Javier Jurado
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El crecimiento de la actividad científica en los últimos siglos, y especialmente en las últimas décadas, ha sido espectacular. Su éxito en la aplicación técnica al servicio de muy diferentes esferas humanas (fabricación, alimentación, energía, industria, medicina, guerra, comunicaciones,…) convirtió a la Revolución Científica de los heterodoxos renacentistas como Galileo en la punta de lanza del desarrollo moderno. El prometedor progreso de la ciencia de los siglos XVIII y XIX siguió creciendo exponencialmente a lo largo del XX, y a pesar de su utilización éticamente sospechosa en los grandes conflictos de esta centuria, su contribución al servicio del desarrollo de la civilización ha sido determinante.
Sin embargo, al alcanzar los albores del siglo XXI, en los que siguen surgiendo avances científicos tan espectaculares como los recursos que socialmente dedicamos a hallarlos, cabe preguntarse ¿puede ser que la ciencia esté tocando techo?


cierta incomodidad ante la reduccionista denominación de “ciencias sociales y jurídicas” debido al sesgo hacia las metodologías científicas que dicho nombre presupone en el análisis de las materias abordadas. Las verdades del arte o de la historia han quedado relegadas al plano de lo subjetivo, de lo incierto. Las ciencias sociales están aquejadas de dicha vorágine cientificista. Sin embargo, encuentran problemas para la aplicación de esquemas hipotético-deductivos tales como la mutabilidad de su objeto o que el sujeto observador forma parte de la realidad observada. A las ciencias sociales les interesan cuestiones como el dilema subjetividad-objetividad, el peso de lo ideológico, la ética o la apertura del lenguaje, que requieren ir más allá del método científico.
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