Del rigor en la Ciencia

Jesús M. Morote

Es algo patente que no hay una «gran Filosofía» en lengua castellana. Sin embargo, no es menos cierto que esta ausencia se ve colmada, en parte, por la disponibilidad de excelentes traducciones de obras filosóficas escritas en otras lenguas y por la abundancia de magníficos poetas y escritores que, no de forma inusual, han aplicado sus dotes artísticas a profundos pensamientos que han quedado recogidos en sus obras literarias.

Por ejemplo, Jorge Luis Borges, que escribió, entre otras narraciones y ficciones, esta obra maestra de concisión, pues compendia en miniatura toda una profunda reflexión acerca «Del rigor en la ciencia».

En el minuto y medio que dura la lectura por el propio Borges de su pequeño relato se expresa con enorme concisión y energía el problema del conocimiento científico. Éste pretende describir la realidad del mundo bajo todos sus aspectos. Pero ese programa de exhaustividad, cuanto más conseguido, más se va alejando de lo que pudiera ser una explicación del mundo para acabar convirtiéndose, en el límite, en una réplica del propio mundo. Los geógrafos del Imperio de Borges, en su meticuloso afán por reproducir en sus mapas hasta el más mínimo detalle del mundo real representado, acabaron por crear un mapa tan grande y detallado como el propio mundo cuya imagen pretendía ser. Y eso lo convertía en absolutamente inútil.

Borges recoge lo mismo que, en relación con la Historia en vez de la Geografía, ya advirtió Lévi-Strauss: una Historia que pretenda recoger todos los hechos ocurridos, se autocancelaría; ya no sería una Historia, sino unos sucesos determinados repetidos de nuevo. Lévi-Strauss explica, como tácitamente hace Borges, que el científico tiene que seleccionar. Tiene que escoger ciertos hechos, los que él considera relevantes, y tiene que dejar de lado otros, los que él considera irrelevantes. Y ¿cuáles son los criterios para decidir qué es relevante y qué no? Eso se escapa del ámbito de la ciencia y entramos de lleno en el campo de la Filosofía. O, según Lévi-Strauss, en el de los mitos.

Todo ello es plenamente aplicable a todas las ciencias. Todas ellas necesitan una interpretación del mundo previa que decida qué conceptos y datos se van a manejar y cuáles no, y los criterios que se van a utilizar para decidirlo.

Resulta, por tanto, ingenuo, creer que la ciencia es tanto más perfecta cuanto más Copérnico 1exactamente representa la realidad. Toda representación es una imagen infiel de la realidad. De hecho no faltan precedentes en los que modelos teóricos menos «exactos» han prevalecido sobre otros más exactos, simplemente porque se adecuaban mejor al signo de los tiempos. Un caso ejemplar es el modelo copernicano del Universo. Como es sabido, frente a la tradición científica precedente, Copérnico diseñó un sistema solar en el que el centro alrededor del cual se movían el resto de los cuerpos celestes no era la Tierra, sino el Sol.

Sin embargo, el modelo copernicano predecía los movimientos de los planetas de forma todavía más inexacta que el modelo precedente basado enCpérnico 2 Ptolomeo. Efectivamente, las órbitas circulares de los planetas alrededor del Sol que concibió Copérnico no describen adecuadamente su movimiento. Eran más precisas las del modelo ptolemaico. Así que hubo que añadir correcciones al modelo de Copérnico.

El éxito del modelo copernicano no se debió a su exactitud, sino a su sencillez, aparte de resolver algunos problemas incómodos del modelo ptolemaico. No era aquél más exacto que éste, pero sí más sencillo y, por lo tanto, con mayor potencial de desarrollo científico posterior. Pero tampoco hay que desdeñar la influencia del neoplatonismo y de su afición hacia el culto solar, incluyendo la idea de la imperfección de lo terreno y sublunar frente a la perfección astral, para hacer más aceptable el cambio del centro del Universo desde nuestra Tierra a un punto exterior a nosotros.

El problema del modelo de Copérnico es que seguía estando preso del «mito del círculo» como figura geométrica perfecta. A nadie se le ocurría que los astros, ese dechado de perfección divina, pudieran tener un movimiento irregular o deforme. Pero como seguían sin cuadrar los cálculos, Kepler diseñó un nuevo modelo, renunciando al círculo, conformándose con un second best, la elipse, como forma canónica para las órbitas planetarias.Kepler

Hoy en día, sin embargo, eso sólo puede considerarse una aproximación, a la que poco conviene el pomposo título de «leyes de Kepler» con el que se conocen las hipótesis del astrónomo alemán. No obstante, quedaron durante siglos como nueva muestra de los movimientos armónicos de los astros, regidos por la inmutabilidad de leyes matemáticas.

Fueron aquéllos unos años de gran actividad intelectual que cambiaron el pensamiento occidental. El gran reto que se afrontó fue el de hacer caer modelos tenidos por perfectos para, a continuación, sustituirlos por otros que, si no podían competir en perfección con los prejuicios heredados desde la antigüedad, por lo menos pudieran seguir manteniendo el mito de la perfecta cognoscibilidad y manejo del Universo por el hombre. Para ello era esencial que el Universo se adaptara a las formas geométricas descritas por las Matemáticas.

Otro ejemplo: la perfección matemática de la Música, que era vista como una rama más de las Matemáticas. Se atribuye a Pitágoras el descubrimiento de la relación matemática de las armonías musicales.Pitágoras

Si se toma una cuerda (o un tubo para soplar) de una determinada longitud, se obtiene una nota musical; si se toma la misma cuerda (u otro tubo) en la mitad de la longitud anterior, se obtiene la octava superior de la nota anterior. Cuanto menor sea el número por el que se divide la cuerda, más armónica es la relación entre la nota original y la nota obtenida. Así, de mayor armonía a menor tendríamos:

1 – Unísono

2 – Octava

3 – Quinta

4 – Cuarta

5 – Tercera mayor

6 – Tercera menor

Etc.

De hecho costó bastante aceptar la tercera como un intervalo armónico.

La imperfección del mundo sensible, sin embargo, frente a la perfección matemática, se manifestaba al encontrarse los músicos de la época con un molesto inconveniente. Si vamos sacando quintas justas sucesivas desde un sonido, deberíamos alcanzar en algún momento la misma nota algunas octavas más alta (lo que se llama cierre del círculo de quintas), pero no ocurre así, pues sacando una quinta justa de cada quinta justa nos encontramos con una incomodísima serie infinita, un regressum ad infinitum. En efecto, si empezamos por DO, sacando quintas justas deberíamos obtener una cadena DO-SOL-RE-LA-MI-SI-FA#-DO#-SOL#-RE#-LA#-FA-DO, volviendo a la nota de partida pero siete octavas más alta. Sin embargo, si sacamos las quintas justas perfectamente afinadas mediante la exacta división de la cuerda DO en tres partes, y así sucesivamente, nunca alcanzaremos de nuevo el DO. En efecto, las dos terceras partes de las dos terceras partes, etc. hasta doce veces [(2/3)12] no es igual, por una pequeña diferencia, al resultado de dividir la cuerda por su mitad y ésta por su mitad y así sucesivamente siete veces [(1/2)7], como dicta la teoría numérica. El salto de FA al último Do es un poco superior a una quinta justa, una cosa horrorosa, como un aullido, que por ello recibió el nombre de «quinta del lobo».Círculo quintas

Es decir, lo que es en el mundo de las Matemáticas, no es en el mundo sensible.

Eso limitaba enormemente la capacidad para «modular», es decir, para ir cambiando de tonalidad a lo largo de una pieza musical dando así a ésta mayor variedad expresiva. El sistema de quintas justas era inadecuado para ello. Por consiguiente, hubo que alcanzar en la Música práctica, como hizo Kepler en la Astronomía, un compromiso, dando entrada a una cierta imperfección matemática para obtener los resultados apetecidos. Así se obtuvo la escala temperada, resultado de renunciar a los acordes justos (la división de la cuerda exactamente por 3 para obtener la quinta, por 4 para obtener la cuarta, etc.) e implementar una escala mediante la división igual de los sonidos de manera que pudiera cerrarse el círculo de quintas y poder modular hasta el infinito.

Desde un punto de vista de la perfección armónica, nuestra música es un auténtico desastre. Incluso el maravilloso Réquiem de Mozart que hace poco glosó Javier Jurado es una chapuza armónica; una faena de aliño a la que nuestro oído se ha acostumbrado, pero una chapuza al fin y al cabo.

No podemos describir ni explicar el mundo hasta sus últimos detalles. Por eso utilizamos los símbolos y mitos para orientarnos en nuestros deseos y proyectos de acción en busca de la perfección. Pero nos acabamos quedando con lo que nos interesa y dejamos lo demás a un lado. Si no lo hiciéramos así, el conocimiento científico sería, como el mapa del Imperio de Borges, perfectamente inútil.

Puntos de apoyo

Claude Lévi-Strauss: La pensée sauvage (El pensamiento salvaje)

Carlos Solís y Manuel Sellés: Historia de la Ciencia

J. Javier Goldáraz Gaínza: Afinación y temperamento en la música occidental

4 comentarios en “Del rigor en la Ciencia

  1. Anónimo

    Resulta algo engañoso hablar de “perfección armónica”, pues sería como decir que las elipses de Kepler son una chapuza a ojos de los círculos perfectos de la antigüedad como prejuicio heredado por Ptolomeo y Copérnico. Resulta, por tanto, ingenuo, creer que la ciencia es tanto más perfecta cuanto más Copérnico exactamente representa la realidad.

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  2. jesusmmorote Autor

    No te voy a discutir mucho, Javier, lo relativo que es hablar de la perfección del círculo en relación con una elipse. En realidad lo importante es que en tiempos de Kepler así se percibía, desde Aristóteles e incluso bastante antes. También hay algo de «natural» en ello, como bien apunta la teoría Gestalt.

    Pero en lo referente a la música nos movemos en un terreno un poco diferente. A ver si soy capaz de explicarlo de forma sencilla (aunque me temo que no muy breve). En la música que escuchamos no existen los sonidos «puros»; quiero decir que si pulso una cuerda de guitarra o toco una nota en una flauta, no suena una nota, sino que la nota principal va acompañada de «armónicos», sonidos de otras notas concomitantes que acompañan a la nota principal y que varían en cantidad según el instrumento de que se trate: es lo que distingue el «timbre» de los diferentes instrumentos: https://es.wikipedia.org/wiki/Timbre_(ac%C3%BAstica). Por eso en la orquesta sinfónica el instrumento que da la nota con la que afinan los demás, antes de empezar el concierto, es el oboe, porque es el que tiene el sonido más puro de todos (con menos armónicos), lo que hace que sea especialmente idóneo para esa función de afinar.

    En la serie de armónicos, después de la nota principal y su octava, aparece la quinta (en el caso de DO, el SOL) https://es.wikipedia.org/wiki/Arm%C3%B3nico. Por supuesto, se trata de la quinta justa, no de la quinta temperada, que, como expliqué en el post, es un artificio para salir del paso del problema del cierre del círculo de quintas.

    En un instrumento de varias cuerdas, como la guitarra, que voy a tomar como ejemplo, aunque podíamos decir algo similar del violín, el arpa, etc., se produce otro fenómeno: que al pulsar una cuerda, vibran también, por resonancia, las cuerdas que están afinadas como los armónicos correspondientes. Por ejemplo, si pulso la quinta cuerda, que está afinada en LA, vibrarán con ella, de forma apreciable, la sexta cuerda y la prima, que están afinadas en MI, que es la quinta de LA. Ese fenómeno es apreciable incluso si la guitarra no está afinada de forma justa, sino temperada, pero la amplitud del efecto es bastante menor, de forma que el instrumento pierde sonoridad, redondez, volumen.

    Yo tocaba la guitarra en mi primera juventud, y te enseñaban que el instrumento, antes de tocar, se podía afinar de dos formas: de oído o mediante un truquillo. Tomo mi diapasón (una U metálica con mango, normalmente) y toco el LA, para coger la referencia para afinar la quinta cuerda. A partir de ahí, de oído puedo afinar la sexta cuerda (MI) y la prima (MI dos octavas más alto) y así sucesivamente las demás cuerdas. El truquillo que también te enseñan cuando empiezas es que, pisando el quinto traste de la sexta cuerda (en realidad de todas, menos la tercera, cuyo intervalo hasta la segunda es de sólo una tercera y no una cuarta) obtienes el sonido que debe tener la cuerda superior, y así vas afinando (sexta al aire: Mi; primer traste: FA; 2º traste: FA#; 3º: SOL; 4º: SOL#; 5º: LA).

    Pero como al construir la guitarra el guitarrero ha separado los trastes siguiendo la afinación temperada, y no la justa, pisando el 5º traste no obtenemos el deseado LA, sino un sonido un poco más bajo. Para alguien con el oído un poco fino eso es perfectamente apreciable. Durante años estuve convencido de que mi guitarra estaba mal construida, que el guitarrero no había medido bien las distancias y por eso no era capaz yo de afinar bien la guitarra y se producían pequeños desajustes en el sonido. Hasta que, ya bastantes años después, leí el libro de Goldáraz cuya referencia he dado en el primer mensaje del post no me percaté de que no podía ser de otra forma.

    Resumiendo, que sí hay algo o mucho de natural (u objetivo) en la armonía, y la música temperada traiciona esa naturalidad (u objetividad). Por supuesto, hoy en día no nos damos cuenta al escuchar el Réquiem de Mozart, pero hay que recordar que no hacía mucho entonces desde que Bach había compuesto su obra «El clave bien temperado», para demostrar las ventajas de la escala temperada y, supongo, para ir acostumbrando los oídos de los oyentes a esa novedad, que debía sonar un tanto rara a los acostumbrados a la música con afinación justa. Trescientos años después, eso ya no es un problema.

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  3. jajugon

    Dices:

    Desde un punto de vista de la perfección armónica, nuestra música es un auténtico desastre. Incluso el maravilloso Réquiem de Mozart que hace poco glosó Javier Jurado es una chapuza armónica; una faena de aliño a la que nuestro oído se ha acostumbrado, pero una chapuza al fin y al cabo

    Resulta algo engañoso hablar de «perfección armónica», pues sería como decir que las elipses de Kepler son una chapuza a ojos de los círculos perfectos de la antigüedad como prejuicio heredado por Ptolomeo y Copérnico. No dudo de que en el caso de la música hay mucho de acostumbramiento cultural a formas artificiales, dada nuestra plasticidad. Pero la imagen que en esa entrada sobre el Réquiem citaba de un Prometeo trayéndonos un fuego que ya conocíamos, más como a priori filogenético o como naturaleza en estado básico que como mundo de las ideas, es un enfoque tan infalsable como irrefutable.

    Es decir, otra forma de interpretar en positivo el rigor de la ciencia sería decir que la «perfección armónica» pertenece al orden de lo real y nuestros «mapas» (teorías, ecuaciones, instrumentos,…) son sólo aproximaciones provisionales. A Kepler lo reemplazó Newton y a éste Einstein, y a éste lo reemplazará una nueva teoría. La armonía de cada intento sólo se juzgaría como «participación» en sentido platónico. Puede que vivamos del mito, pero no veo que nada nos pueda impedir creer que el mito es cada vez más verosímil.

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