Las máscaras de Dionisio (I): La Tragedia o la Dialéctica

Daniel Fernández Gámez

El culto pagano, ¿no es una forma de reconocimiento
y de la afirmación de la vida? Su más alto representante,
¿no debería ser una apología y una divinización de esta?

F. Nietzsche, La voluntad de poder

Nuestro estudio se desarrollará en torno al concepto de «máscara» en la filosofía de Friedrich Nietzsche. En la construcción de este problema, nos encontraremos otros sinónimos que se sitúan en el mismo horizonte, tales como «ficción», «ilusión» o «verdad devenida fábula». Si bien dicho concepto no define la filosofía nietzscheana, creemos que mediante la elaboración y discernimiento de este problema podemos recorrer, si quiera sucintamente, los principales elementos que sostienen su herencia filosófica.

Nuestra investigación, por tanto, se dividirá en tres partes. En la primera de ellas, situaremos el inicio de la problemática en los años filológicos de Nietzsche, tras su lectura de Schopenhauer y su crítica a Hegel y Sócrates. Posteriormente, en nuestras próximas publicaciones, avanzaremos a través de esta relación del hombre con el mundo de los símbolos, especialmente en la moral como «error». Nuestra investigación se cerrará con el significado que tienen, en todo ello, las tres columnas más importantes del pensamiento de Nietzsche: el eterno retorno, el ultrahombre y la voluntad de poder.

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La Filología como disfraz

Si un rasgo nos parece fundamental en el carácter de Nietzsche, ya desde su juventud, es que para él todo pensamiento, toda lectura, tiene que ser capaz de configurar la vida. Nietzsche exige que los pensamientos puedan encarnarse; sólo entonces tienen valor y significación para él (Safranski). De tal modo podemos cifrar la importancia que tuvieron, durante el periodo filológico de su juventud, su dos principales influencias: la lectura de Schopenhauer y el estudio de los presocráticos.

En 1869, con apenas 25 años, nuestro joven filólogo es nombrado Catedrático extraordinario de la Universidad de Basilea. Sin embargo, ya por entonces venía sintiendo y desarrollándose dentro de sí otra fuerza, otro instinto contrario al del docto, esto es, la fuerza creadora del filósofo, abriéndose a la exigencia de nuevas perspectivas, y consciente de ello escribe: «La observación coarta la energía: descompone y desmenuza. / El instinto es lo mejor».

Este anquilosamiento en la observación definía el estado de la Filología, un rumiar de pensamientos heredados, ya hechos, sumado a la acumulación de materiales y a la aplicación de la “conciencia histórica”. El hombre moderno, el burgués, aterrorizado y debilitado por esta conciencia, se le aparecía al joven Nietzsche como un ser esclavizado bajo la tiranía de máscaras convencionales: el docto, el científico, el político, etc. Percibe entonces de qué manera las fuerzas naturales de la existencia, desvelándose a la vez en perenne devenir y en su abundancia de procesos, suponen una amenaza para ese hombre moderno, débil, inseguro, que ante ello ha tomado la ficción como única arma de defensa. El disfraz significa la contrariedad interna de la vida, «conflicto dentro del cual el hombre moderno se encuentra implicado y en función del cual asume la ficción como disfraz y arma» (Vattimo). 

La crítica de Nietzsche se plantea aquí sobre el problema del ser y el parecer, cuya tensión, en el hombre moderno, se da como desequilibrio entre forma y contenido. Aguijoneados por el temor y la necesidad, los hombres decadentes se niegan a asumir responsabilidades, son incluso incapaces de actuar en la Historia misma, por lo que el disfraz se define como aquello que no les pertenece por naturaleza, sino que supone la aceptación de una máscara convencional, heredada o asumida en virtud de la supervivencia y la debilidad. Asimismo, la ciencia, que configura el trabajo y construye la conciencia en la Modernidad, se desarrolla como otro mecanismo más de ficciones, un sistema de metáforas elaborado sobre el sistema base metafórico: el lenguaje, que se encarga de valorar, jerarquizar y ordenar el mundo. El lenguaje no conlleva sino el establecimiento y la fijación de relaciones de dominio. Por lo tanto, aquel que escriba quebrantando las reglas establecidas del lenguaje, está enemistándose contra el orden de las castas y los rangos, está volatilizando todo ese mundo de sumisiones e imperativos.

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El mismo Nietzsche se hará enemigo de los filólogos de su tiempo. Con El nacimiento de la tragedia comienza a aceptar su tensión interior, al encaminarse por la elección del hombre heroico, la senda del genio, y en su mente se escriben a fuego aquellas palabras milenarias: llegar a ser lo que se es. La Filosofía, para él, sólo tiene sentido si modifica la vida, es ella misma actividad que interviene en la vida, que la trastoca y la expande. Pensar es para Nietzsche actuar. Y así, el primer elemento que derribará, luchando contra su entorno de filólogos y contra la teoría hegeliana, será el concepto de “clasicismo”. 

La Antigüedad es “clásica”, se había establecido, en tanto que en ella se realiza una perfecta coincidencia entre esencia y forma, cosa en sí y fenómeno. Ahora bien, ¿acaso se puede afirmar, como lo hiciera Hegel, que en el espíritu griego, en ese arte clásico que representa la armonía y la plenitud existencial, no se da ningún conflicto? Nietzsche, basándose en la idea de Schopenhauer de la imposibilidad de una confluencia entre ser y parecer, interpretará lo clásico como un modo de reaccionar defensivamente ante esta imposibilidad. En las bases de la Antigüedad griega está sin duda la intuición orgiástica, la desmesura asiática, pero el conflicto radical se vislumbra a través de las palabras de Sileno y de la sabiduría popular. El clasicismo se forma como una peculiar configuración de divergencia, de suyo inevitable, entre ser y parecer. Es una forma de máscara brotada del dolor. 

El límite apolíneo 

«Estirpe miserable de un día, hijos del azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería ventajoso no oír? Lo mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor en segundo lugar es para ti, morir pronto».

El manantial del que brotaran el espíritu griego y sus regias formas en la tragedia es un manantial de presencias enigmáticas, de abismales sufrimientos, de oscuros ritos orgiásticos. Al contrario de lo dicho por Hegel, ahora es lícito preguntarse – y este será el hilo conductor de El nacimiento de la tragedia- de qué terrible conflicto ha podido florecer el mundo artístico de los olímpicos.

En efecto, Nietzsche percibe cómo en el fondo de la existencia se muestra una oscura voluntad, un Devenir caótico y doliente que todo lo domina, pero a la vez se admira en la armoniosa definición del arte clásico, y allí descubre cómo el hombre griego, consciente de tal principio devastador, había creado la máscara apolínea, había elevado, dolorosamente, el límite del horizonte y de la forma: es el alegre hechizo que adormece el enigma. Dice Vattimo:

El mundo de la apariencia y de la forma definida, la cultura apolínea que encuentra su máxima expresión en la escultura griega, es una ilusión, una máscara, que sirve para soportar la existencia, aprehendida en su esencia por la sapiencia dionisíaca, que le es más próxima, y por esto no se formula en expresiones definidas, sino que comparte su móvil fugacidad, la caoticidad, el carácter oscuro.

Ante el subsuelo dionisíaco, caótico y fugaz en que consiste la existencia, la máscara apolínea surge entre los griegos de la época trágica con el fin de delimitar un horizonte, con ella consiguen definir y eternizar una parte de la existencia. Dicha máscara, como el lenguaje mismo, es una metáfora creada con el fin de permanecer en la vida. El arte y la religión son, en palabras del joven Nietzsche, “poderes eternizares”, es decir, “valores” creados para defenderse contra la sobreabundancia de Dionisio. Lo onírico, que es el velo con que Apolo cubre la esencia dionisíaca de la vida, supone la transfiguración del horror  existencial en las formas definidas de los dioses del Olimpo. A su vez, esta cultura apolínea, que establece la fijación de confines, de “lo bueno” y “lo malo”, es una configuración proyectada desde lo dionisíaco mismo.

Ahora bien, si tanto en el disfraz del hombre moderno como en la máscara apolínea hay escisión entre ser y parecer (contrario a lo asumido por Hegel), sucede sin embargo una gran divergencia: mientras la cultura trágica se afirma en una constante transfiguración y glorificación de la vida, la ciencia moderna (hija de la dialéctica socrática) se configura como la máscara decadente, aquella que consolida tan solo un único sistema de reglas, que fija los roles sociales e históricos, anulando la sobreabundancia creativa de Dionisio. 

apoloLa náusea que siente el hombre griego nace ante la visión de jerarquías cerradas y tabúes prescritos como límites infranqueables, es tan sólo ante esa “realidad”, es decir, esa configuración y máscara que ha tomado la existencia en su Devenir, que el hombre griego trata de huir. Por tanto, en el hombre trágico se da una doble fuerza: aquella que tiende al límite y al poetizar con el fin de permanecer en la existencia, y aquella otra, libre de temor y de conflicto, que desea la creación de máscaras siempre nuevas, superándose una y otra vez, quebrantado sucesivamente la ley, el límite (entonces llega el tiempo de los héroes como Prometeo, Edipo, etc.). Desde esta idea, de suma importancia para adentrarse en los conceptos fundamentales de “Voluntad de Poder” y en lo que tendrá que decir Zaratustra,  se podrá advertir lo erróneo que supone la interpretación darwiniana del ultrahombre y de todas las nociones de lucha, pues «significa en efecto retornar al teorema fundamental metafísico y moral de la unidad originaria del ser, esta vez entendida como “la vida” con sus exigencias de conservación y desarrollo» (Vattimo).

En definitiva, la máscara dionisíaca surge desde la exaltación, fruto de un estado de creación y sobreabundancia eterna, como ruptura de cualquier orden rígido, incluso del más “sagrado”. Nietzsche encontrará en el coro trágico la fórmula para desvelar dicho juego de máscaras, pues si bien el hombre moderno, racionalista e ilustrado, es el espíritu débil y dialéctico descendiente de Sócrates, el hombre trágico, posteriormente llamado el ultrahombre, se define como el espíritu libre, potenciador de la vida: él es el Sátiro. 

El hombre trágico y la afirmación de la vida

La vida, por lo tanto, es trágica. Dominan en ella lo monstruoso, el sufrimiento despiadado (esto puede verse, por ejemplo, en el “estado de esclavos” como necesidad de cualquier cultura superior), así como la muerte y la crueldad. La Cultura, toda cultura, descansa sobre dichos presupuestos, y de tal modo Nietzsche percibe «el camino clandestino de la voluntad de la vida, y descubre en qué medida esta voluntad de la vida goza de capacidad inventiva en el terreno de la cultura. Para retener en la vida a sus criaturas, se encubre en un delirio, en ilusiones» (Safranski).

Dichos enmascaramientos, creaciones y configuraciones de la Cultura misma, se dan en una clara diferenciación. En efecto, Nietzsche efectúa su crítica en base a la distancia que existe entre la cultura artística (cuyos ejemplos serán la Grecia antigua o el Renacimiento italiano), la cultura religiosa-metafísica (como el Occidente cristiano o el budismo oriental), o bien la cultura socrática de las ciencias y la dialéctica. Solo la cultura artística supone la afirmación de la guerra como fondo de la vida y a la vez la creación constante de nuevas máscaras, esto es, únicamente la cultura trágica, que ha aceptado la esencia dionisíaca de la existencia, se caracteriza por la superación del anquilosamiento y de la decadencia, mediante la infinita creación y la libre fuerza plástica de Dionisio, pues en sí misma descubre la “realidad” en su cualidad de apariencia.

En la tragedia, cuando el hombre se convierte en Sátiro, es decir, cuando se afirma en la vida como máscara del ser humano divino y primigenio, lejos de retornar al Uno o tal vez de anhelar la “salvación” y cualquier solución al dolor, se obtiene la liberación de lo dionisíaco, su expresión externa como libre energía poetizante, «más allá del temor y de la inseguridad que lo hacen decaer a producción de ficciones defensivas y encubridoras» (Vattimo). El dolor, para la sabiduría desde la que se funda la cultura artística, es un elemento más de la vida, una de sus raíces, y con ello hemos de interpretar el paralelismo que Nietzsche, a lo largo de su vida como filósofo y también en su correspondencia personal, expone entre su propia creación y los dolores del parto: para crear y superarse, y a su vez proyectándose como mecanismo que afirma la vida en su potencia infinita, el mismo Dionisio tuvo que ser asesinado, descuartizado y de nuevo renacido a la existencia. 

Por el contrario, la voluntad de verdad, ese pathos por la cosa en sí, si bien no deja de ser una de las tantas configuraciones del mundo de la apariencia, expresa un contenido fundamentalmente decadente, socrático, que en busca de la seguridad existencial y del cese de la guerra, establece un pacto social y la creación de un orden rígido, esencialmente racional, donde las exigencias inmediatas del individuo quedan anuladas, tachadas como “bajos instintos”. El socratismo nace, por lo tanto, como mecanismo de integración y de dominio bajo la creencia de un orden objetivo del ser. El hombre socrático, insertado en un egoísmo superior y en el imperativo de una ratio, negándose con ello a la visión de la guerra y con el temor al sufrimiento, crea el mundo de la individuación como defensa, el disfraz decadente y anquilosado, cuya tiranía contra la fuerza dionisíaca se expresa mediante la creación de ficciones como “verdad” o “mentira”. 

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Será ante la visión de dichas máscaras, cuyo gesto se perpetúa en una única forma, que el hombre trágico sienta el horror y la náusea. Sin embargo, la esencia dionisiaca tiende a la superación de todas las configuraciones. Dionisio afirma todo lo que aparece. «El devenir dionisíaco es la libre configuración de máscaras, que no son mentiras ni disfraces justamente por la imposibilidad de encerrarlas en un esquema» (Vattimo). La Dialéctica, fatal condena para la Tragedia, y que ha supuesto una configuración teórica (Sócrates) y después una concepción cristiana (Hegel) de la existencia, «desea justificar la vida y la someta a la acción de lo negativo» (Deleuze). Nietzsche ha descubierto la pesantez de espíritu que impide el divino danzar de Dionisio. Sus próximos pasos se encaminarán hacia la conquista de un claro de pensamiento, fundamentalmente crítico, donde pueda acaecer el nuevo alba. Dionisio contra Sócrates es tan sólo el preludio de la verdadera revolución nietzscheana: Dionisio contra el Crucificado.

Puntos de apoyo

F. Nietzsche, “El nacimiento de la tragedia”

G. Deleuze, “Nietzsche y la Filosofía”

G. Vattimo, “El Sujeto y la máscara”

R. Safranski, “Nietzsche” 

2 comentarios en “Las máscaras de Dionisio (I): La Tragedia o la Dialéctica

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