Jesús M. Morote
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Hace ya dos años largos que Javier Jurado publicó una entrada con el título de «Parlem» sobre uno de los problemas políticos del momento; de entonces y de ahora, y lleva camino de durar bastante tiempo más. Aunque el asunto de fondo sea el mismo, voy a presentar mi punto de vista bajo una óptica digamos más emparentada con la Filosofía Analítica que con la Ética del discurso prevalente en dicha entrada y las intervenciones que la siguieron.
Porque antes de recurrir al sacralizado diálogo, habrá que hacer la crítica acerca de qué es aquello de lo que se puede hablar y aquello de lo que «no se puede hablar», parafraseando a Wittgenstein; naturalmente, habrá que hablar con visos de alcanzar alguna concordancia o acuerdo, porque lo contrario sería solo hablar por hablar, o hablar con fines meramente perlocutorios o propagandísticos.
Voy a empezar con una pregunta: ¿Se puede argumentar que uno tiene derecho a tener cierto derecho concreto? Repárese que la pregunta es diferente a otra similar: ¿Se puede argumentar que uno tiene cierto derecho concreto? La respuesta a esta última pregunta es obvia: naturalmente que se puede; de hecho millones de abogados y otros juristas viven de eso en todo el mundo. Pero tener derecho a algo (algo del mundo, algo externo al propio Derecho) no es lo mismo que tener derecho a tener derecho a algo.
Los avezados en Filosofía habrán reconocido ya que la cuestión es similar a la que se plantea en Filosofía del Lenguaje respecto del lenguaje y del metalenguaje. Desde este punto de vista, creo que queda aclarado el título de esta entrada, pues hay similar relación entre Derecho y Metaderecho. Este último sería el que pretendería explicar, desde el propio Derecho, la razón de ser de este.
Pero, al igual que ocurre con el metalenguaje y las célebres paradojas a que se llega con este, si llevamos el metaderecho más allá de lo que este puede dar de sí, fácilmente nos veremos arrastrados a similares paradojas.
Supongamos que se celebra un referéndum donde se formula la siguiente pregunta a los votantes: «¿Quiere usted votar en este referéndum?». Si el votante contesta que sí es claro que vota que sí, pero si vota que no también está claro que contesta que sí quiere, puesto que el hecho de votar «no» supone que está participando en la votación y, por tanto, votando que sí a la pregunta formulada. Se ve, por tanto, que carece sentido plantear un referéndum con una pregunta como esa.
Llevado eso al terreno que nos ocupa, la pregunta que me interesa formular ahora es la siguiente: ¿Se puede decidir mediante el voto quiénes tienen derecho al voto en la propia votación?
Ciertamente, no se puede: el propio acto de votar ya está delimitando quiénes tienen derecho a votar y quiénes no y, por consiguiente, esa votación es absurda. Hay que decidir, previamente, quiénes van a participar en esa votación; y eso no se puede decidir en la misma votación. Quiero con ello decir que el derecho a participar en las votaciones es siempre previo al acto de votar.
Por ejemplo: yo tengo derecho a desplazarme libremente desde Valencia a Sevilla. Y ¿por qué tengo ese derecho? Porque la Constitución me reconoce otro derecho más general, el de desplazarme libremente por España (artículo 19). Pero si intentamos seguir más allá nos encontramos con un tope: ¿tengo derecho a que la Constitución reconozca el derecho de libertad deambulatoria? Y ahí ya no hay norma jurídica que pueda reconocer ese derecho.
O, si se quiere, puede buscarse en un cuerpo jurídico de rango superior al de la Constitución, tipo la Declaración Universal de los Derechos Humanos o similares. De ahí que el argumentario secesionista busque en el llamado «derecho de autodeterminación de los pueblos» (reconocido en Pactos Internacionales de Derechos Humanos) el fundamento de sus pretensiones, como se pone de manifiesto, por ejemplo en el libro de Joan Ridao que se cita al final de esta entrada. Eso permite eludir la Constitución española y someterla a un ordenamiento superior.
Pero el caso es que siempre encontraríamos un límite a la razón jurídica: ¿Tengo derecho a que la Declaración Universal de los Derechos Humanos me dé derecho a que en la Constitución de mi país se reconozca la libertad deambulatoria para que yo pueda tener derecho a desplazarme libremente desde Valencia a Sevilla? Tarde o temprano encontraremos un límite metajurídico al Derecho; y ese límite metajurídico no puede fundamentarse jurídicamente.
Por tanto, la cuestión de la celebración de un referéndum secesionista en Cataluña siempre encontrará un último fundamento infundado. Si el referéndum se celebra entre la población de Cataluña exclusivamente, la propia celebración del referéndum ya estaría validando la separación del resto de España como sujeto político del demos catalán, de forma que el referéndum sobraría, no sería en absoluto necesario para obtener un resultado que ya está produciendo la mera celebración de dicho referéndum.
Sujetos de los derechos
Y ni siquiera los Derechos Humanos son absolutos e indiscutibles. Miles de hombres han vivido felices, a lo largo de la Historia, bajo sistemas y regímenes jurídicos que no reconocían los Derechos Humanos con el mismo alcance y contenido que tienen actualmente, y seguramente con el curso de los siglos, tales Derechos presuntamente inamovibles serán alterados.
Pero no me interesa ahora tanto el contenido de esos derechos como una cuestión más básica: ¿Quiénes son los titulares o sujetos de esos Derechos Humanos? Es decir, me estoy preguntando por el sustrato ontológico de los derechos en general. Esa cuestión es previa, porque condiciona, necesariamente, el contenido de los derechos.
La cuestión es más compleja de lo que parece. En efecto, qué sea un «sujeto» es un problema metafísico bastante peliagudo. Podemos partir de dos extremos: a) el sujeto de derechos es la Humanidad, frente a b) el sujeto de derechos es el individuo.
La primera opción me parece claramente inadecuada. En efecto, los derechos subjetivos solo encuentran su sentido en una vida de relaciones sociales, en las cuales los derechos son una cara de la moneda que tiene su otra cara en los deberes u obligaciones. Si nadie está obligado por el ejercicio de mi derecho (sea mediante una obligación de dar, de hacer o de no hacer), mi derecho es inexistente: ¿de qué me sirve un derecho si con él no puedo obligar a alguien a hacer algo o a no hacerlo? La Humanidad, como potencial sujeto de derechos se encontraría con la total ausencia (dada su universalidad) de otro sujeto obligado que, como digo, es requisito imprescindible para que exista un derecho; y ello es así porque la Humanidad es un universal, engloba a todos.
Por su parte, no deja de ser también problemática la entidad del individuo como sujeto. Baste recordar la posición de Hume, que negaba la existencia del mismo en cuanto ente permanente, lo que no deja de suscitar interesantes cuestiones de Filosofía del Derecho. Pero, para no alejarnos demasiado de nuestro propósito actual, demos por buena la entidad unitaria del individuo y su capacidad para ser sujeto de los derechos.
Alguien podría decir, entonces, que la Humanidad ostenta derechos frente a los individuos, y estos serían los obligados a hacer o no hacer ciertas cosas frente a los derechos de la Humanidad. Pero enseguida vemos que eso, bajo apariencia plausible, es sumamente falaz. En efecto, basta que un solo individuo, sin su consentimiento libre, fuera obligado a hacer o no hacer algo a lo que la Humanidad tiene derecho, estaría siendo excluido de la Humanidad, estaría, jurídicamente, en la posición opuesta a la Humanidad, pues quedaría establecida una relación jurídica Humanidad-individuo, en la que, por la propia naturaleza de las relaciones jurídicas, en las que nadie puede ser deudor (ni acreedor) de sí mismo, el individuo no formaría parte de la Humanidad. La relación jurídica se establecería entre «Humanidad menos Juan» (acreedora) y «Juan» (deudor). Pero si la Humanidad ya no engloba a Juan, no sería Humanidad, no sería la universalidad de los hombres (pues Juan está fuera) sino una universalidad menos uno. Y, por definición, la Humanidad ya no sería la Humanidad, pues excluye a uno.
De ahí que sea un tópico tan querido de la Filosofía Política la construcción teórica del «Contrato Social». La Humanidad no sería, entonces, el conjunto universal de los hombres, sino una especie de entidad no integrada por mera agregación numérica, sino por un acuerdo de voluntades de varios individuos (o todos) que asumen un conjunto de derechos y obligaciones. Es lo que ocurre cuando varias personas constituyen una sociedad mercantil, una asociación, etc.
Pero si miramos bien las cosas, el miembro de una sociedad o de una asociación no está obligado con respecto a la sociedad (salvo en sentido metafórico): un miembro de la sociedad está obligado frente a los demás socios, que son individuos como él. La personalidad jurídica de la sociedad es una ficción jurídica instrumental, no algo con sustento ontológico.
Si trasladamos lo anterior a formas más indefinidas, como los «grupos sociales», los «colectivos» e incluso los «pueblos», vemos cómo se ha trasladado indebidamente una forma jurídica instrumental útil (la forma que tradicionalmente se llamaba el «contrato de compañía») a algo que tiene una naturaleza muy diferente. Y ¿dónde está la diferencia? En que en las formas jurídicas societarias existe un pacto expreso de constitución de las mismas, concertado entre individuos libres y con manifestación expresa de su voluntad de pertenencia; y, en cambio, en esas otras vaporosas construcciones sociopolíticas no existe ese origen legitimador de la manifestación expresa de sus componentes a pertenecer a ese grupo. Naturalmente, algunos, muchos o casi todos los que se ven conceptualmente obligados a pertenecer al grupo, pueden estar muy satisfechos de ello y querer formar parte de aquel; pero puede haber, y siempre los habrá, quienes no quieran pertenecer al mismo. Eso vicia de raíz la voluntad del grupo como tal, que, en su caso, solo sería voluntad de una mayoría, pero no de todos sus componentes.
Así, cuando se atribuye a tales grupos o colectividades una voluntad única, que se suele denominar «derecho de autodeterminación» o «derecho a la autonomía» de tal grupo, realmente, en una trampa del lenguaje, se está denominando justo lo contrario, el «derecho de heterodeterminación» o «a la heteronomía», pues lo que se está etiquetando es el derecho de ciertos miembros del grupo o colectivo a imponer su voluntad a otros miembros del grupo o colectivo, y, en consecuencia, obligando a estos a actuar conforme a la voluntad de aquellos, aunque no quieran.
Retornando ya, después de todas estas revueltas, a nuestro asunto principal, habrá que replantear la pregunta «¿tienen los catalanes derecho de autodeterminación?» y formularla conforme a un lenguaje más ajustado a la realidad de la cuestión: «¿Tienen unos catalanes derecho de heterodeterminación respecto de los otros catalanes?». E igual me da que ello se concrete en si tienen los catalanes secesionistas derecho de heterodeterminación sobre los no secesionistas, o que se concrete en si tienen los catalanes no secesionistas derecho de heterodeterminación sobre los catalanes secesionistas. Los términos de la cuestión son idénticos, a nuestros efectos, en ambos casos.
E, incluso, para completar la cuestión, la pregunta anterior podría ser reformulada bajo otro aspecto: «¿Tienen unos españoles derecho de heterodeterminación respecto de los otros españoles?». Para así cubrir también la postura que propugna que el referéndum de secesión se plantee no en el ámbito regional de Cataluña, sino con carácter de referéndum general en toda España.
Si respondemos que no, que nadie tiene derecho de heterodeterminación sobre otros, es evidente que sobrará el citado referéndum (tanto si se celebra a nivel regional como si se celebra a nivel estatal). Pero la conclusión es que nadie debería poder ser obligado, si no lo desea, a ser español o, eventualmente, a ser catalán. O sea, que la mera posibilidad de celebración del referéndum obliga a plantearse cuál es el fundamento de que existan las Naciones y que se configuren como Estados, como sujetos del Derecho Internacional, pero también con facultades omnímodas de ejercicio del poder frente a los ciudadanos mediante, si fuera preciso, el uso de violencia irresistible sobre estos.
El Estado es, pues, una mera construcción instrumental, algo que se nos presenta como inevitable para la convivencia social, pues esta precisa de reglas (ubi societas ibi ius), ya que si los individuos tienen derechos también tendrán obligaciones (pues estas son correlativas a aquellos) y no se puede dejar la efectividad de los derechos a la voluntad de quienes están obligados por ellos y tiene que haber un poder coercitivo que garantice que las obligaciones van a ser cumplidas. El Estado, pues, es el garante de los derechos de las personas. Pero eso no resuelve el ámbito territorial y humano al que tiene que hacerse extensivo cada Estado.
El desajuste se produce cuando se introduce la Nación como algo diferente del Estado. La Nación es una colectividad de esas conceptualmente difusas a que he aludido antes, es el sustrato metafísico del Estado. Pero como tal entidad metafísica es solo simbólica, se crea mediante el imaginario social.
¿Es razonable que una idea metafísica, simbólica, como la de Nación, fundamente en el plano metajurídico la existencia de una maquinaria omnímoda de poder, como es el Estado? No parece que lo sea, pero nos damos entonces de bruces con una aporía insoluble: una institución instrumental, como el Estado, no puede subsistir por sí sola (vuelvo a evocar la construcción teórica del «Contrato Social»), no puede autodeterminar su propia extensión territorial y humana, por lo que necesita un fundamento metajurídico. Pero, a su vez, un concepto meramente simbólico no parece tampoco válido para fundamentar unas relaciones de poder fácticas de heterodeterminación; podría serlo si ese significado simbólico fuera compartido unánimemente por todos los individuos, pero como, naturalmente, en una sociedad que admita la discrepancia, no lo será, cae la base que fundamentaría todo Estado que se pretenda no autoritario.
En estas condiciones, lo que importa realmente en el debate político y metajurídico que nos ocupa no es entablar un diálogo imposible, sino ejercer propaganda sobre los ciudadanos para que estos modifiquen el ámbito conceptual de su Nación, de manera que el secesionismo catalán pueda hacer que cale en los ciudadanos de Cataluña la idea de pertenencia a una Nación diferente a la Nación española, y de esta forma, mediante la idea implícita de que la Nación es el sustrato del Estado, ampliar la base social del apoyo a su pretensión secesionista.
P. Engel, La norma de la verdad (La Norme du vrai: Philosophie de la logique)
J. Ridao, El derecho a decidir: Una salida para Cataluña y España