Javier Jurado
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Hace poco, el diario El País lanzaba un debate titulado «¿Ha matado la ciencia a la filosofía?» en el que tanto Javier Sampedro como Adela Cortina recogían dos artículos breves sosteniendo una postura en defensa de la filosofía, cada uno desde su perspectiva.
El de Cortina abogaba por una cooperación fecunda entre ciencia y filosofía, y comenzaba diciendo:
“La filosofía es un saber que se ha ocupado secularmente de cuestiones radicales, cuyas respuestas se encuentran situadas más allá del ámbito de la experimentación científica. El sentido de la vida y de la muerte, la estructura de la realidad, por qué hablamos de igualdad entre los seres humanos cuando biológicamente somos diferentes, qué razones existen para defender derechos humanos, cómo es posible la libertad, en qué consiste una vida feliz, si es un deber moral respetar a otros aunque de ello no se siga ninguna ganancia individual o grupal, qué es lo justo y no sólo lo conveniente.”
¿Es este reducto suficiente para la supervivencia de la filosofía? ¿Podemos afirmar que la ciencia no está preocupantemente para la filosofía arañando también estos espacios? Lanzo el guante desde la posibilidad de un reduccionismo científico en búsqueda de argumentos potentes que lo rechacen.