Kate Millett (II). ¿Por qué el feminismo es interclasista?

Tasia Aránguez

Tras una anterior entrada, en ésta continúo exponiendo la teoría política de Kate Millett, a partir de su gran obra «Política Sexual». Como Millett es una autora muy relevante para la historia del feminismo, he decidido dedicar varios artículos a su obra.

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La unidad de las mujeres

Con frecuencia desde posiciones marxistas se critica al feminismo alegando que “divide a la clase trabajadora” y que las mujeres ricas o de derechas como Margaret Thatcher Ángela Merkel, no tienen nada en común con las mujeres trabajadoras. Desde dichas posiciones se ha sostenido  que la verdadera división social es la que se funda en las clases económicas.

Millett recurre a una analogía para reflexionar sobre este argumento: un médico o abogado negro tiene una posición social más elevada que la de un labrador pobre y blanco. Sin embargo la conciencia racial logra convencer a este último de que pertenece a una categoría superior y oprime psicológicamente al primero, cualesquiera que sean sus éxitos materiales. De modo similar, un camionero o un obrero siempre puede respaldarse en su virilidad y, en caso de sentirse ofendido en su masculinidad, idear algún método violento para defenderla. La masculinidad suele imponerse sobre la posición social o la cultura de la mujer. Existe una jerarquía sexual que castiga a la hembra con eficacia, llegando hasta los extremos de la agresión sexual y la violencia machista, frente a las que ninguna mujer (por adinerada que sea) está a salvo.

Millett encuentra incluso indicios de que la jerarquía sexual se impone sobre la jerarquía racial de modo que el sexismo podría ser un mal aún más endémico que el racismo. La autora señala que el hombre blanco tiende a conceder a la mujer de su misma raza una posición superior a la del hombre negro, pero que al empezar a corroerse la ideología racista, esto está cambiando. Así, por ejemplo, en autores que nos parecen manifiestamente racistas como Lawrence, se descubren episodios en los que un hombre negro humilla o domina a la rebelde compañera del hombre blanco, para deleite erótico del lector.

Con respecto a la primacía de la jerarquía sexual sobre la de clases, puede ocurrir que algunos hombres de entre aquellos que sufren la precariedad laboral se desquiten atacando a sus novias o esposas. Ya señaló Aristóteles que el plebeyo no podía poseer más esclavo que su esposa. Hoy en día, disponer de una sirvienta no remunerada constituye para algunos hombres un amortiguador contra las bofetadas del sistema de clases, que gracias a una democrática distribución de las mujeres (siempre queda la prostitución) les proporciona alguno de los lujos psíquicos de que disfrutan las clases acomodadas.  Las mujeres de clase trabajadora saben bien que los hombres con menos recursos económicos pueden ser tan machistas como los de cualquier otro grupo de hombres.

450_1000Millett señala que uno de los principales efectos que produce el capitalismo en el patriarcado es enemistar a las mujeres entre sí, creando un antagonismo de mayor predicamento social que aquel que opone a la esposa y a la mujer prostituida. Actualmente a las que se enfrenta es a la mujer que sale de casa para realizar un trabajo de cierto prestigio social y a la mujer que entra en la casa de la otra para limpiarla o cuidar a sus criaturas. Mientras nos indignamos por lo explotadora que es la primera, el hombre de la casa (hablamos de familias tradicionales) se lleva todos los beneficios de la situación sin que nadie le cuestione. La esposa, que en las clases acomodadas tenderá a ser bella y más joven que él, aporta al hombre su sexualidad, su capacidad reproductiva y su cuidada imagen, para engrandecer el ego y el prestigio masculino. La mujer trabajadora le aportará una casa limpia y unas criaturas atendidas. La esposa continuará realizando las tareas de cuidados al regresar del trabajo, pues esta labor ocupa todas las horas del día y la empleada del hogar tendrá que hacer lo mismo al regresar a su propia casa. Vemos que los hombres, gracias a sus recursos económicos y sociales, enfrentan entre sí a ambos “tipos” de mujer mientras ellos obtienen el beneficio del trabajo doméstico no remunerado o infra-pagado.

Es necesario señalar que cualquiera que sea el nivel en el que haya nacido y se haya educado, la mujer no guarda, como el hombre, una relación casi inamovible con su clase. En muchos casos la afiliación de las mujeres a su clase es indirecta y temporal: multitud de mujeres son de clase acomodada porque su esposo o su padre lo son (observemos en cualquier listado de grandes fortunas que el origen de las pocas fortunas femeninas casi siempre procede de un vínculo familiar). Sin el patrocinio de los hombres pocas mujeres logran elevarse por encima de la clase trabajadora en lo que atañe al prestigio y al poder económico. Muchas mujeres que viven de forma confortable quedarían en una situación muy precaria si se divorciasen, pues su poder adquisitivo caería bruscamente y puede que se viesen casi desamparadas con sus criaturas. Y en el trabajo también suele ser necesario el patrocinio masculino, pues los hombres siguen monopolizando todas las esferas de poder y prestigio.

La situación dependiente de muchas mujeres acomodadas hace que, en la práctica, no puedan gozar de plenos beneficios de su clase social y, de algún modo, podríamos decir que están fuera del sistema de clases. La situación de relativa o total dependencia económica conduce a muchas mujeres a identificar su propio bienestar con la prosperidad de los que las mantienen, impidiendo la aparición de la “conciencia de clase sexual”.

Muchas mujeres experimentan que, tras haber conseguido una profesión bien remunerada o tras alcanzar un nivel de excelencia profesional, no reciben el prestigio que usualmente recibe un hombre de ese nivel profesional. Además algunas mujeres se ven obligadas a ratificar constantemente su posición, mediante declaraciones complacientes en las que secundan a los hombres y se sitúan como sus discípulas o seguidoras. Parece que la sociedad patriarcal concede a unas cuantas mujeres y personas negras posiciones superiores para que difundan con entusiasmo entre su grupo los valores de los grupos privilegiados.

Algunas profesionales reafirman con énfasis que son “femeninas” y expresan su sumisión al dominio masculino. Y hay un gran número de mujeres cuya posición se deriva de ser objetos sexuales para el público, el rostro de los eventos. Hay numerosas profesiones en las que “alegrar la vista” de los hombres es un elemento inherente al empleo. En estas profesiones las mujeres animan y adulan a los hombres con su sexualidad. Incluso en aquellas profesiones en las que la sexualidad de la mujer debiera resultar irrelevante, como en las intelectuales, muchas mujeres experimentan que se las juzga por su cuerpo y que se espera que animen a los hombres con su apariencia.

Las mujeres encuentran barreras sociales más elevadas que el resto de grupos marginados. Así, en la mayoría de los grupos marginados se permite a unos cuantos atletas o intelectuales que sobresalgan en calidad de estrellas, para que los miembros menos venturosos se limiten a identificarse con ellos. Sin embargo para las mujeres este tipo de éxito es muy excepcional, pues el patriarcado prefiere que las mujeres se identifiquen con un modelo de éxito en el que se sobresale por la exhibición de la belleza. Las mujeres más conocidas y admiradas suelen dedicarse a la industria del entretenimiento, en la que la cosificación sexual es un elemento importante.

La división sexual del conocimiento

rolesDesde el punto de vista industrial la situación de la mujer resulta comparable a la de los pueblos colonizados. Las mujeres participan como operarias mal remuneradas en la industria tecnológica, pero aún son una minoría en la participación en los procesos que implican un conocimiento acerca de la tecnología y la producción de esos mismos bienes que contribuyen a fabricar. El trabajo de las mujeres, muchas veces en el sector servicios, tiene escaso valor de mercado. Aunque entre la población masculina existe una fragmentación de los conocimientos, esta podría construir colectivamente cualquier aparato. Por el contrario, es tan grande la distancia que separa a las mujeres de la tecnología que es difícil que un amplio grupo de mujeres elegido al azar pueda componer o reparar las máquinas complejas. El desarrollo de los ordenadores o la ingeniería espacial son saberes en manos de los hombres. Si el saber es poder, las mujeres se encuentran en una mala posición.

El tipo de saberes que cursan las mujeres en la educación superior es más propio del humanismo renacentista que de la sociedad científica actual. Los estudios de letras y las ciencias sociales más accesorias (menos vinculadas al poder) han sido asignadas por la cultura a las mujeres, mientras que la ciencia, la tecnología y las profesiones liberales corresponden a los hombres. Las especialidades masculinas son las más favorecidas en el campo laboral, tanto en remuneración como en prestigio. La división entre las ciencias y las letras refleja la desigualdad de caracteres que el patriarcado fomenta entre ambos sexos. Las letras ven menoscabado su prestigio por no ser privativas de los hombres, mientras que las ciencias, la tecnología y los negocios son víctimas de la deformación que sufre la personalidad masculina, con los valores de ambición y agresividad en los que se les instruye. Los conocimientos humanísticos que hoy se siguen fomentando en las mujeres están en la vieja estela de las habilidades que se cultivaban como preparación para su entrada en el mercado del matrimonio. Sin embargo tanto en las letras como en el arte, el éxito sigue estando reservado para los hombres, salvo contadas excepciones.

La historia de las mujeres obreras

A menudo se escuchan comentarios desdeñosos contra el feminismo de parte de hombres que afirman que las feministas no reclaman trabajar en las minas o en las obras. Merece la pena recordar que en los orígenes del capitalismo, durante la revolución industrial, las mujeres obreras desempeñaban en todos los ramos las jornadas más largas, las tareas más pesadas y las condiciones de trabajo más nocivas, a cambio de una retribución inferior a la de los hombres. Por ejemplo, las mineras arrastraban las vagonetas por las partes angostas de la mina o transportaban sobre sus cabezas cargas de 25 a 75 kilos durante doce, catorce o dieciséis horas seguidas, en algunos casos durante más de dos días seguidos sin interrupción. Las mujeres morían en las fábricas, como las 146 operarias que murieron en un incendio porque los ascensores no funcionaron, las escaleras estaban bloqueadas con verjas y las salidas de emergencia cerradas con llave. Las mujeres murieron abrasadas, al precipitarse al vacío o empaladas en las rejas.

Por otra parte, mientras la sociedad de la época sostenía que las mujeres eran criaturas demasiado desvalidas como para tener derechos civiles, a las mujeres esclavas nadie les ayudaba a subir a un coche o a saltar un charco. Las esclavas araban, sembraban y cosechaban, trabajando tanto como un hombre, aguantaban el látigo, traían al mundo muchísimos hijos (perfectamente podían ser más de diez) y veían como otros hombres los compraban para nutrir la esclavitud. Cuando los hombres negaban en los Parlamentos los derechos a las mujeres con la excusa de la caballerosidad hacia ellas, no pensaban en las mujeres obreras y esclavas, sino en aquellas a las que revestían de algodones mientras les negaban toda libertad legal y personal.

La terrible situación de las mujeres obreras servía como perverso aliciente para mantener a las mujeres acomodadas en la completa subordinación hogareña. Millett explica:

“para que semejante maniobra resultase eficaz, había que mantener la división de las mujeres en función de la categoría social y convencer a las más privilegiadas de que disfrutaban de un bienestar inmerecido. La intimidación de la clase alta y la envidia azuzada en la clase baja coartaban con gran efectividad la solidaridad femenina. El conformismo social y sexual de la joven burguesa quedaba reforzado mediante el temor que le inspiraban los espectros de la carrera de institutriz, del trabajo en las fábricas o de la prostitución. Y la mujer menos favorecida no podía sino soñar que se convertiría en una señora, ya que su única esperanza de vivir mejor radicaba en poder adquirir algún día cierta posición económica y social gracias a la atracción sexual ejercida sobre algún protector masculino. Pese a que la conciencia de clase impedía que este hecho se produjese con frecuencia, dio lugar a una fantasía muy reiterativa en la literatura de aquella época. Cuando la libertad se confunde con una dorada voluptuosidad que solo puede conseguirse gracias a la generosidad de un hombre dotado, al parecer, de un poder y control ilimitados, apenas existen incentivos para luchar por la realización o la libertad personal”.

Millett explica que para que el movimiento feminista triunfase era necesario “salvar las fronteras que separaban a las clases entre sí, uniendo a la dama con la obrera en torno a una causa común”, “dentro de ciertos límites, cabe afirmar que tales objetivos se consiguieron”. A pesar de las abundantes críticas que el feminismo ha recibido del movimiento obrero por no centrarse en las mujeres obreras, el feminismo logró ser interclasista mientras que la situación de estas mujeres era prácticamente ignorada por los sindicatos. Las mujeres de clase obrera estaban tan habituadas a la servidumbre que no se acercaban a los sindicatos por insoportables que llegasen a ser sus padecimientos. Las jóvenes aspiraban a que el matrimonio las apartase de la vida laboral, aunque eso nunca ocurría y muchas descubrían una vez casadas que todo era mucho más duro cuando tenían más personas que mantener.

Tanto en Inglaterra como en América aparecieron las primeras legislaciones que frenaron el capitalismo salvaje sufrido por las mujeres obreras. Millett señala que las reformas como la limitación del número de horas de trabajo no se hicieron por respeto a los derechos humanos de las mujeres obreras. La autora expone que las tesis que dieron lugar a las legislaciones proteccionistas se basaban en la idea de que las mujeres son más débiles que los hombres, que son como menores de edad y por tanto deben permanecer recluidas en el hogar. El movimiento feminista de la época fue imprescindible para que las mujeres pudieran seguir trabajando a pesar de los intentos de recluirlas (aunque fuese en ese sistema explotador y discriminatorio). El objetivo del feminismo era que el trabajo de las mujeres tuviera lugar en condiciones dignas, que fuese para ellas una fuente de satisfacción y que alcanzasen la igualdad monetaria con los hombres. Gracias a la lucha histórica del feminismo para que las mujeres pudieran seguir trabajando, numerosas mujeres han gozado de la independencia económica, social y psicológica necesaria para ejercer la libertad.

Contra las ideas erróneas que sostienen que las feministas solo han reivindicado la participación en los trabajos menos físicos, lo cierto es que las feministas también han reivindicado trabajos como el de las minas. El movimiento feminista trabajó activamente desde el principio para que fuesen derogadas las leyes proteccionistas y para que se sustituyesen por leyes que permitieran a las mujeres desarrollar todos los trabajos en condiciones dignas y con salarios igualitarios. Gracias a la lucha feminista las leyes proteccionistas fueron derogándose en los distintos países.

Los cuidados y el trabajo asalariado

Las mujeres se han incorporado al trabajo remunerado en la mayoría de las sociedades, pero en todas partes continúan realizando, en una proporción mucho mayor que los hombres, las tareas del hogar por las que no reciben ninguna remuneración. Nuestra economía es monetaria, de modo que tanto la autonomía como el prestigio dependen del dinero contante. Por tanto, señala Millett, este hecho reviste gran importancia. Las mujeres trabajadoras se ven afectadas por la doble jornada, realizan dos puestos de trabajo, porque ni las guarderías, ni la colaboración de los hombres son hoy en día suficientes para liberarlas de la carga que suponen las labores domésticas y el cuidado de los hijos e hijas.

Con respecto al trabajo asalariado, las mujeres obtienen un sueldo considerablemente inferior al de los hombres. Observamos también que, en la misma categoría de ingresos, el nivel educativo de las mujeres es por lo general superior al de los hombres. Los empleos a los que las mujeres pueden aspirar suelen estar mal remunerados y carecer de prestigio, y además muchos son de tipo servil. Las mujeres ocupan gran parte de la contratación temporal, lo que posibilita descartarlas fácilmente cuando conviene a los intereses de la empresa. Los empleos de menor estatus son disputados por las mujeres, las personas inmigrantes y las minorías raciales. Las mujeres son la mano de obra barata de las fábricas, los servicios de más bajo nivel y las oficinas. Se ha observado que cuando las mujeres se incorporan a una profesión, como en el ejemplo de la medicina, el prestigio y la remuneración de dicha profesión declina. Cuando las mujeres se incorporan a una profesión se enfatiza su componente altruista: la actividad debe reportar mayor beneficio a la sociedad que a las mujeres que la realizan.

conservera-644x362-1La maternidad es uno de los puntos centrales de la situación de las mujeres en el mundo del trabajo. A las mujeres trabajadoras se las martiriza haciéndolas sentir malas madres por pensar en su trabajo, y muchas pueden recibir presiones para abandonarlo, pues usualmente su trabajo se presenta como más prescindible que el de su pareja y mucho menos importante que su función maternal.

El problema de los cuidados ha sido teorizado tanto en la historia del feminismo como en la del movimiento obrero. Así, Engels escribió en «El origen de la familia» que los cambios legales como el derecho al voto y a la propiedad personal no acabarían con la raíz de la opresión sobre las mujeres. Engels sostuvo que la supresión de esas leyes no llevaría a las mujeres a una posición equivalente a la de los hombres, a menos de ir unida a una igualdad social y económica absoluta y a la posibilidad de realizarse plenamente en un trabajo productivo.

Engels observa que, por haberse concentrado todos los recursos económicos en manos masculinas, la relación entre los sexos se ha convertido en una relación de clases: la familia moderna descansa sobre la esclavitud doméstica de la mujer. El autor considera que la subordinación doméstica de las mujeres es mayor en las clases acomodadas, porque es en estas donde las mujeres son apartadas de la vida laboral con más frecuencia. Engels señala que en este tipo de matrimonios el hombre representa al burgués y la mujer al proletario. El filósofo despertó una acalorada controversia al sostener que la custodia y la educación de los niños deberían ser asumidas por los poderes públicos.

Millett considera que las mujeres no llegarán a ser libres mientras tengan la responsabilidad principal en el cuidado de las criaturas. En opinión de la autora, resultaría más sensato encargar el cuidado de los niños y las niñas a aquellos educadores de ambos sexos que han escogido esa profesión y han recibido una preparación adecuada antes que confiárselo a unos seres atormentados que disponen de poco tiempo y de una afición insuficiente para dedicarse a la educación, por muy pequeño o amado que sea el niño o la niña.

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