Daniel Fernández Gámez
El estudio del concepto de “máscara” en la filosofía de Friedrich Nietzsche, nos llevó en una primera entrada a situarnos en el inicio de la problemática en los años filológicos de Nietzsche, tras su lectura de Schopenhauer y su crítica a Hegel y Sócrates, entre la Tragedia o la Dialéctica. En esta segunda entrada avanzaremos a través de esta relación del hombre con el mundo de los símbolos, especialmente en la moral como “error”. Dejaremos así para una tercera y última entrada el significado que tienen, en todo ello, las tres columnas más importantes del pensamiento de Nietzsche: el eterno retorno, el ultrahombre y la voluntad de poder.
Hemos visto, en definitiva, cómo la configuración de la “máscara mala”, esto es, de ese mundo de la ratio jerarquizado y polarizado, que se caracteriza por el anquilosamiento como “verdad” de la ficción socrática y racionalista, supone el avance de un devenir decadente. Será entre los años 1876 y 1882, es decir, entre aquellas obras que parten de Humano, demasiado humano y llegan hasta La Gaya ciencia, cuando nuestro filósofo se enfrente al problema de la historia de dicha civilización decadente, pero ahora desde una perspectiva mucho más vasta. En tal sentido, su paulatino alejamiento tanto de la salida estética de Wagner como de la visión metafísica de Schopenhauer, a los que alinea en la misma dinámica nihilista, supone el establecimiento de una cuestión mucho más radical.
Los siguientes pasos de Nietzsche serán llevar hasta sus últimas consecuencias el desenmascaramiento de la ficción decadente, de las fuerzas nihilistas que han tomado el poder desde aquella separación parmenídea entre ser y no ser. En efecto, si la filosofía trágica y dionisiaca puede definirse como rechazo de las barreras, de los opuestos y, en general, de la lógica, tal oposición efectuada por Parménides significó a su vez el surgimiento de la máscara decadente y anquilosada. El método que nuestro filósofo tomará para deshacer semejante mundo será la reducción al absurdo de la civilización de la decadencia y de sus modos de razonar (Vattimo).
Desde la concepción dionisíaca de la vida, el filósofo alemán se propone desenmascarar todos los presupuestos que están en la base de la metafísica, cuyo origen gnoseológico -ya no moral como en el caso de Sócrates- se halla en Parménides. Pero ese mundo que tratará de desenmascarar, de reducir a sus elementos, no es algo fuera de él mismo, dado que tal mundo y su historia es su mundo, nuestro mundo. No se trata, ni mucho menos, de asumir un punto de vista histórico-objetivo. La historia, el conocer ese fluir del mundo en sus magnificencias filosóficas e ideales, así como artísticas, metafísicas o morales, se reflejan como estados propios, en su cadencia y sedimentación vitales. Por eso, escribe:
Mi manera de referir cosas de la historia, consiste en relatar experiencias personales, tomando como base épocas y hombres del pasado.
La pertenencia a la tradición (religiosa, metafísica, moral, etc.) es un hecho constitutivo de nuestro existir. Incluso las pasiones mismas las analiza Nietzsche desde esta perspectiva, como asunción de necesidades sedimentadas por la tradición (en este sentido, el momento cumbre llegará en la plena maduración de su pensamiento, sobre todo en su análisis de cómo el cristianismo, con la imagen del Dios crucificado, creó una memoria en el hombre). Pero, en definitiva, lo que nos señala ahora es la necesidad de recorrer en nosotros mismos las etapas de la historia, pues con ello aprehenderíamos, de manera vívida y propia, los pros y contras, los anhelos y pasiones del tipo hombre que ha podido emerger y sostenerse en ese mundo de máscaras. Se ha de vivir ese pasado que fluye en nosotros, para reconocerse a uno mismo como un punto más de esa cultura, y así lo dice en Humano, demasiado humano:
Así, pues, ¡sigue con paso firme por el camino de la sabiduría! ¡Cualquiera que sea la condición en que te encuentres, sírvete a ti mismo de fuente de experiencia! Arroja, echa fuera la amargura de tu ser; perdónate tu propio yo, puesto que tienes en ti una escala de cien grados, por encima de los cuales puedes llegar al conocimiento. El siglo en que te lamentas de existir, te considera dichoso por tal fortuna. No te arrepientas de haber sido religioso, penétrate bien de cómo has tenido todavía acceso legítimo en el arte. ¿No puedes con la ayuda de estas experiencias seguir las inmensas etapas de la humanidad anterior?
De tal modo que, mediante la reconstrucción de la historia del mundo, que significa a la vez avanzar en el conocimiento de uno mismo, Nietzsche utilizará el método más propio y radical de ese mundo que quiere desenmascarar. O en palabras de Vattimo: más profundamente aún, en cierta medida, el desenmascaramiento mismo es un elemento no sólo en el plano del método del pensamiento, sino como un hecho de costumbre, del mundo de la decadencia. Y en este sentido sucederá que Wagner y Schopenhauer, antiguamente valorados como el genio de una renovación estética y el maestro para la nueva juventud, sean señalados como fenómenos internos de ese mismo mundo de la decadencia, cuyo núcleo constitutivo en la época presente es la violencia no enmascarada, signo que aparece con claridad dentro del mundo capitalista, ese mismo mundo que termina agotado por la mentira, los roles sociales, la fijación de normas lingüísticas, para finalmente reaccionar contra todo ello en forma de voluntad de desenmascaramiento.
En efecto, pues, cuando las máscaras no surgen desde la exuberancia creativa de Dionisos, es decir, como libre creación y gusto por ese otium que permite la apertura del poder poético, aparece el proceso decadente de fijación de normas y roles sociales, y a la vez el cansancio y la mentira que todo ello produce. Dentro de este proceso de decadencia surgirá, paradójicamente, el mecanismo principal por el que la misma metafísica, el mismo mundo de esa “máscara decadente”, llegue a su fin: el instinto de claridad, la voluntad de desenmascaramiento.
Sin embargo, que este proceso nazca de la misma tradición metafísica, como resultado de la aplicación de los mismos métodos predicados por esa moral, no ha de leerse ni mucho menos de forma hegeliana o dialéctica. No hay ninguna unidad a la que se tienda, ningún telos. Lo que aquí acaece, en el devenir socrático-apolíneo, supone el desmoronamiento de la ficción de la ratio en virtud de los presupuestos mismos de dicha razón: la búsqueda incesante de la claridad, es decir, el impulso del conocimiento llevado hasta sus últimas consecuencias, golpeando contra los cimientos mismos de tal pasión.
El supremo acto causado por ese instinto de verdad, llevará consigo la descomposición del núcleo divino desde el que se había configurado la metafísica cristiana. Así asistimos a la paradójica muerte de la metafísica, de su moral, en base al radical “deber de veracidad”, de búsqueda de la verdad incluso a costa de la vida misma. De tal modo que la máxima expresión de todo ello se condensará en la muerte de Dios, dado que dicha muerte se ha producido, precisamente, por la moral religiosa del hombre. Escribe Nietzsche:
Se advierte qué fue lo que venció al Dios cristiano: la misma moralidad cristiana, el concepto de veracidad entendido siempre con mayor rigor, la sutileza de padres confesores de la conciencia cristiana, traducida y sublimada en la conciencia científica, en la limpieza intelectual a cualquier precio.
Ahora bien, el nihilismo posee para nuestro filosofo un carácter claramente moral, en base a esa virtud central de la religión que es la veracidad u honestidad. El itinerario que emprende en relación al problema moral de la existencia, se desarrollará entonces mediante un análisis de los motivos u errores desde los que parte la moral, es decir, nuestro filósofo analizará los elementos desde los que se fundan las acciones del hombre, deshaciendo los elementos que sustentan y se relacionan con dichas condiciones de vida. Es así como en base a ciertos errores primarios, crece y se desarrolla todo un florecimiento de mentiras e ideales de carácter moral. La raíz de estos errores básicos puede resumirse en la capacidad para el autoengaño y la incapacidad para ver de qué manera una acción puede nacer de su contrario.
Por el momento, en su obra Humano, demasiado humano, nuestro filósofo atacará la definición kantiano-schopenhaueriana de moralidad como altruismo, señalando que en realidad dichas acciones consideradas como no-egoístas, son en realidad producto de la búsqueda del propio placer egoísta, placer que, en última instancia, es el reflejo sentido de cómo la voluntad de poder avanza y se despliega, incluso si se trata, como es el caso dentro del mundo de la ratio, de una voluntad enfermiza.
Ahora bien, ¿qué es el ego? Jamás un dato “último” de la acción, sino que se trata más bien de una imagen históricamente construida, la voz interna de la época, de la sociedad, de los poderosos, de los que crean valoraciones (filósofos, legisladores, profetas, etc.).
El egoísmo aparente.- La mayoría de los hombres, piensen lo que piensen y digan lo que digan siempre de su “egoísmo”, pese a ello no hacen nada por su ego, sino sólo por el fantasma del ego, que se ha formado sobre ellos, en la cabeza de quien los rodea, y que se les ha transmitido.
El desenmascaramiento nietzscheano se centrará entonces en la noción de egoísmo y en su condicionamiento histórico-social, es decir, en esa voz construida que es fuente de la acción del hombre y de su búsqueda del placer. Dicha “voz de la conciencia”, que al parecer arrastra al hombre a cumplir determinadas acciones “morales”, no es sino la presencia interna de la autoridad donde se ha nacido. Por lo tanto, el nexo entre moral y sociedad se presenta como necesario, y de ahí el carácter social de la moral y, en definitiva, la moral como autoescisión del hombre.
Estamos ante la moral como instinto de rebaño, lo que nos lleva a comprender que, para el filósofo alemán, los mismos instintos e impulsos son históricamente instaurados y modificados. En el mundo de la ratio, donde la verdad es una estipulación de la sociedad, no se da ningún “impulso” que pertenezca al individuo. La voz sentida como instintiva y como tal impulso, es la presencia del pasado: el instinto es la supervivencia en nosotros de prescripciones y normas sociales muy antiguas y ya consolidadas .
Tendencia a la satisfacción de los instintos, a la vez que una constante necesidad de seguridad sobre la existencia, hacen de la unión entre moral y metafísica la estructura violenta por la que el hombre satisface su poder.
La metafísica y la filosofía son intentos de apoderarse por la fuerza de los terrenos más fértiles; pero perecen siempre antes de conseguirlo, porque desbrozar bosques supera las fueras del individuo.
En efecto, porque como consecuencia de tal intento fallido, es decir, a causa de la imposibilidad de alcanzar totalmente el dominio cognoscitivo de la existencia, esa tiranía de la ratio por la que se reduce toda a la unidad (unidad del yo, de Dios, del ser, etc.), el hombre metafísico se vuelve alguien insatisfecho con la vida, caracterizándose por un carácter oscuro, débil y enfermizo. Hemos llegado, por tanto, ante la negación de la moral y de la metafísica, cuyo aspecto ha sido la necesidad de tales motivos ilusorios. Se ha alcanzado así un punto de no retorno, pues el desenmascaramiento del carácter ilusorio de las motivaciones morales no funda la moral sobre otras bases, sino que, sencillamente, la destruye (Vattimo).
Solo posteriormente, Nietzsche establecerá la distancia entre el hombre-esclavo, el metafísico, y el hombre noble o aristocrático, esto es, el espíritu libre. La metafísica debe ser abolida en favor de la genealogía.
F. Nietzsche, “El nacimiento de la tragedia”
F. Nietzsche, “Humano, demasiado humano”
G. Deleuze, “Nietzsche y la Filosofía”
G. Vattimo, “El Sujeto y la máscara”
R. Safranski, “Nietzsche”