El inspirador alegato sobre la paz que escribió Kant

Tasia Aránguez

El filósofo ilustrado Immanuel Kant escribió un elocuente alegato en defensa de la paz mundial. Su artículo, titulado “La paz perpetua”, resultó tan inspirador que se considera uno de los precedentes intelectuales del reconocimiento internacional de los derechos humanos. Vamos a reflexionar sobre algunas de las ideas más interesantes expuestas en este texto.

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Kant rechaza la existencia de los ejércitos permanentes, pues introducen una constante sensación de amenaza en los demás Estados y además generan la tentación de una carrera armamentística. Kant rechaza también la idea de que los poderosos puedan mandar a otras personas que vayan a la guerra a cambio de un sueldo, le resulta una tremenda instrumentalización de los seres humanos. Más adelante añade, en este mismo sentido, que la Constitución debe establecer como requisito el consentimiento de la ciudadanía para declarar una guerra, porque es la ciudadanía la que va a morir en ella y la que va a vivir todo el dolor y la pobreza que conlleva. Para un poderoso, en cambio, “la guerra no perturba en lo más mínimo su vida regalada”, “la guerra, para él, es una especie de diversión”.

También rechaza el imperialismo que motiva muchas guerras, que responden al interés de un Estado de inmiscuirse por la fuerza en el gobierno de otro, violando los derechos de un pueblo libre e independiente. Una vez que la guerra ya ha comenzado, Kant rechaza terminantemente que los Estados lleguen hasta un punto que haga imposible la paz futura, “una guerra de exterminio, que llevaría consigo el aniquilamiento de las dos partes y la anulación de todo derecho, haría imposible una paz perpetua, como no fuese la paz del cementerio de todo el género humano. (…) Semejante guerra debe quedar, pues, absolutamente prohibida, y prohibido también, por tanto, el uso de los medios que a ella conducen”. Kant parece profetizar con estas palabras el terrible uso de la bomba atómica.

Para alcanzar la paz permanente, Kant propone que todos los Estados firmen “una especie de Constitución” y que funden “una Sociedad de Naciones”, que sin embargo, no hay que confundir con un Estado Mundial. El filósofo se opone a la idea de que un Estado se transforme en un imperio mundial porque “un despotismo sin alma aniquila primero todos los gérmenes del bien y acaba, por último, en el caos”.

Por suerte, aunque los poderosos suelen aspirar a conquistar el mundo e imponer su “paz”, esto es en la práctica muy complicado porque existen distintos idiomas y distintas religiones. Estas diferencias suelen dar lugar a odio y a divisiones, pero con la cultura y la progresiva unión entre las personas gracias a principios comunes, las diferencias servirán para alentar el equilibrio en el poder y la competencia inspiradora propia de las inteligencias de paz.

Kant sugiere que los Estados podrían ir sumándose a esa Constitución internacional, que se extendería poco a poco, hasta conducir a la paz mundial. Un pueblo democrático, ilustrado, pacífico y poderoso podría inspirar al resto a inspirarse en esta unión federativa regida por el “derecho de gentes”.

La idea de Kant se opone a un mundo dominado por un Estado gendarme, porque la única autoridad entre los Estados debe ser dicho derecho de gentes (derecho universal) y no la ley del más fuerte. En ese mundo de paz las personas podrían moverse por el mundo, gracias a un derecho a la ciudadanía mundial, “fúndase este derecho en la común posesión de la superficie de la tierra”, “deben tolerar mutuamente su presencia, ya que originariamente nadie tiene mejor derecho que otro a estar en determinado lugar del planeta”.

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Kant considera que este derecho público de la humanidad no es una fantasía jurídica, sino algo que viene exigido por la relación cada vez más estrecha que ha ido estableciéndose entre todos los pueblos de la tierra, hasta el punto de que una violación del derecho cometida en un lugar, tiene efectos en todos los demás. El derecho de la humanidad nos permite abrigar “la esperanza de una continua aproximación al estado pacífico”.

El filósofo critica la imagen idealizada del “valor del guerrero” que se ha construido en muchas culturas y épocas, “se han hecho guerras con el exclusivo objeto de mostrar ese valor». “Se ha dado a la guerra misma una interior dignidad”, y «hasta ha habido filósofos que la han elogiado como una honra de la Humanidad”. Lejos de ser algo de lo que enorgullecernos, la guerra no solo mata, sino que además nos hace peores personas.

El filósofo destaca que el deseo de comerciar puede ser un freno para las guerras. A veces los intereses económicos conducen a los políticos a fomentar la paz con negociaciones, aunque en realidad la paz no les importe. Las alianzas comerciales son más duraderas que las que se forman expresamente para la guerra. Así, curiosamente, la codicia de las personas puede contribuir al logro la paz permanente. “Desde luego, esa garantía no es bastante para poder vaticinar con teórica seguridad el porvenir; pero en sentido práctico, moral, es suficiente para obligarnos a trabajar todos por conseguir ese fin, que no es una mera ilusión”.

La moral frente al pragmatismo

Para mantener la paz resulta útil que los estados escuchen a los filósofos. Normalmente los políticos piensan que no necesitan aprender nada de esos perdedores. Además, los políticos, que suelen ser juristas, sienten una irresistible inclinación “a aplicar las leyes vigentes, sin investigar si estas leyes no serían acaso susceptibles de algún perfeccionamiento”. Como las personas que tienen esta forma de pensar suelen ser las que tienen el poder y, por tanto, la fuerza, deducen que su visión del mundo es la más inteligente y que los intelectuales son personas fracasadas que nada tienen que aportar.

Con esto Kant no pretende decir que todos los políticos deban hacerse intelectuales, y mucho menos que los filósofos deban tener el poder, “la posesión de la fuerza perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón”. Pero si los políticos no permiten que la filosofía desaparezca o quede silenciada y les dejan hablar, obtendrán sugerencias y precisiones de gran lucidez, de las que no deberían prescindir. Los intelectuales no van a decirles lo que quieren oír, no hacen proselitismo y se apartan del pensamiento de club. Esto es impagable para los políticos.

Pero los que presumen de ser “prácticos” dicen que la moral es solo “teoría” y que la naturaleza de las personas es egoísta, de modo que la paz es imposible. El “práctico” nos dirá que una persona que tiene poder no va a dejar que el pueblo le imponga leyes. Y, por lo mismo, un Estado no se someterá a ninguna autoridad externa en sus relaciones con los demás Estados. El “práctico” dirá que, si una parte del mundo se siente más poderosa que otra, no dejará de agrandar su poder a costa de expoliar y dominar a la otra. De acuerdo con esta visión “práctica”, todos los planes para desarrollar un derecho internacional o una ciudadanía mundial no son más que ideales vacuos.

Sin embargo Kant considera que puede existir una clase política que elija comportarse de forma ética y que ejercite la política con ética y con prudencia. Los buenos gobernantes intentan realizar lo máximo posible los principios de su constitución y respetan el derecho. Este comportamiento “puede y debe exigirse de la política”. En cambio, hay políticos que consideran que la moral solo es artillería retórica útil para disculpar su corrupción y sus políticas contrarias al derecho. Según Kant, los políticos que creen que actuar de forma ética es una cosa de idealistas, son los que atentan contra la “justicia y hacen imposible toda mejora y progreso”.

9788420673387Estos hábiles políticos presumen de pragmatismo, pero en realidad solo tienen sus técnicas de negocios y su poder fáctico (por ahora). Están muy dispuestos a sacrificar a la ciudadanía y a pensar solo en su propio beneficio: serían capaces de sacrificar al mundo entero. Hay que reconocerles que son “como verdaderos juristas” (Kant matiza que no se refiere a los brillantes legisladores que desean hacer un derecho mejor), son meros aplicadores irreflexivos de normas que han ascendido a políticos. Creen que su misión no es “la de meditar sobre legislación, sino la de cumplir los mandatos actuales de la ley: toda constitución vigente les parece perfecta”, el derecho vigente les parece “el mejor del mundo” y están bien dispuestos a aplicarlo siempre de manera mecánica.

Dicen que saben como es “el hombre”, pero en realidad ni conocen a la humanidad ni saben de lo que es capaz, porque ese conocimiento exige una profunda observación y ellos se acercan a la política con su limitada visión de las posibilidades de la inteligencia humana. Se acercan a algo tan preciado y tan profundo como el derecho “con su menguado espíritu leguleyesco”, como hacen siempre, de forma coactiva y despótica. Pero lejos de esto, los principios del derecho que proceden de la razón, requieren juristas de altura, comprometidos con “los principios de la libertad, únicos capaces de instituir una constitución jurídica conforme a derecho”.

Las técnicas de negocios que estos “prácticos” utilizan son unas máximas simplonas, Kant pone tres ejemplos: “fac et excusa” (aprovechar la ocasión favorable para apoderarnos de todo, porque una vez que tengamos el poder, la fuerza quedará disculpada y la legitimidad moral es fácil de conseguir para los vencedores), “si fecisti, nega” (niega tu responsabilidad sobre los problemas que causes y échale la culpa a otros), “divide et impera” (siembra la discordia tanto entre tus enemigos como entre tus aliados, y aparenta que te sitúas del lado de los más débiles).

En realidad las dificultades para alcanzar la paz provienen en gran medida de la manera de pensar que tienen los políticos pragmáticos: estos pragmáticos utilizan los principios para justificar los fines que eligen por interés propio y afrontan los problemas morales con cálculos y estimaciones de éxito. En cambio, la finalidad de un político genuinamente preocupado por la justicia es el logro de la paz, y la paz no es algo que se logrará “si se puede”, sino un estado imperiosamente exigido por su conciencia.

Cuando se aborda un problema ético como si se tratase de un problema técnico, necesitaremos muchos conocimientos empíricos para evaluar adecuadamente todas las posibilidades, y aún así es incierto que logremos el resultado pretendido (la paz). En cambio, cuando actuamos con sabiduría más que con habilidad, la solución del problema moral quedará manifiesta para todo el mundo, “ante ella enmudece todo artificio sofístico”. Hemos de dirigirnos directamente hacia ese fin, conservando la prudencia para no precipitarnos en la realización. La clave está en “irse acercando poco a poco al fin deseado sin interrupción, aprovechando las circunstancias favorables”.

1545407427_324402_1545407894_noticiarelacionadaprincipal_normalKant sostiene que una característica de los principios elementales de la moral, especialmente en el terreno del derecho público, es que su verdad resulta tan manifiesta, que cuando actuemos sin pensar en nuestro provecho y de un modo más espontáneo y sincero, será cuando más ayudaremos a nuestro objetivo. Al final es esa voluntad universal de paz la que presenta credenciales de ser el auténtico derecho. Los “prácticos” pueden objetar cuanto quieran sobre el comportamiento natural de las masas populares, y pueden decir que cada uno mira por lo suyo y que los hechos ahogan a los principios, pueden decir que lo que proponemos es imposible y pueden traer casos de experiencias fracasadas en el intento de lograr la paz: “no merecen ser oídos; sus teorías provocan precisamente los males que ellos señalan”,  rebajan a la humanidad a la consideración de máquinas vivientes y, como en el fondo se sienten criaturas esclavas y miserables, creen que el mundo jamás pondrá por delante la fuerza de la conciencia.

Kant afirma “reine la justicia, aunque se hundan todos los bribones que hay en el mundo”, pero matiza que no se refiere a que apliquemos el derecho con rigor (eso sería contrario a la moral), sino a que no discriminemos ni demos tratos de favor. Para eso precisamente debemos incluir los principios éticos en las Constituciones y también en el derecho internacional, con un tribunal capaz de resolver los conflictos. Pero es fundamental que el Estado no tome sus decisiones de forma consecuencialista, pensando en alcanzar fines, o en satisfacer sus intereses o la voluntad de sus gobernantes. Hay que partir de la moral, de ese derecho puro que vislumbra la razón. Nuestro deber es obedecer ese derecho, sean cualesquiera las consecuencias que se deriven de ello. Tenemos que dominar ese falso espejuelo que vive en nosotros y que nos anima a que disculpemos la violencia y transijamos con la ilegalidad con el pretexto de las flaquezas humanas.

Kant sostiene que “los Estados en sus mutuas relaciones deben conducirse de conformidad con esos principios, diga lo que quiera la política empírica”. La verdadera política no puede dar un paso sin hacer homenaje a la moral. Esto significa que cuando unos problemas prácticos derivados de la política estén impidiendo que la moral salga victoriosa, “viene la moral y zanja la cuestión, cortando el nudo”. El derecho natural debe ser protegido como algo sagrado, por muchos sacrificios que le cueste a los poderes de turno: “no caben aquí componendas; no cabe inventar un término medio entre derecho y provecho”.

Para que podamos hablar de un derecho de gentes (derecho internacional público) es necesario que exista una entidad que pueda hacer efectivo realmente ese derecho. “Es un deber, y al mismo tiempo una esperanza, que contribuyamos todos a realizar un estado de derecho público universal, aunque sólo sea en aproximación progresiva, la idea de la «paz perpetua»”.  “No es una fantasía vana, sino un problema que hay que ir resolviendo poco a poco, acercándonos con la mayor rapidez a este fin, ya que el movimiento del progreso será en el futuro más rápido y eficaz que en el pasado”.

Puntos de apoyo

I. Kant, Sobre la paz perpetua

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