Teoría Estética de Adorno (III): Crítica al fetichismo de la industria turística y elogio de la fealdad

Tasia Aránguez

Tras la primera y la segunda entrada sobre la potente y cautivadora «Teoría Estética» de Adorno, esta es la tercera y última entrega de mis lecturas. En ella expongo ideas procedentes del capítulo sobre la belleza natural, que es uno de los más influyentes de la obra y, sin duda, el más hermoso. También recojo de este y del resto de capítulos reflexiones sobre otras temáticas que considero interesantes para la ontología estética (en las dos entradas anteriores me he centrado más en las relaciones entre el arte y la sociedad). Las temáticas que he decidido compartir aquí son: la fealdad, la magia, lo sublime y la normalidad.

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La belleza natural

En los tiempos en los que realmente no se dominaba la naturaleza las formas de su poder indómito causaban espanto”. Sin embargo, conforme los seres humanos fuimos dominando la naturaleza, dejamos de sentir sobrecogimiento y, finalmente, atrapamos a la naturaleza incluso en las redes del capitalismo. “La cosificación de las relaciones interhumanas infecta cualquier experiencia (…) El más bello rostro de una joven se vuelve feo por su aguda semejanza con la estrella de cine, pues aparece como algo prefabricado”. Por eso se rechaza el paisaje natural cuando en él aparecen las huellas de lo mercantilizado. “La prohibición de las imágenes en el Antiguo Testamento tiene un aspecto estético además de teológico. El que no se pueda hacer ninguna imagen, es decir, nada a imitación de otra cosa, nos dice a la vez que es imposible tal imagen. Lo que se manifiesta en la naturaleza pierde, al duplicarse en arte, su ser en sí”.

La industria turística ha cosificado la naturaleza. Naturaleza quiere decir ya Parque Nacional. La belleza natural es ideología. Se considera un mérito, en sentido burgués, apreciar la belleza de la naturaleza. En el turismo organizado apenas queda nada de la naturaleza. Sentir la naturaleza, percibir su calma es ya un privilegio que se valora comercialmente. “Pero la categoría de la belleza natural no queda condenada por esto”. Cuando el amor hacia la naturaleza es fuerte, se siente repugnancia hacia el hecho de hablar de ello. La expresión “qué hermoso” aplicada a un paisaje está hiriendo su lenguaje silencioso y disminuyendo su hermosura. La belleza natural quiere silencio y es capaz de sacarnos por un instante de nuestro encierro existencial. La apreciación de la belleza natural es un acto inconsciente, que suele resultar incompatible con la mirada demasiado atenta, por eso es casi siempre inútil la vista intencionada de paisajes famosos. La contemplación de la belleza requiere de un momento de inconsciencia espontánea. Hay algo en la contemplación de la alta montaña que refleja el delirio de grandeza propio de la burguesía, su sentido del récord, su tendencia cuantitativa y su culto por el héroe; pero también aporta al que la contempla algo diferente, la conciencia del límite del dominio humano y la impotencia del afán y del trabajo universal.

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A veces ocurre que un grupo de árboles se destaca por su belleza y que nos parece, aunque sea vagamente, la señal de un suceso anterior; una roca que al mirarla se convierte unos segundos en un animal anterior al mundo mientras que en la próxima mirada ha desaparecido ya la semejanza. Es un espectáculo advertir cómo las nubes representan dramas de Shakespeare y cómo sus bordes dorados retienen los relámpagos como si fueran duraderos. Solo que este sentimiento, por muy emparentado que esté con la alegoría, es transitorio hasta llegar a lo deja vu y su mejor calificativo es el de efímero.

El arte no imita a la naturaleza, tampoco a una concreta belleza natural, sino a la belleza natural en sí misma”. “Es una barbaridad decir que cualquier realidad natural es más bella que otra; (…) y sin embargo la ceguera ante la belleza de la naturaleza sigue siendo ejemplo de banalidad”. “En la pura receptividad, tan alabada, hay algo de ese respirar a pleno pulmón en la naturaleza, del puro dejarse llevar”.

En las tierras del sur hay días sin nubes cuya existencia parece estar justificada por una finalidad que sería la de poder ser percibidos. Cuando esos días se acercan a su fin con la misma claridad serena con la que empezaron parece que brota de ellos el sentimiento de que no todo está perdido, de que todo puede mejorarse”. “La imagen de lo más antiguo en la naturaleza contiene la cifra de lo que aún no existe, de lo posible”.

La belleza natural está muy cerca de la verdad, pero se oculta precisamente en el instante de la máxima proximidad. (…) El fetichismo de la naturaleza, el escape panteísta tiene sus límites”. “Esta dignidad de la naturaleza es la renuncia, que decía Hölderlin, de cualquier clase de uso, aun del uso sublimado procedente de la añadidura de un sentido humano. La comunicación no es sino la adaptación del espíritu a lo útil, no es sino el situarse a sí mismo entre las mercaderías, y lo que hoy se llama sentido participa de esta monstruosidad”. “La belleza de la naturaleza es lo distinto de cualquier principio dominante, de cualquier difusa dispersión: es lo más parecido a la reconciliación”. A la naturaleza solo se accede mediante el silencio. Hegel no comprendió la belleza natural porque rechazaba todo lo transitorio y todo lo que no se podía conceptualizar, y por eso se volvía torpe ante el motivo central del arte, el de la búsqueda de la verdad en lo transitorio y efímero.

El ser en sí del que dependen las obras de arte no es la imitación de una realidad, sino la anticipación de un ser en sí que aún no existe, de algo desconocido”. “El arte querría, usando medios humanos, dar realidad al lenguaje de lo no humano”. “El arte intenta imitar una expresión que no procede de intención humana alguna. Cuanto más perfecta es la obra, tanto más ausente de ella están las intenciones”. “Aunque el lenguaje de la naturaleza es mudo, el arte intenta convertir en lenguaje ese silencio”.

La belleza de la naturaleza consiste en que parece decir más. La idea del arte es arrancar ese más”. El más no es la articulación de las partes, sino algo diferente, a lo que Benjamin llamaba “aura” y Baudelaire “atmósfera”. La transcendencia del arte está muy cerca del enmudecer. Observamos esto en la música, con sus tonos que repentinamente emergen desnudos de ente una densa configuración y ponen de manifiesto cómo el arte, por su propia tendencia interna, desemboca en su momento de naturaleza.

La fealdad

La pregunta, ¿todavía esto es arte? Es estéril. Lo interesante es observar cómo el arte se mueve constantemente hacia lo que está fuera de la estética. La pregunta por sus límites pretende impedir su natural movimiento. El arte se mueve con mayor vitalidad cuando destruye su concepto general, en esta destrucción es fiel a sí mismo. El arte no consiste solo en obras de arte, como atestigua el hecho de que los artistas trabajan a menudo de manera artística sobre cosas que no son obras de arte. Cualquier cosa puede llegar a ser arte en el transcurso de la historia.

El peso de lo feo ha crecido tanto en el arte moderno que se ha convertido en una cualidad nueva”. “Los horrores anatómicos de Rimbaud y Benn, lo físicamente repugnante en Beckett o los rasgos escatológicos de algunos dramas contemporáneos nada tienen que ver con los campesinos de los cuadros holandeses del siglo XVII. Ha pasado ya esa soberbia del arte que creía poder integrar en sí mismo, de forma elevada, el placer anal. La ley de la forma capitula ante lo feo. La razón es que la categoría de lo feo es absolutamente dinámica y necesaria, lo mismo que la de su opuesto, la de lo bello”. Juzgar que un paisaje asolado por una instalación industrial o un rostro deformado es sencillamente feo carece de evidencia. Lo que sí podemos encontrar en lo feo es un principio de violencia, de destrucción.

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Nietzsche dijo que todas las cosas buenas fueron amargas alguna vez. Cualquier contenido hundido y renacido puede ser sublimado. “La belleza no es el puro comienzo platónico, sino algo que ha llegado a ser por la renuncia a lo que en otro tiempo se temía, y nace, en la etapa final, de la contemplación retrospectiva de su oposición a lo feo. Belleza es prohibición de prohibición”. Lo feo es la violencia desordenada y moral, lo sexual polimorfo. El arte no sería nada si no existiera esa negatividad que corroe sus momentos más intensos, esa antítesis de lo bello.

La belleza sostiene que su atractivo es puro, que no está perturbado ni contaminado por ninguna otra cosa. El arte de lo bello se eleva sobre las fuerzas de la naturaleza convirtiéndose en dominadora. Pero la belleza tiene sus vergüenzas, esconde un secreto que intenta ocultar. La armonía es dominadora y soberana. “La amabilidad impuesta deja de ser amable”. La belleza pura escupe sobre su pasado de belleza impura y deformada a causa de los inevitables factores de violencia del mundo.

La aceptación de lo feo en el arte fue antifeudal. Lo sórdido permite introducir al cuarto estado, al infraproletario. “Todo cuanto se halla oprimido y quiere la revolución está penetrado de amargura de acuerdo con las normas de una vida bella en una sociedad fea, está comido de resentimiento, lleva todos los estigmas humillantes del trabajo corporal y esclavizador”. “El arte tiene que convertir en uno de sus temas lo feo y lo proscrito: pero no para integrarlo, para suavizarlo o para reconciliarse con su existencia por medio del humor, más repulsivo aquí que cualquier repulsión. Tiene que apropiarse de lo feo para denunciar en ello a un mundo que lo crea y lo reproduce a su propia imagen”.

El arte moderno tiende hacia lo escabroso. Frente a ello, los defensores del statu quo sostienen que la realidad presente ya es lo suficientemente fea y que el arte debería ser hermoso. Sin embargo podemos sostener que el arte, mediante sus formas supuestamente autónomas, se pone a favor de la opresión y negación que esas formas implican. La forma artística crea un exterior, una exclusión. Lo feo se alza como un poderoso valor de lo excluido. Adorno condena que contemplemos cuadros de niños proletarios hambrientos y pinturas de extrema miseria pensando que esas imágenes manifiestan el buen corazón de su autor y autoconvenciéndonos de que la situación que reflejan las imágenes no es tan extrema. El arte debe trabajar contra esa actitud de tolerancia renunciando en su lenguaje a cualquier forma de afirmación.

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El veredicto estético contra lo feo se apoya en que se le identifica con la expresión de un dolor al que se contempla con desdén. “El imperio hitleriano, y toda la ideología burguesa en general, nos ha dado la prueba de ello: cuantas más torturas se administraban en los sótanos, más cuidado se tenía de que el tejado estuviera apoyado sobre columnas clásicas”.

Lo feo ha pasado de ser enemigo del arte a convertirse en su motor, capaz de conducir al arte más allá de su ideal. Cuanto más pura y autónoma se crea una obra de arte, más horror puede encerrar. Ya no se puede confiar en transformar el miedo en una forma bella. “Las grandes obras de arte retienen, gracias al peso de su triunfo, cuanto de destructor y disgregador les rodeaba”. Las tinieblas brillan. “Aun en los objetos aparentemente más neutrales, los que el arte trata de eternizar como bellos, anida una cierta dureza, algo inasimilable, como si temieran a esa vida eternizada que se les quiere conceder: hay en ellos algo deforme”.

Lo bello es un momento precario de equilibrio, que es constantemente destruido porque no puede mantener la identidad consigo mismo, sino que tiene que transformarse en cosas que en el momento de equilibrio se le oponían. Lo bello está condenado a traicionarse a sí mismo. Lo bello se opone a lo normativo convencional, a lo cosificado, pues lo bello muere ante lo aplanado y falto de tensiones. Por eso el realismo socialista, y el arte comprometido corren el peligro de morir de dogmatismo. La idea de la unidad estética, de la reconciliación y el consenso, sostiene que su unidad se construyó sin violencia, pero ese origen prístino es falso. El arte se hace cómplice de la ideología y del poder cuando se presenta engañosamente como si existiera una reconciliación que no existe. La unidad de la obra de arte procede haciendo violencia a lo múltiple. El logos separa, mutila, es culpa originaria. El factor difuso que hay en el arte, los impulsos singulares hacia su inmediatez, la harían volatilizarse sin dejar residuo si no existiese una tendencia hacia la unidad. La unidad controla lo vaporoso del arte, ejerce un dominio.

No existen obras perfectas, en el arte siempre existe un elemento irreconciliable. Lo quebrado y lo fragmentario muestran esta naturaleza del arte. Las obras profundas son las que no tratan de ocultar lo divergente o lo contradictorio.

La magia del arte

La magia, con sus prácticas rituales, es predecesora del arte. El arte conserva de la magia la pluralidad del sentido y la cercanía con el mito. Las obras de arte, como ejemplifica la poesía, no eliminan lo difuso y resbaladizo, sino que ayudan a trasladarlo a la conciencia. “Lo que impulsa al arte es la contradicción entre su embrujo, resto rudimentario del pasado, presencia inmediatamente sensible, y el mundo desmitificado en que existe, y en el que no puede renunciar completamente a la magia”. Su embrujo es marca de su racionalidad, ya que logra desembrujar a un mundo que creía estar desembrujado. El arte es herencia de esa actitud del espíritu que buscaba las esencias de las cosas, que son tabú en un mundo de progreso racional y científico. Las obras de arte, con su estar ahí, postulan la existencia de lo no existente. El arte insinúa que solo es verdadero lo que no se acomoda a este mundo.

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Lo sublime

En el mundo de Kant la naturaleza era impetuosa, indómita y por eso era tabú. Kant reservó a la naturaleza el sentimiento de lo sublime, que entraba en creciente conflicto con el gusto estético. La liberación de lo elemental introdujo en el arte todo aquello que es repelente y no agradable a los sentidos, lo que antes era tabú, lo no agradable sensualmente. Esto también posibilita la autonomía del arte, porque el arte queda liberado de los miramientos respecto de su recepción, su fachada sensible se vuelve indiferente, y el contenido del arte no aspira a ser aprobado por la sociedad. El arte se espiritualiza, no por sus ideas sino por lo elemental. Se convierte en algo libre, carente de intención. Es lo salvaje, lo desocupado culturalmente. Lo que Kant había reservado a la naturaleza se convierte en lo constitutivo del arte mismo, lo que permite diferenciarlo de lo que después se llamó industria del arte. El arte reniega del servicio y es incompatible con cualquier ideología del servicio de la sociedad.

Lo sublime de la naturaleza se siente y eso anticipa la reconciliación con la naturaleza. Cerca de esta idea está la tesis de Schiller de que la persona solo es humana cuando juega, al hacer plena su soberanía. Tras el hundimiento de la idea de belleza formal solo queda la idea de lo sublime. Lo sublime acepta las contradicciones, pues se encuentra contenido de verdad cuando las contradicciones se muestran con todos sus filos.

Sin embargo lo sublime, se encuentra cerca de su contrario: la charlatanería propia de la religión del arte. La frase de que de lo sublime a lo ridículo hay un solo paso sintetiza esta idea. En su significado originario quería decir que un estilo grandioso, un proceder patético, puede convertirse fácilmente en algo cómico. Pero hay en esta frase una idea más profunda: el individuo, cuando cree que mediante su razón puede resistir a la muerte, se hincha como si fuera absoluto y parece una figura cómica. Lo cómico es lo que se ha convertido en nada a causa de sus exigencias de relevancia, la ambición conduce al individuo a ponerse del lado del poder establecido, pero con todo ese ridículo pretencioso se pone de manifiesto también lo irrisorio del poder establecido su grandeza. Por eso el arte más avanzado encuentra en la comedia algo trágico.

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La normalidad

Una obra de arte no puede ser un fracaso porque los valores aproximados son ajenos al arte, el término medio resulta funesto. El arte no tolera las obras normales, ni tampoco las mediocres, ni las que responden a los cánones. Por eso las obras de arte no pueden ser comparadas cuantitativamente, su dimensión se ríe del más y del menos. Ninguna obra de arte de calidad se ha plegado por completo ante las reglas de un género. La necesidad de separarse de los modelos mecánicos ha acabado por incorporarse a las enseñanzas de los Conservatorios de música. La exigencia de individualidad estética es universal. Es verdad que las obras se elevan unas sobre otras por su calidad, pero también lo es que son inconmensurables entre sí. Su intercomunicación es solo antitética: “una obra es enemiga moral de otra”.

Sin embargo las obras de arte no son producto del genio, ni maravillas solipsistas. Los interrogantes que en las obras anteriores quedaron sin resolver están esperando un nuevo tratamiento. Pero eso no implica que exista una razón histórica en el progreso del arte: hay problemas que son olvidados, y hay antítesis que no niegan ni suprimen la tesis anterior. En el devenir del arte hay olvidos y regresiones, redescubrimientos de lo oprimido. Si se trazan líneas de continuidad y conjuntos estilísticos solo puede hacerse al precio de pasar por alto diferencias inconmensurables.

Puntos de apoyo

 

 

T. Adorno, Teoría Estética

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