Tasia Aránguez
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Kate Millett es una de las principales representantes de la segunda ola del feminismo (también conocida como «feminismo radical», por indagar las raíces del patriarcado) y su obra «Política sexual» constituye una de las obras más importantes de la historia del feminismo. Tal vez los pasajes más fascinantes de la obra sean aquellos destinados al análisis de obras literarias. No he leído jamás una crítica literaria capaz de transformar mi mirada sobre la literatura como lo hace la obra de Kate Millett. Sin embargo, aquí recojo otro de los aspectos imprescindibles de la obra, su teoría política.
¿Qué es la política sexual?
Cuando el feminismo de la segunda ola habla de “política”, no se refiere en exclusiva al mundo de las instituciones y los partidos políticos, sino que alude también a las relaciones de poder que se dan entre los grupos sociales, incluso en aquellas esferas que se consideran “personales” o “privadas”. La política además no se concibe como un terreno de racionalidad regido por principios. A las feministas radicales de la segunda ola como Kate Millett les interesa en estudio de las relaciones entre los miembros de determinados grupos: las razas, las castas, las clases y los sexos; y en especial la jerarquía social más arcaica y enraizada: la opresión de un sexo sobre otro.
Millett señala que el ejército, la industria, la tecnología, las universidades, la ciencia, la política y las finanzas (en síntesis, todas las vías de poder, incluida la fuerza coactiva de la policía) se encuentran en manos masculinas. También la autoridad que aún se concede a dios y a sus ministros, así como la filosofía y el arte de nuestra cultura son de fabricación masculina. El patriarcado es un sistema en virtud del cual la mitad de la población (las mujeres) se encuentra bajo el control de la otra (los hombres). Los hombres son la «casta sexual» dominante y las mujeres la «casta sexual» subordinada. El objetivo del feminismo es abolir el patriarcado, es decir, alcanzar un “sistema basado en la igualdad política, económica y social entre los sexos”.
Los roles sexuales y jerarquía sexual
El patriarcado dispone normas sociales de comportamiento diferenciadas para ambos sexos, es decir, para las nacidas hembras y para los nacidos machos. Esas reglas de comportamiento, los roles sexuales (que hoy llamamos «género»), son una parte importante de la ideología de la política sexual: los estereotipos de la masculinidad y la feminidad. Dichos estereotipos se basan en las necesidades del grupo dominante, que se auto-atribuye aquellas características que le interesan: la agresividad, la inteligencia, la fuerza y la eficacia; y deja para las subordinadas la pasividad, la ignorancia, la docilidad, la virtud y la inutilidad. Por tanto, a cada sexo se atribuye un código de conductas, ademanes y actitudes.
Dichos estereotipos son el correlato ideológico de la división sexual del trabajo y el poder: las mujeres desarrollan el trabajo doméstico y el cuidado de la prole, mientras los hombres realizan sus intereses y su ambición en todos los demás ámbitos de la productividad humana. Los valores de dominio que se alientan en los hombres facilitan el ejercicio de las posiciones sociales preeminentes y, por tanto, el mantenimiento de la superioridad de su sexo. Junto con los estereotipos de género, la ideología del amor forma parte de la base división sexual del trabajo y el poder. Los hombres no desean solo la obediencia de las mujeres, sino también sus sentimientos, que las mujeres sean unas esclavas complacientes a las que no sea necesario conservar mediante el temor. La mujer debe ser una madre amorosa, constructora de un hogar cálido, y esto solo será posible gracias a la generosidad de sus sentimientos amorosos adiestrados. Mientras se educa a las mujeres para que amen a los hombres, en una sociedad patriarcal es muy difícil que exista amor auténtico de los hombres hacia las mujeres, pues se les alienta a percibirlas en gran medida como bellos instrumentos intercambiables para el sexo y como cuidadoras cariñosas. No es inusual que los hombres guarden para sus amigos varones las conversaciones sobre los temas que les apasionan (como el fútbol, la música, el cine o la filosofía), como si considerasen a las mujeres indignas de una comunicación real.
Los roles sexuales impuestos (lo que luego se llamó «género») no presentan ninguna relación intrínseca con el sexo (la biología de la persona), del mismo modo que las clases sociales no guardan ninguna relación natural con la biología. Pero el hecho de tener órganos masculinos sí es el factor que motiva la exposición del macho a la socialización de género que favorece la toma de conciencia de la masculinidad, y lo mismo ocurre con los genitales de las hembras. Sin embargo, como no hay ninguna relación natural entre el sexo y el género, puede ocurrir perfectamente que una persona rechace los comportamientos y roles que se esperan de ella.
Tras el nacimiento no hay diferencias de comportamiento entre ambos sexos, pues las diferencias son producto de un aprendizaje. Lo masculino y lo femenino son dos culturas, dos vivencias muy distintas que comienzan en la infancia y cuyos requerimientos de conformismo se recrudecen durante la adolescencia. El niño desarrolla impulsos agresivos, mientras que la niña tiende a coartarlos o a proyectarlos sobre sí misma. La agresividad de los hombres puede alcanzar en algunos casos extremos antisociales. La cultura fomenta la creencia de que los caracteres sexuales como el pene y los testículos son la base de los comportamientos agresivos. Pero lo cierto es que la agresividad es una característica necesaria para una clase dominante y la docilidad es, necesariamente, el rasgo correspondiente a un grupo sometido. Además el patriarcado sitúa la norma (el punto medio) en el hombre, de modo que el comportamiento masculino se considera el modelo del éxito (aunque un juicio crítico nos llevaría a rechazar por excesivos muchos aspectos de la masculinidad).
A las mujeres y las personas negras suelen atribuírseles por parte de la sociedad unos rasgos coincidentes: inteligencia inferior, marcado instinto sexual o conexión con el cuerpo, una naturaleza emocional infantil, una habilidad sexual superior y una insidiosa propensión al engaño. Y la situación objetiva de subordinación obliga a ambos grupos a recurrir a tácticas para lograr simpatía social: una forma implorante de agradar, estudiar los puntos flojos del grupo dominante para influirles o sobornarles y una apariencia de desamparo e ignorancia tras el que existe un deseo de dominio. Estos son comportamientos propios de los grupos marginados.
La cosificación sexual de las mujeres y la prostitución
Un elemento central del patriarcado es la utilización sexual de las mujeres. La cosificación de las mismas es la ideología que lo posibilita. Las mujeres son más percibidas como objetos sexuales que como personas. Tanto es así que se les ha llegado a negar los derechos humanos elementales y han sido reducidas en muchas ocasiones a un bien mueble más. Muchas mujeres viven en una continua vigilancia que las condena a un estado de infantilismo. Además, las mujeres se encuentran ante la continua obligación de basar su tranquilidad y su progreso social en la aprobación del hombre, en cuyas manos está el poder. Uno de los modos de ser de utilidad para los hombres es el ofrecimiento de su sexualidad a cambio de protección o prestigio.
Millett considera que muchas de las reivindicaciones que se consideran feministas no lo son. Las modas sexuales más triviales han sido definidas como parte de una “revolución sexual”, sin embargo no pueden ser parte de dicha revolución si no se integran con coherencia dentro de un programa feminista. La “liberación sexual” pretendía romper con la represión sexual y con la doble moral que condenaba la sexualidad de las mujeres mientras premiaba la de los hombres y también se proponía acabar con la institución matrimonial, que está fundada sobre la más cruda explotación económica. El problema es que muchas personas abogan por una liberación sexual sin abolición del patriarcado, es decir, sin derribar la superioridad masculina social, económica y psicológica.
Tanto el feminismo histórico como el movimiento obrero denunciaron la utilización sexual de las mujeres, que encuentra uno de sus pilares en la prostitución. Engels consideraba que la existencia de la prostitución se basa en la doble moral sexual que prescribe el recato de las mujeres mientras es tolerante con la sexualidad masculina. Para Engels la prostitución se encuentra estrechamente unida al matrimonio patriarcal. La doble moral da lugar a que los hombres demanden mantener sexo con muchas mujeres y que no haya suficientes mujeres dispuestas a hacerlo gratuitamente, a menos que un sector de la población femenina, perteneciente por lo general a una clase pobre, se halle exclusivamente destinado a la explotación sexual. Dicho grupo se recluta sobre todo en las minorías raciales, marginadas desde el punto de vista social y económico. En tiempos de Engels se reclutaba del lumpen, un estrato más empobrecido que la clase obrera. La prostitución es una institución necesaria en una cultura basada en la supremacía masculina y deja a las mujeres prostituidas en situación de exclusión y aislamiento social.
Como señala Millett, la prostitución hoy en día no se asocia solo con el matrimonio y con la cultura del recato femenino. Los hombres que gustan de contactos eróticos pasajeros constituyen una de las principales fuentes de demanda de la prostitución y el ejercicio de la prostitución por parte de algunas mujeres no responde a una motivación económica sino a un acto repetitivo, que puede ser consecuencia del trauma derivado de un abuso sexual o emocional experimentado. De hecho, el papel de la mujer prostituida no representa más que una exageración de las condiciones económicas patriarcales que se consideran normales para las mujeres: obtener indulgencias a cambio de nuestra colaboración sexual. Estamos en una sociedad que normaliza la cosificación sexual de las mujeres y que alienta la instrumentalización de las mismas bajo la égida de la “revolución sexual”.
Sin embargo algunas actitudes sociales frente a la prostitución sí manifiestan la doble moral puritana. Es lo que explica el desdén hacia las mujeres prostituidas y las medidas punitivas dirigidas contra ellas, que ponen de manifiesto el carácter patriarcal de una cultura que castiga con dureza la promiscuidad de la mujer y disculpa la del hombre, aunque sea esta última la que se encuentra estrechamente ligada por la cultura al abuso y la violencia. Las acciones feministas frente a dicha institución habrían de centrarse en los hombres.
El papel estructural de la violencia machista
Millett señala que el sostenimiento del patriarcado no solo requiere ideología, sino también el uso de la fuerza. La autora expone que no acostumbramos a asociar el patriarcado con la fuerza porque la aceptación general de sus valores es tan firme que apenas necesita el respaldo de la violencia. Pero la fuerza es imprescindible para su pervivencia. La violencia contra las mujeres no solo constituye una medida de excepcionalidad, sino que es un instrumento de intimidación constante. Es un atributo exclusivo de los hombres, que están psicológica y técnicamente preparados para consumar un acto de brutalidad. Aun cuando la utilización de las armas ha neutralizado las diferencias físicas naturales, la mujer se hace inofensiva gracias a la socialización. Ante un ataque se encuentra casi totalmente desvalida, como resultado de su educación tanto física como emocional.
El patriarcado se asienta también sobre un tipo de violencia marcadamente sexual. Todavía es un arma de ofensa de los hombres para atacarse entre sí, agredir a las mujeres que son “propiedad” de otro. La violación expresa el odio entre las razas, la defensa de la clase social, y el honor viril. Por supuesto, también sirve para expresar el odio hacia las mujeres “ultrajándolas”. La crueldad y la sexualidad, el sexo y el poder, están muy relacionados en el patriarcado y la pornografía constituye el instrumento perfecto para construir ideológicamente esta asociación.
Contemplar a un hombre azotar a una mujer despierta cierto placer morboso en los hombres. Ante los asesinatos de mujeres se llegan a escuchar algunos comentarios masculinos que denotan regocijo. Dadas las fantasías sádicas que pone de manifiesto la pornografía no debe extrañarnos este grado de identificación con los asesinos. La violencia machista es un acto ritual catártico para el machismo sociológico. La hostilidad hacia las mujeres se expresa de numerosas maneras, entre las que destaca la hilaridad. La literatura misógina combina a la perfección hostilidad masculina con comedia y esa hilaridad hostil se acentúa en los pasajes sexuales de los textos. Así, escritores tan reconocidos como Miller, copian el detallado realismo de la pornografía para describir violencia e insultos contra las mujeres, en medio de un clima sexual. Bajo el paraguas del arte y de la libertad de expresión, el discurso de odio y la apología de las formas más brutales de violencia contra las mujeres campan a sus anchas.
En el mundo hay multitud de formas de violencia contra las mujeres y el elemento común que existe entre todas ellas es la imposición de la autoridad masculina y la asignación a las mujeres de una casta inferior. Millett expone que la ideología patriarcal legitima la violencia machista mediante la ideología de la malignidad femenina. En el mito y la cultura popular, las mujeres se presentan como criaturas mentirosas, de malvados instintos, que merecen el castigo. Así, Hesíodo presentó a Pandora como la causante de todos los males de la humanidad (como la enfermedad y el trabajo peligroso). En la misma línea, el mito del pecado original representa a mujer como origen del sufrimiento humano. Por culpa de Eva, peca el hombre y con él la humanidad, porque el hombre es el prototipo de todas las razas (mientras que Eva es solo un ser sexual, fácilmente sustituible). La maldición que recae sobre Adán es trabajar con el sudor de su frente, es decir, hacer todo aquello que el hombre asocia a la civilización. La aparición de la mujer y la sexualidad ha destruido el mundo fantástico, libre de todo esfuerzo. El castigo de Eva conlleva la inferioridad de su posición: parirás los hijos con dolor y seguirás a tu marido que mandará sobre ti.
La subordinación cultural de las mujeres
La imagen cultural de las mujeres fomenta una terrible autopercepción que las despoja de toda fuente social de dignidad y autoestima. De hecho la condición humana en casi todas las lenguas se asigna solo al hombre: el masculino se considera el término universal, pero usualmente los universales se refieren solo a los hombres. Las mujeres sufren un descrédito sutil pero constante procedente de las relaciones personales, los medios de comunicación, la cultura, las discriminaciones en el trabajo, la educación y las presiones sociales sobre su carácter. Esto las conduce hacia una cierta marginalidad social y las lleva a despreciarse entre ellas tanto como se desprecian a sí mismas.
En un experimento desarrollado por Philip Goldber se pedía a dos grupos de estudiantes femeninas que evaluaran una disertación, firmada alternativamente por un hombre y una mujer (Juan o Juana McKay). Las estudiantes opinaron en su mayoría que el hombre era un extraordinario pensador, mientras que la mujer tenía una inteligencia muy mediocre. Los ensayos eran idénticos y las distintas reacciones dependieron del sexo atribuido a la firma. Otro ejemplo del desprecio de las mujeres hacia su propio sexo es la severidad con la que las mujeres juzgan a aquellas mujeres que cometen delitos graves. Aunque la criminalidad femenina sea algo muy excepcional debido al condicionamiento social, las mujeres suelen sentirse obligadas a disculparse por el comportamiento criminal de otras mujeres o a condenarlo con un celo exagerado, mostrando un rigor implacable.
El carácter pacífico de la revolución feminista
Millett resalta que la revolución feminista no puede contentarse con la transformación económica y política de la sociedad. El feminismo requiere de una profunda revolución cultural y para la causa de las mujeres toma una importancia crucial la toma de conciencia de la opresión. La autora considera que la concienciación social es para el feminismo un método mucho más eficaz que la agitación armada. De hecho la autora considera que, si el feminismo logra ser un movimiento de masas, la inteligencia creadora de todas esas personas podría eliminar por completo la necesidad de emplear cualquier tipo de violencia. La autora cree que la concienciación social que puede conseguirse gracias a las técnicas modernas de comunicación sería capaz de acelerar los cambios sociales a escala global, logrando una velocidad de las transformaciones pacíficas de la sociedad que jamás se ha observado antes. Millett observa entusiasta las acciones feministas que se suceden de manera espontánea en numerosos puntos del mundo y piensa que hay indicios de una ola feminista revolucionaria (de hecho Millett estaba inmersa en la que hoy se llama «segunda ola del feminismo», que transformó numerosos aspectos de la sociedad, aunque sin duda, no tanto como Millett deseaba).
La autora señala que el movimiento feminista podría formar una coalición igualitaria con otras luchas como la antirracista, y la de clases sociales, de modo que todas las luchas igualitarias caminen conjuntamente hacia una transformación profunda de la sociedad. Millett considera que las mujeres tal vez sean la fuerza crucial para la revolución exitosa, pues son el grupo alienado más numeroso de nuestra sociedad, y en virtud de su ira secularmente contenida, el sexo femenino podría desempeñar una función dirigente completamente desconocida en la historia.
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