G.W. Leibniz (II): de mónadas y lenguas universales. Una confrontación

Héctor J. Ibáñez Durá

En la anterior entrada, circunstancié brevemente el sentido histórico de los intentos de elaborar una lengua perfecta y universal, y resumí la teoría de las mónadas de Leibniz. Ahora la enfrentaremos con el específico proyecto leibniziano de creación de una lengua tal, contrastando su posible coherencia e inconsistencias.

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Permítame el lector una aclaración previa: no me consta que el propio Leibniz realizara un contraste entre su ontología y su proyecto de una lengua característica universal. Además, el rasgo fragmentario y disperso de sus escritos tiende a distribuir el conjunto de sus investigaciones según un patrón de compartimentos estancos, en que las tesis y conclusiones alcanzadas en uno de ellos no aparentan estar conectadas con las del resto. No obstante, lo que aquí intento es un escueto ejercicio de evaluación del grado de coherencia del autor, valorando las afirmaciones que contribuyen a sostenerla, así como sus incoherencias cuando sean manifiestas, por más que aquel no haya reparado en ellas o ni siquiera lo haya intentado.

Una lengua de ese tipo debe estar formada, cuando menos, por un sistema de signos que expresen o representen –por motivos de simplificación, no haré distinciones entre ambos términos− los entes, y unas reglas de tipo sintáctico que ordenen y dispongan dichos signos con el objeto de traslucir sus relaciones.  ¿Es posible implantar una lengua de esta naturaleza en el seno de la teoría de las mónadas? Prima facie, no parece plausible, habida cuenta de que estas sustancias simples son definidas por el autor como puntos metafísicos, con el perfil característico que hemos visto.

Pero cabe el subterfugio de recurrir a los compuestos que ellas forman gracias a los vínculos sustanciales. Para Leibniz, la materia presente ante nosotros, que no es sino un aggregatum de mónadas, es real, en la medida en que se manifiesta como compuesto de sustancias simples, pero en tanto que materia, es un irreal producto de la mónada de estrato superior que posibilita el enlace, por ejemplo, un alma.

Nuestra lengua, según mi hipótesis, referiría a estos compuestos o, lo que es lo mismo, a la materia dispuesta en multitud de individuos físicos, pero gobernados por el principio de continuidad, aludido anteriormente, en virtud del cual se afirmaba la relación entre aggregata. Su ligazón formal obliga a que los signos de la lengua, bien dispuestos, además de significar los individuos físicos, manifiesten las relaciones entre ellos. La principal regla que Leibniz encuentra para articular en un lenguaje los individuos físicos, sus relaciones internas y sus relaciones entre ellos, es la teoría del sujeto y el predicado.

En 1686, había presentado la afirmación, que siempre mantendrá, en el parágrafo octavo de Discurso de Metafísica, siguiendo la doctrina aristotélica, de que una sustancia simple es aquel sujeto al que se atribuyen todos sus predicados posibles, pero que él a su vez no forma parte del predicado de otro sujeto. Definición de la que podemos extraer el siguiente corolario: dos sustancias serán dispares entre sí en la medida en que sus predicados difieran.

Bertrand RussellMerece la pena detenerse para recordar brevemente la crítica de esta teoría que B. Russell expuso en su clásico estudio de 1900. Su principal conclusión, a este respecto, es que la idea de que la sustancia se define por sus predicados es incompatible con la pluralidad de sustancias. El razonamiento es el siguiente: si una sustancia es el sujeto de sus predicados, no será sustancia a menos que le haya sido asignada cierta colección de predicados, pero, para estar en derecho de predicación, previamente debe haber sido determinada como sustancia, sin embargo algo solo puede ser determinado como sustancia en tanto en cuanto es sujeto de predicación.

El dialelo afecta al principio de identidad de los indiscernibles que, recordemos, afirma que no existen en la naturaleza dos sustancias iguales: ¿cómo sería posible determinar la identidad o no identidad de dos sustancias –vale decir, la total igualdad de sus predicados− si no pueden ser numéricamente una o dos a menos que antes les hayamos asignado predicados? F. Copleston trata de dar una solución a esta aparente inconsistencia lanzando la hipótesis de que quizá Leibniz creyó que dos indiscernibles son metafísicamente posibles, aunque sea incongruente con su principio de perfección, si bien reconoce que tal posición estaría en contradicción con la teoría del sujeto y del predicado. Efectivamente, en Leibniz la expresión sustancia discernible es pleonasmo; es sustancia porque es discernible y viceversa, por tanto, para toda sustancia siempre habrá al menos un predicado que la diferencie del resto de sustancias. La objeción parece insalvable.

Volvemos ahora a la posibilidad de conjugar la monadología con la teoría del sujeto y del predicado y con una pretendida lengua universal. Lo primero que debemos intentar aclarar es por qué Leibniz emplea la misma expresión, sustancia simple, tanto para referirse a las mónadas, a los elementos últimos de las sustancias, como para aludir al sujeto de predicados que a su vez no es predicado de ningún otro sujeto. ¿Puede acaso considerarse sujeta a predicación una mónada? La respuesta a esta pregunta no parece relevante, desde el momento en que, suponiendo que fuera afirmativa, esa supuesta mónada/sustancia/sujeto no podría formar parte del predicado de otro sujeto, pero ¿acaso no hemos apuntado que las mónadas se agrupan entre ellas para formar aggregata? ¿Pasarían, pues, dichas mónadas a formar parte del conjunto de características de este compuesto y, por tanto, a poder predicarse de él? Parece más razonable suponer que cuando Leibniz utiliza esta expresión en su teoría del sujeto y el predicado se está refiriendo más bien a individuos físicos y, por tanto, a los aggregata. La idea que abona esta tesis ha sido apuntada unas líneas más arriba: los compuestos simbolizan con los simples, son sus análogos ontológicos y, por ello, poseen sus mismas propiedades. Teófilo:

«Hay que tener en cuenta que la materia, Nuevos Ensayostomada como ser completo […] , no es más que una acumulación, lo que de ello resulta, y que toda acumulación real supone sustancias simples o unidades reales, y cuando, además, consideramos lo que es propio a la naturaleza de esas unidades reales, es decir la percepción y lo que de ella se sigue, nos vemos llevados, por así decirlo, a otro mundo, es decir, al mundo inteligible de las sustancias, mientras que anteriormente solo estábamos entre los fenómenos sensibles […]; todo ello en virtud de la armonía, que a su vez es una consecuencia lógica de las sustancias»

No obstante lo anterior, subsanar una aparente inconsistencia del sistema leibniziano mediante el expediente de introducir una ambigüedad semántica en la expresión sustancia individual  no resuelve definitivamente el problema de su interpretación. Se trata más bien de una condición sine qua non para salvar la coherencia del propio sistema.

Resolvemos, pues, que la lengua universal proyectada busca significar un mundo de seres existentes, formados por átomos metafísicos, y las relaciones entre ellos, mediante el empleo de signos que remitan a ellos, y de la herramienta sintáctica proporcionada por la teoría del sujeto más el predicado. Nos preguntamos ahora cómo se amoldaría esa lengua universal a las características, detalladas anteriormente, de las sustancias, con el objeto de desentrañar posibles objeciones.

En primer lugar, en cuanto a sus relaciones internas, la lengua habría de poder respetar el principio de no contradicción, i.e., los predicados de cierta sustancia no deberían ser contradictorios entre sí. Pongamos por caso que A es una sustancia y que esa sustancia es Johan Sebastian Bach, y que de él se predica a, cuando a= «nació en Eisenach», y también b, cuando b= «murió en Leipzig». Si aceptamos ambos predicados, el principio de no contradicción nos imposibilita introducir en nuestra lengua no-a o no-b referidos, uno de ellos o ambos, a A. En relación con el principio de continuidad, habíamos apuntado que el parágrafo 61 de Monadología lo expresa en términos de una suerte de comunicación ideal entre sustancias. Es conocida la afirmación leibniziana al respecto que reza Natura non facit saltus. A mi juicio, debemos entender esta continuidad como el hecho de que unas sustancias compartan con otras ciertos predicados. Según este punto de vista, lo que hace comunicarse a la sustancia A con la sustancia B es que comparten al menos un predicado. Si B es Gottfried W. Leibniz, nuestra lengua traslucirá el principio de continuidad predicando b de B, vale decir, que Gottfried W. Leibniz −al igual que Johan Sebastian Bach− murió en Leipzig. Ahora bien, habida cuenta de que el autor de la Monadología afirma que todas las sustancias están conectadas y representan el mundo según el punto de vista de cada cual, entonces todas deben compartir al menos un predicado.

Leibniz 2Sin embargo, respecto de las relaciones entre sustancias, la explicación no resulta sencilla. La lengua debería poder respetar el criterio de composibilidad de las mismas. Para que dos sustancias coexistan, deben ser composibles; dicho de otro modo: sus atributos deben ser compatibles; dicho de otro modo: sus predicados deben ser no contradictorios. ¿Cómo podríamos expresar todo ello en términos de sujeto y predicado? Si establecemos en nuestra lengua que la sustancia A está formada por los predicados a y b  ¿cuáles –y cuáles no−  habrían de ser los predicados del resto de las sustancias todas si buscamos conservar la composibilidad? De nada sirve ahora el esquema comparativo previo; en cuanto a la incomposibilidad, no nos ayuda responder que de una sustancia, por ejemplo C,  no podemos predicar no-a, ni no-b, porque bien puede existir una sustancia que no haya nacido en Eisenach o no haya muerto en Leipzig, o ambas a la vez. Por ejemplo, si esa sustancia C es Johannes Kepler.

Para Leibniz, no existe ninguna nota que no se predique necesariamente de la correspondiente sustancia. Pero esto parece chocar frontalmente con toda su ontología modal, de lo cual él es consciente. Por ello introduce el siguiente matiz: en los juicios de razón, la necesidad es absoluta; en los juicios de hecho, la necesidad es ex hypothesi, i.e., contingente, siempre que lo contrario no implique contradicción. Él diría que, en nuestro ejemplo, el enunciado A es a y b es una verdad de hecho, y lo es gracias al principio de razón suficiente, vale decir, en virtud de Dios, en última instancia. Y no es menos cierto que, antes de darse a, habría sido posible darse g, por ejemplo si g= «nació en Jena». Si ocurrió el primer caso, y no el segundo, fue de acuerdo con la voluntad divina, que,  tal como queda expresado en Teodicea,  crea el mejor de los mundos posibles, entre todos los mundos composibles, según el criterio de bondad. En consecuencia, en materia de predicados contingentes, no parece posible introducir en nuestra lengua un mecanismo a priori que manifieste la composibilidad y la incomposibilidad entre sustancias. Solo nos resta confiar en que tal y cual predicado contribuyen a formar juicios que constituyen verdades de hecho de tal y cual sustancia, y que, por ello mismo, son composibles, y no a la inversa.

Lenguaje de DiosDistinto es el caso de los predicados que forman juicios de razón, o absolutamente necesarios. Imaginemos ahora que una sustancia D posee los predicados i y r, y que i= «es un icosaedro» y que r= «es regular». La Geometría ha descubierto nueve figuras, y solo nueve figuras, que poseen la propiedad de ser poliédricas y de ser, a su vez, regulares, y que una de ellas es el icosaedro regular. Esto implica que los predicados i y r están necesariamente asociados. Tal necesidad tiene su fuente, según Leibniz, en la eterna armonía de las cosas y no en Dios. La armonía preestablecida arroja todas las propiedades posibles y el entendimiento divino las combina infinitamente para crear mundos posibles −Cum Deus calculat et cogitationem exercet, fiat mundus−. Lo que no es posible, de acuerdo con las leyes geométricas, es la existencia de un dodecaedro irregular, es decir, que de D –o de cualquier otra sustancia− se predique i y no-r, porque una sustancia de ese tipo sería incomposible con las existentes. Lo mismo ocurre con una sustancia de la que se predique d y r, si d=«es un decaedro», porque la perfecta armonía del universo ha determinado que ambos predicados se excluyan necesariamente y que, por tanto, un decaedro regular sea incomposible con las sustancias que componen el mundo posible existente. Teófilo:

« […] no está en nuestra mano el hacer combinaciones según nuestra fantasía, pues si así fuese tendríamos derecho a hablar de los decaedros regulares, o a buscar en los semicírculos un centro de magnitud, al igual que existe un centro de gravedad»

Buena parte de los estudios que Leibniz dedicó a su lengua característica tienen que ver con el intento de hallar una simbología capaz de expresar, en un lenguaje a prueba de fallos, este tipo de verdades.

Por último, resulta igualmente problemática la asunción del cambio permanente de las sustancias. Ello conduce ineludiblemente a asignar a cada una de ellas uno o más predicados distintos en cada momento del tiempo, amén de aceptar que las relaciones entre unas y otras varían constantemente, ora dejando de compartir ciertos predicados, ora incorporando nuevas relaciones de predicados antiguos y/o de predicados nuevos. Las repercusiones, que ya descubrió George Dalgarno en su Ars signorum, se muestran desalentadoras, toda vez que en este caso nos hallamos ante un conjunto de sustancias infinitamente complejas, inabordable todo él por cualquier lengua, pero, con más motivo, por una lengua a priori, como la que Leibniz tiene en mente.

Por otro lado, una cuestión nuclear en su teoría del conocimiento, estrechamente ligada con todo lo anterior, es la de los géneros y las especies. Si no ordenáramos el conjunto de las cosas existentes según el patrón de individuos englobados en especies y estas a su vez recogidas en géneros, entonces, declara en Nuevos ensayos, «sería imposible hablar». Los géneros y las especies ahorran la obligación de inventar constantemente nuevas palabras para designar tanto acciones como cosas. Para ello hacemos uso de términos generales, que simplifican las características de lo designado y lo clasifican en grados. Esto es necesario a fortiori en una ontología como la leibniziana, poblada, como hemos visto, de infinidad de sustancias infinitamente complejas e indiscernibles todas ellas. ¿Cómo agrupar, por mor de la comunicación lingüística, todas estas sustancias repartidas en el inmenso campo del continuum que es la realidad? La solución pasa por llevar a cabo la problemática clasificación según términos generales, que son los géneros y las especies. A la pregunta de qué son los términos generales, Leibniz responde que se trata de universales basados en la similitud.

Sin embargo, surge un inconveniente en el uso de ciertos términos generales, concretamente en el caso de las especies, que está relacionado con la propia ontología leibniziana. Teófilo afirma que las especies pueden ser tomadas en sentido matemático o en sentido físico. Y a continuación añade:

«En rigor matemático, la mínima diferencia que provoca que dos cosas no sean absolutamente semejantes obliga a que sean de especie diferente. […] Así, pues, dos individuos físicos nunca serán completamente semejantes, y lo que es más, todo individuo pasará de una especie a otra, ya que nunca será totalmente semejante a sí mismo más allá de un instante»

Principio de identidad de los indiscerniblesHemos visto que el principio de identidad de los indiscernibles impide que dos sustancias sean dos e idénticas, lo que obliga a aceptar que ninguna especie contenga más de una sustancia. Además, la idea de la transformación continua que experimenta toda sustancia impide asociar de una vez para siempre cualquier sustancia a determinada especie. ¿Debemos pues asumir una clasificación siempre móvil de las cosas y, por tanto, una enciclopedia inestable y, en fin, una lengua en permanente drástica variación? B. Russell ha apuntado que probablemente en Leibniz individuo físico y sustancia singular no son expresiones sinónimas, porque, de serlo, este fragmento de Nuevos Ensayos contradiría toda su ontología. Pero ya he advertido antes que sí debían serlo si queríamos salvar la coherencia del sistema. La respuesta de Teófilo se limita a añadir que cuando establecemos especies, no lo hacemos con excesivo rigor, pero que si las hemos obtenido por medio de ideas composibles y conformes con la naturaleza, entonces estaremos en el buen camino y podremos darlas por correctas, cuando menos, provisionalmente, sin perjuicio de que posteriormente hallemos nuevas ideas que contribuyan a perfeccionar nuestro catálogo de especies.

En conclusión, nuestro autor nunca se preguntó cómo su nueva lengua, a través del cálculo lógico, podía respetar y traslucir ciertos aspectos de su ontología, como la relación entre sustancias, y la (in)composibilidad de sustancias en proposiciones contingentes; así como con ciertos principios, por ejemplo, la aparente incompatibilidad entre el principio de identidad de los indiscernibles y los conceptos de género y especie. En este último caso, al menos en Nuevos Ensayos sí pareció haber intuido la distinción conceptual de tipo semántico entre identidad e indiscernibilidad, pero la desechó inmediatamente por mor de cierto pragmatismo.

En cualquier caso, todo su proyecto quedó por hacer, tanto por sus inconclusos análisis gramaticales como por la ausencia de un nexo coherente y trabado con sus desarrollos lógicos. Pero sería un error interpretarlo como el reconocimiento subjetivo de un fracaso teórico. Todavía dos años antes de su muerte, un Leibniz no por más prudente menos pertinaz escribió a N. Remond, Primer Consejero del Duque de Orleans:

«Me atrevería a señalar que si yo hubiese estado menos distraído, o si fuese más joven o tuviese hombres talentosos que me ayudaran, todavía aspiraría a crear una especiosa general, en la que todas las verdades de razón se reducirían a un cálculo. Al mismo tiempo, este podría ser cierto tipo de lenguaje o escritura universal, aunque infinitamente distinto de todos los lenguajes que han sido propuestos, pues los caracteres y las palabras darían por sí mimos los caminos hacia la razón, y los errores […] serían solo fallos de cálculo. Sería muy difícil crear o inventar esta lengua característica pero muy fácil de aprender»

Puntos de apoyo

 

 

F. Copleston, Historia de la filosofía Vol. 2

N. Joley, The Cambridge Companion to Leibniz

F. W. Leibniz, Obras completas.

N. Rescher, Leibniz : an introduction to his philosophy

B. Russell, Exposición crítica de la filosofía de Leibniz.

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