Incapacidad para ser feliz

Javier Jurado

Hace poco, a propósito de la asignatura de la Religión Católica, el BOE nos anunciaba esto:

image

¿Es antihumanista afirmar la incapacidad del hombre para alcanzar por sí mismo la felicidad? Creo que cabe una lectura filosófica que contextualice esta polémica frase.

Esta publicación ha generado sin duda bastante polémica. En primer lugar, por lo chocante de hallar semejantes contenidos en el BOE de un Estado que se pretende laico. Sobre ello, sin querer detenerme más, simplemente diré que es algo me resulta bastante impropio. Sin embargo, quiero centrarme en el acicate que ha alimentado la polémica a propósito de la frase señalada como criterio de evaluación:

«Reconocer la incapacidad de la persona para alcanzar por sí mismo la felicidad.»

Sin duda es comprensible que se haya hecho carne de cañón en diversos medios y redes sociales con esta expresión aparentemente tan poco humanista. Pero creo que cabe una reflexión filosófica sobre lo que la teología en este caso católica está trayendo aquí.

Sin duda habrá quienes entiendan que retomar semejante sometimiento es impropio de sociedades adultas que ya vivieron la transición hacia la modernidad, y abandonaron el teocentrismo medieval por la consideración de que el hombre, con todas sus capacidades y vicios, es dueño de su destino. Pero creo que es necesario desengañar a quienes hacen una lectura simplista de la afirmación, criticándola como si se tratase de una postura puramente antediluviana. En realidad es una tesis, que puede ser criticada, pero que no está desprovista de reflexión y de experiencia.

Un pensador de origen marxista pero bajo la influencia del catolicismo, como Kołakowski, nos ha recordado que el asunto de la perfectibilidad absoluta no es trivial ni menor. La ingenuidad que ignora la labilidad humana, en palabras de Ricoeur, su fragilidad, su inevitable y repetida incursión en el error, en la desviación, en el pecado desde el punto de vista teológico, se ha envalentonado en formas totalitarias que creían factible la perfección.

L. Kołakowski

Desde el Renacimiento, la conciencia moderna fue progresivamente considerándose dueña de su destino, y significativamente a partir del siglo XVIII, hizo de la historia el camino para la construcción plausible de su felicidad absoluta. La filosofía de la historia, de raigambre ilustrada ya quiso observar en el devenir de los acontecimientos una racionalidad, que conducía a un progreso de la civilización.

Así Voltaire, que había ridiculizado los intentos de la teodicea por justificar el terremoto de Lisboa, interpretaba sin embargo la historia bajo la directriz de un progreso liderado por la ciencia, la moral y las leyes y obstaculizado por la superstición y las guerras. Schiller llegó en este sentido a interpretar a todo estadio anterior a la Revolución francesa como un pasado inferiorHegel sin duda fue un hito al sistematizar una optimista filosofía de la historia capaz de asimilar a la luz de una “astuta razón” los acontecimientos más cruentos de «la carnicería» en que había consistido la historia. Esta astuta razón habría conducido el progreso zigzagueante hacia la libertad, desde la Antigüedad, pasando por la Revolución Francesa, hasta la Prusia postnapoleónica de su tiempo.

Cuestionando esta condescendencia con el statu quo, Marx tomó el relevo incidiendo en la dimensión de la praxis y el deber transformador de la realidad. Por ello, en este proceso de aceleración su figura fue catalizadora, sobre todo para quienes actuaron en su nombre, llevando la filosofía de la historia al paroxismo de postular, no ya que ese horizonte de felicidad absoluto era plausible, sino que ni siquiera dependía del hombre: El hombre no sería sino un producto de las circunstancias históricas, a su vez resultantes de los condicionamientos económicos, de forma que no habría nadie racional que pudiera oponerse al decurso de esta Historia Universal hacia el reino de la libertad y de la paz. En su lugar, sólo cabría acelerarlo, lo que hizo que muchos tomasen esta misión sin escrúpulo, eliminando a los enemigos de clase, facilitando la domesticación tecnológica de la naturaleza y llegando incluso al exterminio del propio hombre si ello lleva la historia a su fin. No hay que perder de vista que incluso el totalitarismo nazi fue nazionalsocialista, como apuntó Ludwig Von Mises.

En definitiva, los ideales renacentistas dibujados sobre todo como referentes morales al estilo de Utopía de T. Moro, La Ciudad del Sol de Campanella o La Nueva Atlántida de Bacon, dieron paso progresivamente a construcciones teórico-prácticas, desde las experiencias de los hospitales-pueblo de Vasco de Quiroga o las misiones guaraníes de los jesuitas en América hasta las propias del socialismo científico como los falansterios de Fourier, o los proyectos de la ingeniería social. Poco a poco, sobre todo desde finales del siglo XVIII,  se hizo de la historia un bien disponible, como apunta Koselleck: no se trata ya de vivir como experiencia y narrar retrospectivamente la historia, magistra vitae, sino que a partir de la Ilustración la historia se concibe como factible, puede hacerse. Parecía plausible modelar el futuro a nuestra medida, avalados además por la mejor de las intenciones humanistas y la clarividencia de las certezas científicas y morales más persuasivas alumbradas por la razón.

mision-jesuitica-san-ignacio-velasco_lrzima20130829_0045_11

Este mito Ilustrado se vio reforzado con el progreso de la ciencia que deslumbró durante el siglo XIX. Y a partir de ahí, los delirios especulativos de estas encomiables intenciones trajeron consecuencias por todos conocidas que fueron enormemente desastrosas y que explican en buena parte el desencantamiento postmoderno con las promesas ideológicas. Popper señaló con énfasis en La sociedad abierta cómo los crímenes contra la humanidad de los totalitarismos se perpetraron en nombre de la utopía. Por su parte, la Dialéctica de la Ilustración de AdornoHorkheimer puso un contrapunto de cordura al encomiable pero ingenuo proyecto ilustrado transido por la razón instrumental. La famosa undécima tesis de Marx sobre Feuerbach, matizada después por Engels, había proclamado revolucionariamente: Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kömmt drauf an, sie zu verändern (Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo). A la luz de los acontecimientos del siglo XX, Marquard invirtió los términos al decir que los filósofos de la historia se preocuparon por transformar el mundo en lugar de preservarlo.

Ciertamente, como ha apuntado K. Löwith, los tópicos de la filosofía de la historia sobre el progreso, las manos invisibles, la astucia de la razón, el sentido global y la teleología pueden interpretarse como una suerte de traducción terrenal de los conceptos teológicos respectivos (providencia, escatología, reino de Dios,…). Pero como ha apuntado Kołakowski, la religión mantenía al hombre bajo una subordinación ontológica radical con Dios. Todo proyecto humano tenía su límite con la voluntad, con el absoluto de Dios, único garante y sostenedor de la realidad y de la historia. Pero, aún más, para Kołakowski, el cristianismo insemina en la cultura europea una tensión y una perspectiva falibilista y escéptica descartando la herejía pelagiana, la tendencia que proporciona argumentos en favor de la tesis de que el mal es en principio erradicable. Con el proceso de secularización, y la proclamada muerte de Dios, el hombre moderno dejó de manejar límite alguno a su perfectibilidad. En cierta forma, y no sólo en el terreno ético, Dostoyevski apuntaba a esto mismo cuando como es conocido decía que «Si Dios no existe, todo está permitido». Por eso Kołakowski efectúa una reivindicación del diablo, de la conciencia del mal. Pues a la tradicional incredulidad en él del ateísmo se suma el hecho de que el proceso de secularización ha fomentado el impulso de un marketing doctrinal más estilizado de la fe cristiana que lo esconde o ignora. Para el polaco, sin embargo, es necesario el demonio, como personificación del mal, en la medida en que es culturalmente indispensable. Tiene una función heurística guía y límite que nos disuade de toda tentación totalitaria.

Aun desde una óptica más optimista, esta tensión inevitable se observa en los cristianos de corte progresista, en los que siempre existe un desgarro interior: Por un lado se entregan a la lucha por la plausibilidad de la utopía del Reino de Dios, bajo la óptica humanista y altermundista; pero por otro lado han de reconocer que la fe cristiana sostiene la limitación en última instancia de todo proyecto humano y su radical dependencia de Dios, soberano sobre la realidad y la historia, y del que es imposible erigirse como infalible y definitivo portavoz.

Regresando al dichoso BOE, desde luego, es difícil negar que la redacción de la mentada frase es poco inteligente desde el punto de vista político e incluso de marketing. Pero no debe extrañar por su contenido de fondo y la doctrina que la teología sostiene. Lo que se sostiene es la tesis de que la felicidad absoluta no es humanamente alcanzable. Refuerza mi interpretación el hecho de que, en el mismo texto, cuando en la siguiente columna se habla de los estándares de aprendizaje evaluables entre ellos está el de que el alumno ha de poder ser consciente de los momentos en que se ha sentido feliz. Es decir, la teología no niega la posibilidad de que la persona tenga experiencias de felicidad, pero previene frente a la ingenuidad autosuficiente, más aún si es en la soledad del individualismo que fomenta nuestra sociedad actual. Podrá ser discutible, como todo, pero no desde una interpretación simplista. Aunque, claro, un debate sobre la perfectibilidad absoluta del ser humano no tendría el mordiente mediático que ha tenido la polémica, mucho más ávida de consignas facilonas y provocativas.

Puntos de apoyo

R. Koselleck, «Futuro pasado»

A. Gómez Ramos, «Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía de la historia»

J. H. Sebreli, “¿Una filosofía de la historia?”

L. Kołakowski, «Si Dios no existe…»

11 comentarios en “Incapacidad para ser feliz

  1. Pingback: Buenos o malos por naturaleza: una luz desde la biología | La galería de los perplejos

  2. Pingback: El poder de la nostalgia | La galería de los perplejos

  3. Pingback: El Discurso de Rousseau (I): El buen salvaje y el amor propio | La galería de los perplejos

  4. Pingback: El problemático retorno de lo sublime | La galería de los perplejos

  5. Pingback: La persistencia del eje político izquierda-derecha (3/4) | La galería de los perplejos

  6. Pingback: La persistencia del eje político izquierda-derecha (2/4) | La galería de los perplejos

  7. Pingback: Despierta de Ismael Serrano: Una lectura filosófica | La galería de los perplejos

  8. jajugon Autor

    Con lo de “pensamiento desiderativo” simplemente me refería a que no veía en este texto del BOE dónde se aparecía ese Estado del bienestar (EB en adelante) manifestado como secularización del Dios providente. Al no verlo, sostenía que deseabas ver algo que no estaba para reafirmar tu propia tesis, y desviaba un tanto el asunto de la entrada. Por eso decía que no pretendía entrar en un tema político recurrente, pero lo haré, aunque sea brevemente.

    Creo que es necesario subrayar que identificas el Estado con el EB cuando evidentemente no son lo mismo, y eso te permite introducir este tema que sigo pensando que no se traslucía en el texto que he traído hasta aquí. Pues es una cuestión bien diferente el que el Estado efectivamente se pronuncie en el BOE de forma valorativa, con pronunciamientos éticos materiales, como criticas dentro de tus habituales planteamientos de corte liberal. Pero a este respecto, sólo puedo decir que, dado que el Estado legisla, es imposible que dicha legislación no sea valorativa. Al legislar, el Estado materializa en las leyes la voluntad popular que es siempre valorativa, y para apuntalar y mantener su propia legitimidad, es comprensible que haga introducciones semejantes que traten de explicar a la ciudadanía qué consenso valorativo fundamenta dicha ley. Eso no está vinculado con la providencia del Estado bajo la forma del EB. Otra cosa es que para algunos fuera deseable que no se adornase tanto de fundamentaciones ni legitimaciones morales, y fuera más austero y formal en dichos pronunciamientos. Pero asumiendo que entre personas razonables las discrepancias suelen darse en los matices, entiendo que la introducción deseable de este tipo de argumentos en un texto legislativo es una cuestión de grado.

    Por otra parte, y entrando aunque sea someramente en la tesis filosófico-polítca que traes aquí, mucho podríamos debatir sobre el papel de simulacro o no del EB. Si no entiendo mal tu tesis, que ya en otras ocasiones hemos comentado, está construida bajo la impresión de que la población percibe el EB como un estado de cosas dado, gratuito, y administrado por el poder que se legitima sólo cuando lo hace crecer y lo extiende con más subsidios y prestaciones. Es una tesis tan respetable como discutible pues, si bien es cierto que sin duda habrá personas que así lo consideren, sería ingenuo pensar que la mayoría de los ciudadanos ni sienten ni padecen los impuestos que pagan, no se preguntan en consecuencia adónde van, y que los que sí lo hagan serán incapaces de asociarlos en gran medida al sostenimiento del EB. Cuando se habla del “imaginario de los ciudadanos” con tal rotundidad como lo haces, como si en él no hubiera matices, no debe obviarse que ese mismo relato que hace uso de él no deja de alimentarse de otros simulacros. Y que podrían construirse otros muchos relatos sobre los mismos “hechos” que, como bien sabes, nunca son tales, sino interpretaciones que seleccionan los elementos de la realidad que más respaldan a dichos relatos. En este sentido, otros podrían construir un relato paralelo, como por ejemplo:

    “El colapso económico financiero mundial es el resultado del laissez faire que las democracias liberales de occidente consintieron para intentar paliar su incapacidad para competir en la economía real con los países emergentes tras la llegada de la globalización, dando lugar a una burbuja de especulación apalancada que acabó estallando. De forma que la crisis económica provocada por esta especulación dinamitó una economía que, como otro simulacro, estaba fingiendo su solidez. Los que se tenían por grandes liberales argumentaron que, para evitar males mayores, el Estado debía ir en el rescate de sus mismos grupos financieros, cuyos desmanes acabamos pagando entre todos al socializar sus pérdidas. Por otro lado, el estallido de esta economía ficticia impactó sin duda, vía impositiva, en la capacidad de recaudación del Estado, y por tanto, argumentan algunos, en la sostenibilidad del EB, sin olvidar que esa sostenibilidad depende no sólo del diseño y la racionalización del EB sino también de la política fiscal que lo sostenga. Y ésta ha permitido que los niveles de desigualdad en la inmensa mayoría de los países europeos haya aumentado, especialmente en aquellos con una política fiscal socialmente más injusta. El resultado es que se han acabado pagando rescates bancarios multimillonarios, bajo el pretexto de no hacer colapsar el sistema, en contraste sin embargo con los recortes en el EB que todos conocemos, vendidos como forzosos. Los bancos probablemente no devolverán lo que se les prestó, como reconocen abiertamente, mientras que a los Estados, como Grecia, se les exige que devuelvan hasta el último céntimo de su deuda pública (engordada por los propios rescates financieros). La crisis política en multitud de países europeos se deriva precisamente de la imposible conciliación entre capitalismo global y democracias nacionales cuyo poder asimétrico cuestiona la capacidad de éstas para gestionarlo. La crisis política revela una crisis más profunda, que muestra el choque entre la pérdida de valores compartidos que incentiva la competitividad del sistema capitalista y el núcleo de valores compartidos imprescindible para el sostenimiento de las propias democracias, consenso esencial que controle los desmanes del mercado libre. Las democracias no serán tales hasta que se desliguen de su base puramente capitalista, sostienen algunos. Al menos está claro que hasta que no exista una democracia global a la altura de un capitalismo global, no habrá posibilidad de poner un freno razonable al desenfreno insaciable de un sistema sistemáticamente llamado a aumentar sus beneficios aprovechando todas las oportunidades que un mundo heterogéneo le ofrezca”.

    No pretendo con este relato entrar en debatir los fundamentos que lo pueden sostener, o sus elementos más discutibles. Sólo pretendo revelar que tu tesis está construida sobre una simplificación de la realidad, excesiva en mi opinión, y que forma parte de otro relato, igualmente cargado de simulacros. Cada cual es libre de edificar el relato que quiera, aunque debe ser consciente de que no es más que un relato, y que por tanto debe ser tan crítico con él como el cuerpo le pide serlo con el de los demás.

    Pero, efectivamente, volvamos al núcleo de la cuestión. No sé por qué dices que mi tesis es que el texto del BOE no comienza con la premisa de que todos los hombres buscan la felicidad. El cisne negro no sería un hombre que no buscara la felicidad, sino uno que la hubiera encontrado. En ese escenario, sostengo que no podemos deducir nada. Si la teología actual sigue sosteniendo la tesis de que todo hombre busca la felicidad, no lo hace bajo la universalidad fuerte en el sentido aristotélico del término, sino bajo la cautela de su conocimiento posible, de su conjetura, siempre a la sombra de un Dios que está por encima de todo razonamiento humano. Esa tesis es sostenida junto a otras como la de la libertad humana que, de forma incomprensible, es compatible con la omnipotencia divina. De forma que Dios no dejaría de serlo porque a alguien le trajera al fresco el Paraíso. Y como esto, también podríamos alargarnos sobre las especulaciones teológicas sobre el estado en el que la voluntad humana entraría ante la presencia del que, como decía Santa Teresa, “sólo basta”. Pero no creo que tenga mucho sentido, ni quiero al menos de momento, adentrarme en más cuestiones de teología.

    Me gusta

  9. jesusmmorote

    No sé si has entendido bien lo que dije al principio de mi respuesta, Javier, porque no alcanzo a comprender en qué sentido mis palabras puedan reflejar un «pensamiento desiderativo». ¿Qué puede ser eso que yo deseo (mi «desideratum»)? Aunque, desde Freud, ya se sabe que muchos deseos no son conscientes y, por tanto, permanecen ocultos al propio sujeto, y quizá tú has descubierto esos deseos escondidos que yo no soy capaz de percibir en mí mismo.

    Mi tesis es que el «Estado del Bienestar» es un simulacro, una imagen de una realidad inexistente, una imagen de otra imagen, que ha tenido y todavía parece que tiene la funcionalidad en nuestras sociedades occidentales de ofrecer un fundamento, en el imaginario de los ciudadanos, de legitimación para el poder (lo que permite el mantenimiento de éste). Y me parece evidente que la eficacia de dicho simulacro procede directamente de una idea tradicional en las sociedades occidentales: el mito de la Providencia o del Dios Providente. El Estado del Bienestar es una versión laica de esa tradición religiosa: el Estado ha sustituido a Dios como imagen de un ser sobrenatural que vela por nosotros desde lo alto. Naturalmente, nadie está obligado a compartir esta interpretación mía, pero creo que no se puede negar su fundamento. De hecho, cuando, a consecuencia del colapso económico y financiero mundial a partir de 2007, se manifiesta que ese Dios laico no era tal, que ha abandonado a sus pequeñuelos y se ha puesto al servicio del mantenimiento del poder y de las grandes corporaciones financieras que se benefician de su existencia, se ha producido una crisis política importante en muchos países europeos. Al final resultaba que éramos nosotros los que proveíamos (con muy buenos emolumentos, por cierto) a los detentadores del Estado del Bienestar y no éstos a nosotros.

    Ese juego de simulacros políticos no puede dejar de tener reflejo en el BOE, como también afirmé en mi comentario, porque todo simulacro tiene sus expresiones lingüísticas coherentes con él y las leyes no son las menos importantes de ellas. No hace falta ir muy lejos; el último Decreto-ley aprobado por el Gobierno, y publicado en el BOE el pasado viernes, día 1 de mayo de 2015, empieza así: «El deporte ha sido considerado tradicionalmente un medio apropiado para adquirir valores de desarrollo personal y social; afán de superación, integración, respeto a la persona, tolerancia, acatamiento de reglas, perseverancia, trabajo en equipo, superación de los límites, autodisciplina, responsabilidad, cooperación, honestidad, lealtad, etc. Todas ellas son cualidades deseables por todos y se pueden conseguir a través del deporte y de la orientación que los profesores, entrenadores y familia le den…». ¡Y eso en una norma que tiene por única finalidad repartir los derechos audiovisuales entre los clubes profesionales de fútbol para equilibrar el gasto en fichajes de estrellas del balompié! Repartiendo el dinero entre los clubes, el Estado se arroga el ser el paladín de valores como la honestidad o la lealtad, apoyando en su tarea a profesores, entrenadores y familias. ¡Qué sería de la honestidad y la lealtad si el Gobierno no repartiera los derechos televisivos del fútbol!

    Volviendo al núcleo de la cuestión, me sorprende que tu tesis sea que el texto del BOE sobre enseñanza de la religión católica no comience por la premisa de que todos los hombres buscan la felicidad. Naturalmente, yo, desde mi «nominalismo», no voy a sostener que el hombre tenga ningún rasgo esencial; pero la Iglesia sí lo afirma. Si no lo afirmara, todo el argumento explicitado en el BOE se vendría abajo. Si hubiera alguna vez algún hombre que no buscara la felicidad (un cisne negro, como dices tú), Dios tendría un problema, pues Su existencia sería perfectamente inútil (conforme al argumento de la Iglesia Católica) para ese hombre. Ese hombre que no busca la felicidad, al que le trae al fresco el Paraíso, no necesita a Dios. Y Dios, por definición, tiene que ser necesario; se supone que universalmente necesario. Si se moviera aunque fuera una brizna de hierba fuera del control de Dios, éste pasaría ya a la categoría de Demiurgo, de dios menor, y eso no es lo que dicen ni la doctrina de la Iglesia, ni el BOE.

    Finalmente, es evidente que no tenemos, tú y yo, el mismo concepto de «deseo», de «volición» o de «voluntad». Dices: «un hombre podría hallarse en plenitud ante Dios, sin más volición que la de seguir experimentando dicha felicidad». Ahí no hay voluntad alguna: permanecer en un estado no es un objeto de la voluntad tal y como yo la concibo; eso es mera conformidad con lo dado. Para que haya voluntad ha de haber posibilidad de elección, dos estados posibles y valorativamente «indiferentes»; elegir entre ser feliz (seguir siendo feliz en tu ejemplo) y no serlo no es una elección. Es como si me dices que es un acto de voluntad no cortarse una mano y preferir seguir teniéndola («coeteris paribus», naturalmente).

    Le gusta a 1 persona

  10. jajugon Autor

    Aunque estemos de acuerdo en la extravagancia de este contenido en el BOE de un Estado que se pretende aconfesional, en mi opinión, de este texto no se puede decir, sin demasiada laxitud, que el Estado del Bienestar se manifieste en él de forma alguna como el nuevo Dios providente. Hay más de pensamiento desiderativo por confirmar tus propias tesis, Jesús, que de realidad para fundamentarla.

    Pero por evitarnos entrar en un tema político recurrente, me voy a limitar a responder a tu crítica a la incongruencia del texto. Con ella nos adentramos ya en cuestiones de índole teológica. Vaya por delante que en estas cuestiones nunca puede obviarse que mediando Dios omnipotente, aunque sea como problema, todo puede ser posible, incluso más allá de nuestra lógica. No obstante, y ciñéndonos a lo humanamente concebible, creo que das un paso muy cuestionable en tu razonamiento.

    Dices que afirmar que todo hombre busca la felicidad constituye un universal que se convierte en un rasgo esencial suyo, una condición necesaria de ser hombre. Pero sobre ese salto hay mucha tela que cortar. Siguiendo a Popper, podemos creer que la blancura de los cisnes es universal en ellos, pero ante el hallazgo de un cisne negro sólo podremos concluir no sólo que no era universal sino que, desde el principio, no era necesario ser blanco para ser cisne. ¿Podemos afirmar que es imposible encontrar un cisne negro? Como bien sabes, el carácter estrictamente universal de tipo aristotélico es una noción hoy por hoy caduca, a merced de la provisionalidad de todo nuestro conocimiento, y el pragmatismo con el que inevitablemente forjamos nuestros conceptos. O dicho de otro modo en nuestro caso: podemos considerar que el hombre puede ansiar la felicidad; podemos sostener que nunca podrá lograrla por sí mismo; pero no nos impide lógicamente plantearnos la posibilidad de que pudiera alcanzarla sin dejar por ello de ser hombre. Como no hay antecedente sobre lo que esa felicidad absoluta supondría, no puede afirmarse que exista una incongruencia. Un hombre podría hallarse en plenitud ante Dios, sin más volición que la de seguir experimentando dicha felicidad, si se me permite la licencia de hablar en términos temporales en un ámbito que la teología especula como supratemporal.

    Por tanto, no es imposible un Dios humanista cuyo Reino consista en llevar a su máxima expresión la semilla de felicidad que sembró en la vida humana, en la que se disfruta de experiencias parciales, participativas de aquella felicidad, en el sentido agustiniano-platónico si se me permite. Otra cosa, ciertamente, es que afirmar con rotundidad e inevitabilidad esa felicidad absoluta prometida pueda ser un elemento que aliene al hombre que conocemos, opio narcotizante. Pero parar criticar esto, no creo que podamos recurrir a esta pretendida incongruencia.

    Me gusta

  11. jesusmmorote

    Desde luego, depende de los círculos que uno frecuente la valoración social que uno crea haber percibido acerca de ese texto publicado en el BOE. En lo que a mí respecta, no parece haber sorprendido tanto esa declaración acerca de la incapacidad del hombre para ser feliz como la aparición de tales contenidos en el Diario Oficial cuya función parecía ser publicar normas legales y no declaraciones metafísicas unidas a sermones morales. Por mi parte, tengo que reconocer que me produce cierta satisfacción la confirmación de una tesis que vengo sosteniendo hace algún tiempo, que Dios, ese Dios providente que velaba en los tiempos antiguos por los pajarillos y vestía a los lirios del campo que ni hilan ni cosen, ha sido sustituido en nuestros tiempos modernos por el Estado del Bienestar y sus todopoderosos dirigentes que manejan haciendas ajenas de forma providente, desinteresada y digna de devoción. Si mi tesis es cierta, era cuestión de tiempo que el frío y burocrático Boletín decimonónico se convirtiera en una Tabla de la Ley descendiendo del Sinaí, en correspondencia al rol asumido por el Estado contemporáneo. Lo que resulta perfectamente representado en este texto que nos comenta Javier Jurado.

    La sorpresa con que ha sido recibida esa publicación en el BOE no es sino reflejo de una enorme inconsistencia, la de que en un Estado contemporáneo se acoja la Religión, y específicamente en España la Católica, como asignatura de los planes de estudios. No quiero decir que los niños no deban recibir una educación moral y religiosa, entendida la religión en el sentido amplio de trato con la muerte, sino que tal tarea debería ser cumplida en el ámbito doméstico y familiar y no en la Escuela oficial. Al no ocurrir así en España, el encaje de esa «asignatura» en los planes de estudios resulta problemático y da lugar a anécdotas chuscas o extravagantes, como la de esta publicación del BOE.

    Yendo ya al fondo de la cuestión, estoy de acuerdo con Javier Jurado en que no hay nada de sorprendente en la afirmación de la incapacidad del hombre para ser feliz, aunque, como dije al principio, no creo que afirmar eso haya sido lo que ha levantado revuelo acerca de tan extravagante medio (el BOE) de afirmarla. Lo que yo observo es una manifiesta incongruencia en el texto publicado, en especial en la columna central de la imagen que encabeza el post, titulada «criterios de evaluación», que parece desarrollarse mediante un proceso argumentativo, con numeración de los pasos de dicho proceso.

    La afirmación 1, que actúa de primera premisa, que el hombre tiene «el deseo de ser feliz», difícilmente puede ser discutida. Salvo muy escasas excepciones, es un tópico desde la más remota antigüedad filosófica que el fin que busca el hombre es la felicidad. Pongamos ese enunciado bajo un formato más apto para el razonamiento lógico: «Todo hombre busca la felicidad». Al tratarse de enunciado universal, lo que ahí se afirma es que es un rasgo esencial de la «humanidad» el deseo de felicidad: que ésa es una condición necesaria del «ser hombre».

    La segunda premisa nos dice que «ningún hombre puede obtener por sí mismo la felicidad». Es más dudosa la naturaleza lógica de esta afirmación. Podría interpretarse como un enunciado particular negativo: «no se conoce hombre alguno que haya alcanzado la felicidad»; o como un enunciado universal: «todo hombre es incapaz de alcanzar la felicidad por sí mismo».

    Pero no es eso lo relevante, sino la incongruencia, en base a esas premisas, de afirmar lo que sigue, los enunciados 3 y 4, o lo que se afirma en la columna izquierda, «Contenidos»: que Dios quiere la felicidad del hombre y se la acaba concediendo en el Paraíso (que habrá que entender aquí no como Edén original, sino en el sentido que usó Jesús en la cruz cuando se dirigió a San Dimas, que agonizaba a su lado).

    Lo incungruente es que, siendo el deseo o búsqueda de felicidad un rasgo consustancial al hombre y, seguramente también, que es igualmente consustancial a éste que no pueda alcanzarla, se proponga que Dios puede dar al hombre felicidad sin que éste deje de ser tal hombre. Eso es imposible, pues si el hombre alcanzara la felicidad, dejaría de desearla y buscarla y, entonces, ya no sería hombre.

    En efecto, ¿podemos concebir a un hombre sin deseo, sin volición? Y para que exista ese deseo y esa volición, el hombre tiene que ser un ser insatisfecho. El Paraíso disuelve al hombre, lo priva de su misma humanidad. Lo que pueda haber en ese Paraíso publicitado por el BOE no lo sabemos, espíritus angelicales, entes puros, pero, desde luego, no hombres.

    No quiero que se entienda lo anterior como una impugnación de Dios; no es eso de lo que trato ahora. Quiero que se entienda como una reflexión sobre que el papel de la religión en la vida del hombre no puede ser el que se le asigna en el BOE. Como mucho puede el hombre ver en Dios un consuelo en su labilidad (Javier nos cita a Ricoeur a este respecto); pero el Paraíso tendrá que quedar siempre como algo irreal, ideal, ilusorio y no puede ser afirmado si no es al precio de despojarnos de nuestra propia naturaleza humana. Es imposible, y en eso discrepo de Javier Jurado, un Dios que prometa el Paraíso y sea, a la vez, humanista, porque el Paraíso es, esencialmente, inhumano.

    Me gusta

Deja un comentario