Tasia Aránguez
Follow @AranguezTasia
La argumentación jurídica es una de las ramas de estudio de la Filosofía del Derecho, y considero que no se le presta el interés que merece y está lejos de recibir la atención que un día tuvo. Vivimos una época en la que el ejercicio de la abogacía suele experimentarse como un trabajo técnico. La abogacía tiene poco tiempo para dedicarse a la lectura o al goce intelectual y no se siente protagonista de los grandes cambios sociales del momento.
Un gran número de los abogados y las abogadas aspiran a sobrevivir un día más ganándose la vida entre las olas incesantes de expedientes. El éxito en la abogacía se mide sobre todo por la cantidad de dinero que se gana. Quedan lejos los tiempos de Cicerón y Quintiliano, en los que el modelo ideal del abogado era el vir bonus, la persona que reunía todas las virtudes intelectuales y morales de la sociedad y que, con su virtuoso dominio de la palabra y su amplia cultura, persuadía en los Tribunales mientras batallaba por hacer prevalecer la justicia. Aquellos brillantes abogados y oradores eran también políticos y filósofos. Eran personas que aspiraban a la excelencia y que desempeñaban un papel de gran responsabilidad en la sociedad. Hoy la retórica ha sido reducida a mercadotecnia, a un conjunto de técnicas de rápido aprendizaje que prometen hacer que lo aparente parezca verdadero.
El camino de la retórica clásica comportaba el dominio de la persuasión pero cuando dicho camino se recorría, la persuasión dejaba de constituir el objetivo principal del orador. El cultivo intelectual y la reflexión ética constituían dos elementos imprescindibles en la formación del mismo. Las mieles de la vida intelectual y de la lucha por la justicia resultaban tan cautivadoras que la persuasión se convertía en una meta secundaria para este. Cuando el orador hablaba, su discurso brillante, elocuente y apasionado no hacía más que reflejar la fuerza de su convencimiento y la profundidad de su reflexión. Como es sabido existía un corpus teórico, un conjunto de técnicas bien sistematizadas que permitían desenvolverse con gran agilidad en los vericuetos del discurso o el debate, pero este corpus solo adquiría auténtico sentido y eficacia real al integrarse dentro de la filosofía característica de aquella cultura de la retórica en la que los futuros oradores se instruían desde la infancia. Aquella concepción de la elocuencia, expuesta con detalle por Quintiliano, bien podría ser denominada “retórica de la virtud”.
La retórica clásica tiene algunos elementos de gran interés para la argumentación jurídica de hoy. Uno de ellos es su estudio de las emociones como elemento fundamental de la argumentación. Aristóteles señaló que hay tres vías para el logro de la persuasión: la argumentación racional (logos), la percepción externa del carácter del orador (ethos) y las pasiones y emociones que se consigue despertar en el auditorio (pathos). El filósofo sostuvo que en la argumentación jurídica las emociones juegan un papel aún más preponderante que en otros tipos de discurso. Los grandes oradores clásicos dedicaron numerosas páginas a la reflexión sobre las emociones y sobre la manera de imprimir cada una de ellas en un discurso jurídico. El buen orador ha de saber emocionarse y emocionar, pues solo así el discurso resulta eficaz para mover a la acción al auditorio. El cultivo de la empatía es en Cicerón la vía más efectiva para sentir aquello que se defiende y, desde ese estado de convicción emocional, contagiar a otras personas esa verdad que sin emociones resultaría tibia. Junto con el cultivo de la emoción la retórica clásica atendió a la importancia del humor, gran aliado de la retórica y la amistad. Las emociones no estaban reñidas con la argumentación racional y ocupaban un lugar extenso en los libros de retórica. Las emociones no eran tratadas con la suspicacia que a veces encontramos en los tratados modernos de argumentación. La lectura del modelo de la virtud judicial que nos presenta Aristóteles nos permitirá comprender la importancia que tiene la emoción para el juicio prudente.
Otro aspecto interesante para la argumentación actual es la centralidad de la belleza. El estilo de redacción, la belleza de las palabras y la calidad de la interpretación oral eran elementos fundamentales de la retórica clásica. Esta importancia se comprende si recorremos las operaciones de la elaboración de un discurso: la búsqueda de los argumentos (inventio) y la organización de los mismos en el discurso (dispositio) tienen un componente más lógico que estético. Pero ocurre a la inversa con la búsqueda de las palabras adecuadas (elocutio) y la declamación del mismo (actio). La representación escénica del discurso, lejos de ser un aspecto secundario de la argumentación jurídica, constituía en opinión de los oradores clásicos la parte más importante de la retórica, aunque también una de las más difíciles de enseñar. Estas notas características de la retórica clásica (la importancia de las emociones y de la belleza), junto con el trasfondo de una ética de la virtud, constituyen importantes elementos diferenciales de la retórica clásica con respecto a la teoría de la argumentación perelmaniana o la pragmadialéctica (enfoques dominantes en la teoría de la argumentación actual).
Dentro de ese interés clásico por la belleza, algunas teorías retóricas clásicas sobre el estilo resultan muy sugerentes para el análisis actual del discurso (particularmente para el discurso político por ser hoy el más elaborado en términos escénicos). Es particularmente interesante la teoría de los tres estilos, cuyo desarrollo constituye una de las más singulares aportaciones de Cicerón. Éste señala que, aunque hay tantos tipos de oradores como personas, podemos clasificarlos en tres modelos de perfección: el orador vehemente, el orador sencillo y el orador templado.
El orador vehemente es apasionado y grandioso, su expresión no verbal es teatral. Utiliza interrogaciones retóricas, exclamaciones y repeticiones que despiertan las emociones del auditorio. La intensidad emocional de este orador es tal que parece a punto de despeñarse en la locura, la excentricidad y el desvarío. Pero esa fuerza casi incontrolable es capaz de arrancar lágrimas y aplausos, moviendo al público por todo el arco de la agitación emocional, desde la ira hasta la risa. El orador vehemente logra insuflar al público un intenso deseo de realizar el contenido del discurso. Cuando presenciamos un buen discurso de este estilo sentimos estar presenciando la oratoria con mayúsculas. Es un discurso visual, musical e impactante, capaz de llegar a grandes auditorios, pero que corre el peligro de caer en el exceso y el ridículo.
El orador sencillo es el contrapunto del orador vehemente. Es el argumentador por excelencia, agudo, claro e inteligente. Es brillante en el dominio de los conceptos y su claridad mental se refleja en su claridad expositiva. Sabe estructurar el discurso para que los conceptos se entiendan y se recuerden. Es hábil clasificando, comparando, diferenciando y es rápido encontrando el argumento más débil del oponente en un debate. Conoce los hechos y los datos a la perfección, y los relaciona de modo eficaz con los contenidos. Sus discursos son racionales y están bien hilvanados. Su expresión corporal es contenida, su apariencia sobria y sus recursos retóricos son discretos, orientados a la exposición del contenido. Es el estilo más preciso y de mayor calidad probatoria. La agudeza natural de este orador es compatible con el humor inteligente. Si no se domina bien el discurso resulta aburrido y monótono, carente de variedad y de interés. El afán por la precisión y la preocupación por los conceptos puede conducir al orador a quedarse sin palabras, pues estas no nacen impulsadas por el caudal de la emoción sino de un arduo esfuerzo mental.
El tercer tipo de orador es el templado. Este estilo brilla por su elegancia y deslumbra con un espectacular dominio del lenguaje. Las cadenas de metáforas y los juegos de palabras construyen un discurso de gran calidad estética. El contenido del discurso destila cultura y permite intuir una amplia formación. Este orador habla despacio, haciendo uso de los silencios y domina el espacio con una teatralidad hermosa. Su apariencia y su expresión corporal resultan carismáticas, sin que resulte fácil determinar dónde radica su encanto. Si las emociones que transmite el orador vehemente son exaltadas, el orador templado transmite emociones tranquilas como una alegre simpatía o una entrañable dulzura. El ritmo cadencioso de su voz y la peculiar belleza de su puesta en escena se ven acompañadas por un aura de virtud. El auditorio intuye que se encuentra ante una persona de elevados ideales y de gran inteligencia o sabiduría. En este estilo es común el uso de citas o de anécdotas que conducen a un aprendizaje. Cuando este estilo no se domina adecuadamente el resultado es un discurso desorganizado y sumamente aburrido en el que el auditorio se pregunta con impaciencia hacia dónde se dirigen todas esas anécdotas, circunloquios y digresiones. El discurso parecerá entonces anacrónico y débil.
La teoría aquí sucintamente expuesta sirve como ejemplo de las fascinantes aportaciones de la retórica clásica. Si a alguien le interesa profundizar en estas cuestiones acabo publicar el libro “Argumentación Jurídica y Ética de la Virtud” (Reus, 2018). El libro contiene las técnicas esenciales de la retórica clásica y he procurado conservar aquel programa intelectual y moral más amplio que podría ser de gran interés para amantes de la retórica o para quienes hoy ejercitan la abogacía o la judicatura con vocación y pasión.
Previo un cordial y afectuoso saludo, le comento que comparto sus observaciones y los argumentos que expone. La felicito por tener la presencia intelectual y poner a la reflexión temas que, en muchos aspectos, molestan hoy a no pocos profesionales del derecho.
Le reitero todo mi reconocimiento!
Me gustaMe gusta