promesas, ideologías y absolutos. Entre tanto, la vida humana se ha instrumentalizado, como denunció la escuela de Frankfurt, con un hombre mercantilizado y masificado, pieza del engranaje. Las ciencias externas han ido descomponiendo esta vida humana hasta lanzar la sospecha de que no sea sino una agregación de componentes bioquímicos en cadena, producto del azar y mero medio con el que los genes pelean por su supervivencia. El estructuralismo ha hecho del hombre un aparejo más de las estructuras culturales que, como el lenguaje, lo emplean para materializarse y preservarse. En esa línea, la filosofía de la postmodernidad ha venido predicando la disolución del yo (Foucault a inspiración de Nietzsche), como mero simulacro de pulsiones internas, construcción ilusoria. Y todo ello ha conducido hacia la pérdida de identidad, la angustia del existencialismo de postguerra y de la pérdida de sentido de la postguerra fría, el hombre-consumidor, hedonista, superficial y frívolo.
En este contexto es en el que espacio y tiempo cobran un nuevo significado. Y así, el espacio se transforma, para muchos, en my space, en el esfuerzo ímprobo por construir esa identidad perdida, que busca el calor del ambient awareness, del grupo-estufa virtual; espacio en el que construir un avatar a medida en esa second life, esa identidad, tantas veces vacía de fundamentos bajo la alfombra de una fachada aparente, perfilada con barniz egocéntrico. Un espacio que permite vivir en la periferia del propio ser, sin hincarle el diente a la existencia, en un intento por perpetuar la adolescencia – un filón comprobadamente muy lucrativo. Este espacio es el del hombre de la globalización, el hombre tejido en la red social, conectado con la aldea planetaria y vulnerable más que nunca a efectos mariposa – del nivel insubstancial y pueril que sean. Hombre que a zancadas cubre este nuevo espacio, surcando océanos virtualmente y, más que nunca, a precios de low cost.
No todo es negrura, pues éste es también espacio facilitado para el intercambio constructivo de información, para la internacionalidad, para una conciencia global que acabe, de una vez, con la pobreza extrema; un espacio para el diálogo intercultural, para el ecumenismo, para la superación del caduco modelo Estado-nación y sus fronteras escupe-pateras; espacio para aspirar a la consolidación de una polis global, democracia cosmopolita, que construya racionalmente un modelo ecológico y sostenible que, por fin, regule y establezca las normas y límites del juego económico de los que los especuladores transnacionales no puedan evadirse ni salir impunes. Es un nuevo espacio que recorrer, y que el hombre, curiosamente, sigue midiendo en términos temporales – ayer en singladuras, hoy en milésimas de segundo para alcanzar la pole.
Y es que el tiempo, por su parte, ha conocido una tendencia hacia la filosofía del always on, de la conexión permanente con ese espacio, que ha conllevado, tecnología mediante, una exigencia progresiva de dedicación. Si la agenda del burgués y del campesino del XVIII ya estaba, en gran medida, apretada de compromisos sociales y trabajo, el hombre de la Sociedad de la Información no ha hecho sino exprimir más eficientemente el mismo período de rotación terrestre. Así, con un ejemplo, nuestras relaciones personales a través de las TIC han ido reclamando nuestra atención cada vez más frecuentemente: El antiguo intercambio epistolar, modernizado en el correo postal, se llegó a frecuentar semanalmente con el paso del cartero o la consulta al buzón. Por entonces, los medios públicos de difusión comenzaban ya, y positivamente, a acentuar su frecuencia: El periódico comenzaba a ser diario, independiente o no, de cada mañana. En esto, la llamada telefónica, primero pedida bajo conferencia y después hecha con cierta asiduidad, nos mantenía informados de los distantes. Entonces apareció el email, un sistema no orientado a la conexión, es decir, que no cuenta con la disponibilidad inmediata del interlocutor, y que ha ido traicionando ese origen, demandando más y más atención: empleado a diario en el trabajo y para articular quedadas inminentes entre amigos, poco a poco ha llegado a exigirnos su consulta diaria, porque si no, uno se pierde los planes. Pero esto no ha bastado – ya me he perdido algún plan por ello – porque las redes sociales, que es preciso atender casi al instante, sumada a su integración en terminales móviles al estilo Blackberry o Iphone para expandir el espacio al everywhere, nos han permitido llevar siempre encima el placer-losa de nuestras relaciones personales. El espacio-tiempo se multiplica con Metcalfe. ¿Y nosotros?
La ley de Moore ligaba al tiempo el aumento exponencial de la capacidad de proceso para una misma superficie. Y es que, efectivamente, nuestra capacidad, gracias a la tecnología, ha aumentado, ha relativizado las dimensiones otrora absolutas de espacio y tiempo. Pero, ¿no hay algo de absoluto en el espacio-tiempo, como quisiera Newton, en ese día que a pesar de terremotos como el de Chile sigue teniendo prácticamente las mismas 24 horas? ¿No podríamos reconocer algo que perdura de la clásica mecánica de nuestro propio vivir-pensar-reflexionar?
Ayer también formábamos parte de otras redes, pero este nuevo espacio estructurado decisivamente por el tiempo dedicado a él, gracias a las TIC, demanda una nueva reflexión: Con el tiempo, la frecuencia de acceso y la cantidad de información intercambiada ha crecido a ritmos vertiginosos, lo que nos obliga a considerar el aspecto axiológico que priorice medios y fines. Así, jerarquizamos medios y, de esta forma, nos seguimos encontrando cara a cara para lo más personal e importante; llamamos por teléfono a quienes tenemos más aprecio; recurrimos a un email recordatorio, para ver qué tal; enviamos un sms, guardando aún cierto cuidado e intimidad dentro de una atención breve; subimos un comentario en el perfil de la red social de turno, a veces público, como mera formalidad para felicitar un cumpleaños; o hacemos una perdida – llamacuelga –, información binaria, para notificar algo nimio, ya he llegado, o simplemente, que hoy me acordé de ti.
Pero ¿priorizamos fines? ¿Evaluamos si este nuevo espacio proporciona contenido de peso, información relevante, profundidad en las relaciones? Los lazos débiles que estas redes permiten mantener pueden resultar utilísimos – “amigos” hasta en el infierno –, pero ¿dónde está el límite de esta vida, de este espacio-tiempo humano? Cierto que las TIC nos ayudan a atender y a cuidar un círculo mucho más amplio de amistades y contactos, pero ante la avalancha desproporcionada, tan excesiva que puede superar una razonable naturaleza humana, ¿no están manifestando también cierta paradójica incapacidad de comunicación, de sentimiento de soledad e indefinición de la propia identidad? ¿No es cierto que ese tiempo que puede dedicarse a tanta relación se vuelve mínimo, efímero, y sólo es capaz de intercambiar información superflua? La adolescencia tímida se extiende también entre los que superan los tuenti, y habiendo intercambiado mil mensajes y comentarios, al final, frente a frente, son incapaces de expresarse, de revelar sentimientos en profundidad. Son, como dice un amigo, incapaces de decir “te quiero” a la cara, mientras despilfarran en espacios de mínima intimidad los “tq”.
Ya advertía Aristóteles que el carácter ético atiende al fin que se persigue, y así los medios que nos permiten relacionarnos socialmente tienen un fin bueno, hasta que ellos mismos se convierten en fines. En esa esfera, pueden esclavizarnos – con exigentes incomprensiones si no se atiende al tiempo la ajustada retahíla de portales y perfiles – y degenerar – haciendo insustanciales e irreflexivas las relaciones que deberían hacernos crecer.
Y es que al final, en la era digital, las amistades, las verdaderas, aquellas de las que hablaba Cicerón, no son un número de agregados a un perfil, sino que se siguen contando con los dígitos de las manos.
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Siempre me ha gustado esa asociación entre el êzos griego de donde vendría nuestra ética y su significado vinculado al hábito de donde a su vez viene habitar. Espacio y ética están muy emparentados: en el espacio nos jugamos nuestra forma de ser en el mundo.
De todas formas y al hilo de tu última advertencia, mis juicios de valor no son contra los nuevos espacios per se en los que el hombre seguirá explorando nuevas formas de simbolización, sino contra ciertas prácticas que cuestionan si no hay ciertos límites naturales a nuestra capacidad simbólica, por muy plástica que ésta sea. No se trata de que las TIC sean malas y todo lo predigital sea el referente moral. Depende del uso que se dé a las mismas, en función del fin que se persiga. Los medios multiplican nuestra capacidad, y han de ser bienvenidos por eso, pero ello nos enfrenta a nuevos desafíos y peligros. Nuestro cerebro ha tardado millones de años en evolucionar para ser capaz de asimilar cierto nivel de información o de generar cierto nivel de endorfinas gratificantes asociadas al reconocimiento social. Si por ejemplo creemos que las posibilidades de éste se multiplican, el refuerzo psicológico puede generar adicciones, y hasta ese extremo se pueden dar prácticas poco edificantes y constructivas para nuestras relaciones personales.
Soy un convencido de las potenciales virtudes de las TIC. Sólo advierto, como muchos otros, de que al alterarse con ellas el tiempo y el espacio, exploramos terrenos desconocidos para los que quizá estamos menos preparados – incluso biológicamente – de lo que nos pensamos.
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Una entrada que abre perspectivas muy interesantes de reflexión sobre el mundo actual. Aportaré algunas ideas propias limitándome ahora sólo al espacio; dejaré el tiempo para mejor ocasión.
La palabra latina «spatium» no es suficientemente expresiva del sentido del espacio para el hombre. Lo es mucho más el término que utilizan las lenguas germánicas. Así, la palabra que usa Kant para referirse al espacio es «Raum», que, en alemán, es, desde luego, el espacio geométrico o físico, pero que también tiene el sentido de «habitación», sentido con el que ha tomado la palabra el inglés, con su «room», que, también, en otra acepción no tan corriente, también significa «espacio».
Es decir, el espacio, en el sentido que le dan esas lenguas no latinas no es sino la habitación, el espacio vital, la morada. Significativamente, es también ése el sentido de la palabra griega «êzos», de la que procede «ética», al igual que es evidente el parentesco etimológico de «morada» y «moral».
Estas reflexiones lingüísticas nos sirven para vincular el espacio con el ámbito en el que se mueve cada uno, con el entorno, con las costumbres, los usos, los «mores» en el que cada uno desarrolla su vida. Si esa vinculación entre espacio y morada es evidente en las sociedades tradicionales, y lo fue en Europa al menos hasta la época de los grandes descubrimientos, hoy en día parece haberse roto al hacer su aparición la aldea global a resultas de las nuevas tecnologías de la información y la telecomunicación.
Pero eso sería una falsa impresión. Sea cual sea el concepto de espacio que utilicen los físicos, lo cierto es que, para un animal simbólico como el hombre, el espacio tiene un contenido simbólico mucho más profundo (e inasible por cualquier ecuación de mecánica relativista o cuántica). Honorio Velasco, profesor especialista en Antropología simbólica, en su libro «Cuerpo y espacio», dedica interesantísimas páginas a describir, desde una óptica antropológica, los «lugares» no como espacios físicos, sino como verdaderos espacios simbólicos, fundamentales para la vida humana en comunidad. Y si Kant dio un giro antropológico al conocimiento, en la postmodernidad asistimos a un giro «sociológico» o «cultural», pues el espacio no es ya una forma a priori de la sensibilidad del sujeto individual, sino una forma precomprensiva del mundo proporcionada al individuo por el entorno cultural en el que nace y se cría. El concepto de «no-lugar» de Augé no tiene ningún sentido desde la física, pues lo que no está en ningún lugar no existe físicamente. Pero tiene un sentido enorme desde el punto de vista simbólico como un espacio físico desprovisto del entramado simbólico que constituye todo espacio-morada donde habita el hombre.
Por eso los nuevos «espacios» cibernéticos casi ilimitados a los que se refiere Javier en su entrada, en la medida en que en ellos se desenvuelven seres humanos con su carga simbólica a cuestas, son diferentes de los espacios-lugares tradicionales. Pero no podemos decir, ni mucho menos, que sean espacios deshumanizados: no hay espacios deshumanizados. Lo que ocurre, en mi opinión, es que las nuevas tecnologías de la comunicación dan lugar a nuevos espacios, nuevos lugares, pienso que no menos interesantes que los lugares de los que gustan ocuparse los antropólogos, como, por ejemplo la casa bereber (Bourdieu).
No me precipitaría yo, Javier, en esos juicios de valor sobre lo valioso de las relaciones humanas tradicionales y lo carente de valor de las frías relaciones cibernéticas concretadas en las redes sociales. Un «te quiero» dicho mirándose a los ojos no es más valioso, o no tiene por qué serlo necesariamente, que un «tq» en un WhatsApp. Simplemente éste tiene un contenido simbólico diferente y forma parte de una nueva morada o espacio que poco a poco va sustituyendo a los lugares tradicionales.
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