Tasia Aránguez
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Bauman considera que el amor, como otras dimensiones humanas, está entrelazado con los modelos productivos. No es un acto irracional sino que constituye la manifestación de una racionalidad dominante.
En la economía productivista (que era la sociedad del homo faber) el amor y el deseo de procrear eran compañeros indispensables del sexo. Las unión duradera que ese amor y deseo ayudaban a crear formaba parte de las necesidades de aquel modelo productivo. La capacidad sexual fue la herramienta del homo faber utilizada para la construcción y mantenimiento de las relaciones humanas.
Sostiene Bauman: “como en cualquier edificación, los constructores desearon que el resultado de sus esfuerzos fuera una construcción sólida, duradera e (idealmente) confiable para siempre. Como suele suceder, los constructores confiaron demasiado en sus capacidades de planificación como para preocuparse de los sentimientos de los futuros habitantes. Al fin y al cabo, el respeto no es más que uno de los filos de la espada del cuidado, el otro es la opresión”. “La moralidad estaba hecha a la medida del homo faber, con todos sus paisajes maravillosos y todos sus obstáculos y traicioneras desviaciones”. El compromiso romántico no representaba, como hoy, un efecto colateral del sexo. El amor no era un despojo del sexo.
En opinión del filósofo, en la sociedad consumista de nuestros tiempos (la época del homo consumens) la sexualidad responde a las mismas leyes que el consumo. “La vida útil de los bienes por lo general sobrevive a la utilidad que tienen para el consumidor. Pero si son usados repetidamente, los bienes adquiridos frustran la búsqueda de la variedad, y el uso sostenido hace que pierdan su lustre y su brillo. Pobres aquellos que, por escasez de recursos, están condenados a usar bienes que ya no prometen sensaciones nuevas e inexploradas. Pobres aquellos que por la misma razón quedan pegados a uno solo de esos bienes sin poder acceder a la variedad aparentemente inagotable que los rodea. Ellos son los excluidos de la sociedad de los consumidores, son los consumidores fallidos, los inadecuados e incompetentes, los fracasados. Son los hambrientos consumidos en medio de la opulencia del festín consumista«.
«Aquellos que no necesitan aferrarse a sus posesiones durante mucho tiempo, por cierto, no el suficiente como para permitir que el tedio se instale, están en la cima. En la sociedad de consumo, la imagen del éxito es la del prestidigitador. Si no fuera el anatema de los proveedores de bienes de consumo, los consumidores se acostumbrarían más a alquilar las cosas que a comprarlas. A diferencia de los vendedores de bienes, las empresas de alquiler anuncian la apetecible promesa de reemplazar regularmente los objetos alquilados por modelos de última generación. Los vendedores, para no verse desplazados, prometen la devolución del dinero si el cliente no está plenamente satisfecho y (con la esperanza de que la gratificación que proporciona no se evapore tan rápidamente) si el producto adquirido es devuelto dentro de, digamos, diez días.
La purificación del sexo (el sexo sin sentimientos) permite que la práctica sexual se adapte a esos patrones tan avanzados de compra/alquiler. El sexo puro es considerado como cierta forma de garantía confiable de reembolso económico, y los compañeros de un encuentro puramente sexual pueden sentirse seguros, sabiendo que la ausencia de ataduras compensa la molesta fragilidad de su compromiso”.
Sin embargo, los habitantes de esta sociedad de consumo sabemos que el amor de hoy trae incertidumbre. Nos preguntamos cosas como: “¿estamos en una relación?, ¿vamos a llegar a algo más?, ¿va a afectar el sexo a nuestra amistad?, ¿va a desestabilizarme personalmente?”. Tanto el amor de la sociedad productivista como el amor de la sociedad de consumo tienen inconvenientes. Por eso sostiene Bauman: “no tiene sentido comparar los males pasados con los presentes ni tratar de discernir cuál de ambos es más insoportable. Cada angustia hiere y atormenta en su propia época. Las agonías actuales del ser humano sexual son las del homo consumens. Nacieron juntas. Y si alguna vez desaparecen, lo harán marchando codo a codo”.
Cuando llega la insatisfacción “siempre está la posibilidad de echarle la culpa a una elección equivocada antes que a nuestra incapacidad para vivir a la altura de las oportunidades que se nos ofrecen”. Siempre está la posibilidad de salirse del camino escogido y volver a empezar desde cero. El homo consumens se mantiene en un proceso permanente, minado de ensayos y errores, de viajes de descubrimiento y hallazgos ocasionales, oportunidades desperdiciadas y platos por venir. Puede decirse a sí mismo, cuando da carpetazo al último de sus amores (que comenzaba a exigir demasiado): fue breve pero intenso.
Si el matrimonio es la expresión de la forma económica del homo faber, los encuentros casuales expresan al homo consumens. Pero en esta sociedad en la que quedan restos del modelo anterior, encontramos también intentos de síntesis entre ambos modelos. El modelo de la comunicación no distorsionada de Habermas, en el que todos son participantes, se parece mucho a las relaciones liberales y los clubes de intercambio de parejas.
Te unes a un club mediante un formulario, prometiendo obedecer las reglas y confiando en que los demás las cumplirán. Todos se esforzarán por esquivar las consecuencias potencialmente indeseables de un encuentro sexual. Toda discusión o uso de la fuerza, los azares de la seducción y las precariedades preliminares de resultado incierto se vuelven redundantes. Se facilita el deseo sin demora y se puede impedir que un miembro reclame beneficios que excedan los del encuentro episódico.
Por supuesto el club de intercambio no remedia las inquietudes del homo consumens: anhelos insatisfechos, frustraciones amorosas, temor a la soledad y a ser herido, la hipocresía y la culpa. En club no aportará intimidad, alegría, ternura, afecto o amor propio. Alguien podría señalar que lo que el club aporta es sexo y que el amor y la ternura están sobrevalorados. Pero si aceptamos que nada de eso importa también podemos preguntarnos, ¿acaso el sexo importa?
El homo consumens vive en una permanente incompletud e insatisfacción que rige su dinámica sexual. Incluso a una edad en la que en otros tiempos el fuego sexual se había apagado, pues hoy es posible azuzarlo con regímenes y drogas. En el mundo del homo faber existía la sexualidad perversa, pero en el mundo del homo consumens toda forma de actividad sexual no solo es tolerada, sino que es recomendada como terapia para la salud.
Todas las orientaciones y actividades sexuales son hoy vías legítimas de felicidad individual socialmente aplaudidas por la valentía para ser uno mismo que muestran. Solo la pedofilia y la pornografía infantil siguen considerándose perversas. Ya no es necesario ocultar los objetos pornográficos bajo el paraguas de la cultura, no hay que reprimir el deseo para que la línea de ensamblaje de automóviles no pare. Hoy el sexo se incita (en desenfreno) y los automóviles son codiciados como objeto sexual. El sexo se ha fusionado tanto con el consumo que los objetos se publicitan mediante una suerte de poder de seducción fetichista.
Ligar por internet
La ventaja de la red es que permite conectarse a demanda y desconectar a voluntad, podemos intercalar momentos de estar en contacto con periodos de libre merodeo. En la red las relaciones se disuelven mucho antes de que comiencen a ser detestables. Como si obedecieran la ley de Gresham, las relaciones virtuales (conexiones) establecen el modelo que rige a todas las otras relaciones. “Cuando la calidad no nos da sostén, tendemos a buscar remedio en la cantidad”.
La red nos facilita la apuesta por el modelo de las relaciones de bolsillo. Siembre hay alguien con quien chatear. La gente aparece y desaparece, pero siempre hay alguien en línea para cubrir nuestra adicción, para ahogar el silencio con mensajes. Iniciamos una interacción frenética y frívola que expone nuestros secretos más profundos al lado de nuestra lista de compras.
Sin embargo, no parece tan frívola cuando se comprende que el objetivo es apartar la sensación de soledad y el vacío. En internet compramos compañeros igual que cuando hojeamos las páginas de un catálogo de ventas por correo sin obligación de compra y con reembolso en caso de quedar insatisfechos. Se reducen los riesgos y se desarrolla una aversión a descartar otras opciones. Eso es lo único que queda de una elección racional. Lo que los paseos de compras hicieron por las tareas domésticas, internet lo hizo por las relaciones de pareja. Mitigar las necesidades y las presiones de mera supervivencia era imprescindible para asegurar el éxito de los centros comerciales, y el éxito de las citas por internet requería la desaparición del compromiso.
La familia y la descendencia
Vivir juntos posee el atractivo de que sus intenciones son modestas, no se hacen promesas ni declaraciones solemnes. Todas las posibilidades siguen abiertas. El matrimonio estaba peligrosamente cerca del parentesco. La unión del vivir juntos pertenece a un universo distinto con respecto al del parentesco. El matrimonio ha pasado de moda y hoy los límites de la familia son confusos.
En los tiempos del homo faber, la familia era rígida y asfixiante, invitaba a la rebeldía. Hoy las familias son frágiles e invitan al abrazo, escuchan con atención, corrigen sus hábitos, se adaptan a la diversidad y devuelven el afecto y el amor con la misma moneda. Conforme el matrimonio se debilitaba, la familia adquiría un mayor aspecto de reliquia, de refugio.
Primero el matrimonio fue sustituido por el vivir juntos y “veremos cómo funciona”, y últimamente por los lazos flexibles en los que cada persona vive por su cuenta. Las transformaciones afectivas han corrido paralelas a la flexibilización y la precarización del empleo. Ahora impera el empleo temporal y con horarios flexibles.
La paternidad también ha cambiado mucho. En tiempos del homo faber, el niño o la niña se unía a la familia como nueva mano de obra, pues la riqueza era resultado del trabajo. La fortuna familiar pasaba de generación en generación y los hijos se consideraban una bendición que posibilitaba la trascendencia a través del linaje.
En el mundo del homo consumens, en cambio, las familias tienen una esperanza de vida mucho más corta que la expectativa de vida individual de cualquiera de sus integrantes. Los hijos son ante todo un objeto de consumo emocional. Sirven para satisfacer una necesidad, un deseo o las ganas del consumidor. Hoy se puede alcanzar a través de la medicina, comprando incluso atractivos donantes por catálogo. Se puede alquilar una mujer gestante y pronto se podrán elegir, utilizando la ingeniería genética, las características de los hijos. Desdeñar estas posibilidades va en contra de la naturaleza del homo consumens.
Se espera que los hijos brinden una alegría insustituible pero “los hijos son una de las compras más onerosas que un consumidor promedio puede permitirse en el transcurso de toda su vida. En términos puramente monetarios, los hijos cuestan más que un lujoso automóvil último modelo, un crucero alrededor del mundo e, incluso, más que una mansión de la que uno pueda jactarse”.
“En un mundo que ya no es capaz de ofrecer caminos profesionales confiables ni empleos fijos, con gente que salta de un proyecto a otro y se gana la vida a medida que va cambiando, firmar una hipoteca con cuotas de valor desconocido y a perpetuidad implica exponerse a un nivel de riesgo atípicamente elevado y a una prolífica fuente de miedos y ansiedades. Uno tiende a pensarlo dos veces antes de firmar, y cuanto más se piensa, más evidentes se hacen los riesgos que implica, y no hay deliberación interna ni indagación espiritual que logre disipar esa sombra de duda que está condenada a contaminar cualquier alegría futura. Por otra parte, en nuestros tiempos, tener hijos es una decisión, y no un accidente, circunstancia que le suma ansiedad a la situación”.
“Es más, no todos los costos son económicos”. Los hijos ponen en jaque todos nuestros cálculos de operadores racionales que nos esforzamos por ser. Tener hijos implica “renunciar o posponer otros seductores placeres consumibles de un atractivo aún no experimentado”. Tener hijos “implica ir en contra de la propia comodidad. La autonomía de nuestras propias preferencias se ve comprometida una y otra vez, año tras año, diariamente”.
“Tener hijos puede significar tener que reducir nuestras ambiciones profesionales, sacrificar nuestra carrera, ya que los encargados de juzgar nuestro rendimiento profesional nos mirarían con recelo ante el menor signo de lealtades divididas. Lo que es más doloroso aún, tener hijos implica aceptar esa dependencia de lealtades divididas por un período de tiempo indefinido, y comprometerse irrevocablemente y con final abierto sin cláusula de hasta nuevo aviso, un tipo de obligación que va en contra del germen mismo de la moderna política de vida líquida y que la mayoría de las personas evitan celosamente en todo otro aspecto de sus vidas. Despertar a ese compromiso puede ser una experiencia traumática. La depresión posnatal y las crisis maritales (o de pareja) posparto parecen ser dolencias líquidas modernas, así como la anorexia, la bulimia e innumerables formas de alergia”.
Z. Bauman, Amor líquido.
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