¿Puede estar tocando techo la ciencia?

Javier Jurado

El crecimiento de la actividad científica en los últimos siglos, y especialmente en las últimas décadas, ha sido espectacular. Su éxito en la aplicación técnica al servicio de muy diferentes esferas humanas (fabricación, alimentación, energía, industria, medicina, guerra, comunicaciones,…) convirtió a la Revolución Científica de los heterodoxos renacentistas como Galileo en la punta de lanza del desarrollo moderno. El prometedor progreso de la ciencia de los siglos XVIII y XIX siguió creciendo exponencialmente a lo largo del XX, y a pesar de su utilización éticamente sospechosa en los grandes conflictos de esta centuria, su contribución al servicio del desarrollo de la civilización ha sido determinante.

Sin embargo, al alcanzar los albores del siglo XXI, en los que siguen surgiendo avances científicos tan espectaculares como los recursos que socialmente dedicamos a hallarlos, cabe preguntarse ¿puede ser que la ciencia esté tocando techo?

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Sólo sé que no sé nada, decía el famoso adagio socrático, como humilde actitud de quien sabe de sus límites frente al inconmensurable universo. Sin embargo, aquel reconocimiento de la Antigüedad a la propia finitud de nuestro conocimiento se volvió un reto, un desafío factible, desde la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII: ¡había tanto por descubrir! El resto de la historia hasta nuestros días es bien conocido. Nadie puede negar que nuestras sociedades se han construido sobre las magníficas olas del éxito científico.

Quienes hoy nos escuchen preguntarnos sobre los posibles límites de la ciencia seguramente esbozarán una sonrisa condescendiente, descreída de todo discurso apocalíptico como si con ello pretendiera ganar notoriedad. Nuestros límites se han demostrado siempre provisionales. Cuentan que el famoso Lord Kelvin ya creía que a finales del XIX la ciencia tenía poco más que explicar, a falta de algunos flecos. La sensación generalizada de aquellos años fue la de un estancamiento, de una cierta crisis de la física, cuando, sorprendentemente para algunos, un par de aquellos flecos – la mecánica cuántica y la relatividad – produjeron una nueva revolución y abrieron enormes campos a la investigación poniendo patas arriba aquel suelo estable en el que creía descansar el bueno de Lord Kelvin.

Sin embargo, probablemente haya tanta suficiencia en creer que hemos alcanzado el fin de la historia, que somos su cumbre insuperable – ese espejismo tan humano – como en creer que nuestros límites serán siempre superables. Pues sí, sin duda hemos sido testigos en los últimos años de descubrimientos espectaculares en la ciencia. En el mundo mesocósmico de la biología, por ejemplo, el estremecedor campo de la genética, con la exploración del genoma humano como lugar privilegiado, o el interesantísimo campo de la neurociencia, tan prometedores como peligrosos, se antojan indudablemente profundos. Pero en las dimensiones macro y micro, el progreso científico ha ido alcanzando ya semejantes órdenes magnitud que cabe preguntarse si no estaremos comenzando a palpar ya los límites de nuestras propias fuerzas para seguir al mismo ritmo.

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No se trata, pues, de la suficiencia teórica de quien cree que ya está casi todo dicho, sino, antes bien, de quien observa cómo, por ejemplo, la física teórica sigue elaborando teorías a un ritmo que la física experimental cada vez más difícilmente puede seguir, tratando de corroborarlas o refutarlas. Una cosa es convivir con la manida infradeterminación de las teorías por los datos, y otra que aquéllas se desparramen eclipsando a éstos.

Sin duda, en los últimos años hemos seguido recibiendo noticias de enormes descubrimientos como los del quark top, el neutrino tau, la oscilación de los neutrinos o el famoso bosón de Higgs. En el otro extremo, hemos proseguido con confirmaciones sobre la materia oscura, las ondas gravitatorias, la energía oscura o el modelo cosmológico de consenso. Pero tampoco puede obviarse que para seguir adentrándonos en estas profundidades macro o microscópicas, el coste crece exponencialmente para conseguir discretos aumentos en la precisión de los experimentos. Más allá de la voluntad política por distribuir más recursos económicos a una investigación cuyo retorno se torna incierto, los órdenes de magnitud de semejantes inversiones y la finitud de los recursos comienzan a ser comparables.

left-1Con ese desacoplamiento entre la capacidad especulativa – y en cierto sentido metafísica – del físico teórico y la capacidad contrastable del físico empírico, no es de extrañar que hayamos sido testigos de algunos ramalazos de la física teórica que se convierten en física-ficción, y de ahí degeneran en física del marketing, la llamada business-science, capaz de construir modelos teóricos que se venden a bombo y platillo con fines usualmente no científicos. Entremezclados con estos, sin duda habrá propuestas serias, sólidamente deducidas de modelos matemáticos y que tratamos sinceramente de interpretar físicamente pero que, quizá, se hallen fuera de nuestro rango de lo comprobable. En cualquiera de los casos, las fuerzas del desarrollo científico se estarían viendo lastradas.

Además, al hallarnos en órdenes de magnitud tan alejados de nuestro mesocosmos, la superespecialización de los científicos forja lenguajes extraños y heterogéneos que hacen de este desafío un problema complejo e incluso insoluble. El común de los contribuyentes que financia con sus impuestos o con su inversión privada la ciencia no es capaz de valorar objetivamente si el campo de investigación que tan costosos recursos le pide merece la pena. Los complejos y poco intuitivos vericuetos, probablemente inevitables, en los que se adentran las teorías (multiversos, supercuerdas, agujeros de gusano,…) alejan el discurso científico especialista de aquellos que determinan la financiación científica, y si la financiación, cada vez más imprescindible, titubea, la ciencia no puede avanzar al mismo ritmo. La divulgación científica, siempre necesaria, tiene una tarea cada vez más difícil. Y en ese escenario un tanto oscuro y enmarañado, es razonable que algunos se planteen si debemos seguir confiando en el juicio de aquellos científicos cuya financiación depende de su persistente optimismo.

Los ejemplos del LHC y del CERN son paradigmáticos y han saltado últimamente a la palestra mediática. Para algunos, estamos viviendo con ellos una de las épocas más asombrosas y revolucionarias de la física en el último siglo, comparable a la década de los años veinte en la que nos sacudió la mecánica cuántica. Y es la avidez que tenemos en nuestra época postmoderna del consumo insaciable y efímero por resultados novedosos e inmediatos la que está injustamente mirando con sospecha a estos enormes proyectos de la llamada Big Science, basados en la exitosa colaboración internacional de decenas de miles de científicos durante décadas, pero con muchos dígitos en sus presupuestos. Otros, por ello, ya comienzan a cuestionar si, con semejantes partidas multimillonarias, este tipo de proyectos no deberían ofrecer ya unos resultados que no acaban de llegar, y que otros proyectos científicos de investigación alternativos prometen en su campo sin recibir tanto cariño. Como si alcanzando asintóticamente esta parte del techo, debiéramos empezar a desviarnos para intentar proseguir… hasta volver a alcanzarlo.

Quizá las noticias candentes de los últimos años y nuestras mal gestionadas expectativas hayan devuelto a la actualidad este tipo de reflexiones sobre la posible ralentización de la actividad científica. Pero no pueden obviarse interesantísimos y ya clásicos trabajos como el de D. J. de Solla Price, Little Science. Big Science, que hace más de medio siglo (1963) preconizaba la ralentización de la actividad científica (a la par que prácticamente instituía la cienciometría). Su análisis cuantitativo de la explosiva actividad científica le llevó a estimar en la década de los sesenta que entre el ochenta y el noventa por ciento de los científicos de la historia están actualmente vivos. Así pues, descartando que todo habitante de este planeta acabe siendo científico, de Solla Price estimaba que las exponenciales curvas en el crecimiento del número de científicos y de publicaciones científicas tendrían que moderarse en cierto punto hasta perfilar curvas de tipo logístico que alcanzan un cierto nivel de saturación. El autor estimó que ese punto de inflexión llegaría en algún momento de la próxima centuria. Desde aquellos días han pasado ya más de cincuenta años.

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Algunos autores como D. Goodstein proclamaron ya en los años noventa que El Big Crunch hacía tiempo que había llegado, en la década de los setenta, evidenciando cómo la profesión científica había empezado a deteriorarse. Los datos más recientes, aun así, parecen alejar todavía ese punto de inflexión: Tras el boom asiático en el número de investigadores, chinos e indios ante todo, el número de patentes, doctorados o artículos científicos ha mantenido su crecimiento exponencial. Sin embargo, desde 1961, el ritmo detectado por de Solla Price que duplicaba el número de científicos cada 15 años ya se ha ralentizado a unos 18.

En cualquier caso, a propósito de la posible ralentización científica, no cabe desdeñar una idea que siempre sobrevuela, como espada de Damocles, nuestras cabezas científicas: ¿En qué momento la elasticidad y plasticidad de nuestros cerebros de homo sapiens alcanzarán su límite? ¿en qué momento habrá que asumir que quizá nunca seremos capaces, por ejemplo, de encontrar la famosa Teoría del Todo (ToE) o superar el modelo estándar de la física de partículas? No puede olvidarse, como le gusta plantear al físico teórico Michio Kaku, que no es posible enseñar cálculo diferencial a un chimpancé. Y así se preguntaba no hace mucho J. Sampedro: ¿Y si no somos nosotros?

Puntos de apoyo

D. J. de Solla Price, «Little Science. Big Science»

F. R. Villatoro «Sobre el supuesto pesimismo en física de partículas»

D. Goodstein «The Big Crunch»

S. Parra «El 90% de todos los científicos de la historia están vivos actualmente»

J. Sampedro, «¿Y si no somos nosotros?»

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