Cultura e Imperialismo – E. W. Said (II)

Javier Jurado

En una entrada anterior, revisé el análisis que Said propone en esta obra sobre la cultura como manifestación superestructural de la relación entre resistencia e imperio. En esta segunda entrada, me propongo abordar cómo la ambigüedad del nacionalismo es principio articulador del conflicto a ambos lados de la división imperial. Dejaremos para una tercera entrada la última de las líneas que vertebran esta obra y que apuntan al problema de la instancia crítica desde la que sería deseable aunque difícilmente factible alumbrar el problema.

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La ambigüedad del nacionalismo

A diferencia de los imperios más antiguos, los decimonónicos hasta la fecha contaron con el nacionalismo, surgido del seno del romanticismo del siglo XIX, como una potente y sutil ideología capaz de articular y desarrollar todo el programa imperial, inspirando su propia cultura, y difundiéndose hasta extender el modelo Estado-nación a casi todos los rincones del mundo de hoy. Cierto que otros imperios anteriores en la historia contaban con apelaciones a la identidad nacional, pero lo hacían siempre  Este nacionalismo afirmativo de la propia comunidad y la compleja definición de ésta fragua nociones de identidad, nativismo, legitimidad, el nosotros y el ellos,… que serán catalizadores del encono entre colonizadores y colonizados, de esa «suerte de necesidad histórica por la cual la presión colonial creaba la resistencia anticolonial». Sin ingenuidad ni paranoia, Said pretende contribuir a superar este enfrentamiento en calidad de outsider de ambos mundos. A pesar de ello, curiosamente, el Occidentalismo de Buruma y Margalit, cuya obra pretende ser el reverso de la famosa de Said, coincide con éste en estimar que el sentimiento antioccidental se ha gestado fundamentalmente en el propio Occidente – y en particular en la corriente romántica europea –, a pesar de articularse de manera diferente en los países islámicos, Rusia, Japón o China.

De esta forma, Said reconoce la cuestión de la rc3a9volution_de_1830_-_combat_devant_lhc3b4tel_de_ville_-_28-07-1830identidad como hilo conductor en el choque entre imperio y colonias, particularmente en la época de los imperios en los que se centra, cuando en el XIX el nacionalismo se secularizaba y se instituía como motor dialéctico de los estados modernos. La fragua de estos Estados-nación no pudo transcurrir inocuamente pues «ninguna identidad puede existir en sí misma y sin un juego de términos opuestos, negaciones y oposiciones». Este conflicto y definición por oposición es inherente al nacionalismo que aun teniendo éxito «en la tarea de desembarazarse de señores coloniales en muchos territorios, […] ha seguido siendo una práctica profundamente problemática». Porque al fin y al cabo, éste se materializa como imperialismo en un lado e independentismo en el otro, en violento enfrentamiento también extendido al plano cultural. He ahí por qué Said cita iluminadoramente las palabras de B. Davidson hablando de la «fertilidad ambigua del nacionalismo».

En las obras que analiza, Said advierte cómo el imperio se reafirma predicando las bondades de su dirección frente a la deficiente organización local de los nativos, haciendo necesaria y deseable su presencia, en este espacio prometedor para todo lo posible, frente a la temática del desaliento burgués que ya a finales del XIX se fuese sintiendo en la literatura europea. Esta afirmación permanente de la importancia de la procedencia y la superioridad del origen se refuerza en los relatos coetáneos a los primeros episodios de nacionalismos emancipatorios en las colonias. Así, Said evidencia que en la novela de la época se haga excesivamente reiterativa esta afirmación: «cuando se pertenece a un lugar, no es necesario afirmarlo y mostrarlo continuamente […] en cambio, la apropiación colonial y por lo tanto geográfica exige ese tipo de inflexiones afirmativas: esos énfasis son las marcas de la cultura imperial que se afirma ante y para sí misma».

Said sostiene que este conflicto se mantiene activo en las actuales relaciones Norte-Sur, con discursos contrapuestos que revelan no sólo la necesidad de superación que Said pretende, sino también la caducidad del nacionalismo como herramienta para solventar un conflicto irresuelto:

«Lo sorprendente es que la difusión de esquemas de pensamiento y acción tan provincianos sigue prevaleciendo en las escuelas, jamás son puestos en discusión, se los acepta sin críticas en la educación, y generación tras generación se repiten recurrentemente. Se nos enseña a venerar a nuestras naciones y a admirar nuestras tradiciones, a lograr nuestras metas con violencia y sin tener en cuenta a otras sociedades […] dedicamos demasiado poco tiempo a “aprender de otras culturas” – la frase posee una vaguedad inane.»

La afirmación permanente de la identidad nacional vinculada al imperialismo – y que será el arma que retome la insurgencia colonial – acaba consolidando prejuicios que «suponen la existencia de esencias europeas y no europeas inmutables» cuya «chocante consecuencia […] es que se enmascara la situación de poder», un poder que tantas veces es indiferente al rigor de idealizaciones y esencialismos y se encuentra mucho más preocupado por el control de los recursos. Y así el hambre de poder de ciertos hombres revestida de legitimidad nacionalista egocéntrica y de caparazón identitario, dogmático e ignorante ha sido la causa de millones de muertes en la Historia, pues con sus bondades de solidaridad y creación de nuevas prácticas culturales, el nacionalismo ha sido causante de muchas de las masacres históricas. Said se lamenta así en repetidas ocasiones: «la identidad, siempre la identidad, por encima del conocimiento de los demás».

Aprovechándolo instrumentalmente, la resistencia al imperio fue catalizada progresivamente a través de este mismo nacionalismo que realizó esfuerzos para reconstituir culturalmente esa «comunidad pulverizada» a través de afirmaciones y gestos en claro enfrentamiento con el Imperio occidental, que «conducían a la principal enseñanza del nacionalismo: la necesidad de encontrar una base ideológica que sirviera de sustento a una unidad más amplia que la conocida hasta aquel momento.» Advirtiendo junto a figuras como Fanon o Tagore de las contrapartidas y peligros del nacionalismo a ambos lados de la división imperial, Said parece querer desmarcar su labor de cualquier nativismo resentido: «Creo que es un error considerar que este celo reinterpretativo sea vengativo, simplificador o denigrador». Es preciso admitir que «la conciencia nacionalista puede llevar con mucha facilidad a la más fría petrificación […] los peligros de chauvinismo y la xenofobia (“África para los africanos”) son muy reales».

tapizUna de las formas más habituales de esta degeneración del espíritu de emancipación primigenio es la de este nativismo que «lamentablemente refuerza la distinción, aunque defienda el valor del socio más débil o dependiente» consolidando en ocasiones un «tremendo ressentiment». No obstante, aunque la postura de Said encuentre en el nacionalismo un hilo conductor a ambos lados del conflicto, matiza su ataque a la ideología: «no estoy abogando por una posición simplemente antinacionalista». La resistencia nacionalista ha sido secuestrada en muchas ocasiones tras la independencia, pero la tesis de Said es que ésta «fue siempre crítica respecto a sí misma […] atempera sus proclamas con afirmaciones y exhortaciones a recordar la insuficiencia de la particularidad étnica, del mismo modo que es insuficiente la solidaridad sin crítica». Al fin y al cabo es difícil negar que el de los parias de la Historia nos resulta un nacionalismo más humanamente comprensible.

En cualquier caso, lo que Said evidencia principalmente es la esquizofrenia del hoy insuficiente pero aún no agonizante nacionalismo, que ha permitido sostener razonamientos en función de su localización geográfica, y hacer que las legitimidades, derechos y conveniencias en la misión de la metrópoli resulten desórdenes, absurdos e inconveniencias en la pretensión de las colonias: «la cultura europea se ha caracterizado de modo tal, que a la vez que valida sus propias preferencias también las pone en conjunción con el distante dominio colonial».

Así se enumeran a lo largo de la obra casos emblemáticos como los de Stuart Mill o Carlyle. Esta incongruencia, que el sentimiento al que apela el nacionalismo encubre, hace que el autor se pregunte por la tensión a la que debería haber estado sometido ese cuerpo humanista que «coexistía tan cómodamente con el imperialismo y por qué […] hubo en las metrópolis tan insignificante oposición u hostigamiento hacia el imperio». Said reconoce la existencia de cierta oposición en el seno del Imperio, como la de las «posiciones avanzadas de Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, Francisco Suárez, Camões y el Vaticano sobre los derechos de los nativos y los abusos europeos» y citando a Neill, admite que los misioneros «fueron capaces, aun cuando funcionaban muchas veces como agentes de esta o aquella potencia imperial, de atenuar los peores excesos coloniales». Siguiendo su estela autocrítica para la ingenuidad eurocéntrica despliega las figuras de Diderot, Montesquieu, Raynal, Johnson, Cowper, Burke, Voltaire, Rousseau, Bernardin de St. Pierre, A. Trollope, G. Smith, W. S. Blunt, Morris, Hobson, McDonald,…

Pero Said advierte con Thorton y Porter que es necesario establecer, en este punto, «una distinción entre anticolonialismo y antiimperialismo» y en este sentido reconocer que ciertas categorías como la cuestión de la superioridad e inferioridad racial o el tutelaje colonial han permanecido intocables. Esta esquizofrenia inherente al nacionalismo además no se libraba sólo en el par metrópoli-colonias, sino también en su crítica a otros imperios considerando el propio una excepción diferente, como hicieran Tocqueville y otros tantos, encontrando ayer y hoy que «las doctrinas relacionadas con el excepcionalismo cultural abundan demasiado».

Frente al final de la historia de Fukuyama y al choque de civilizaciones de Huntington, Said confía en que «podemos abrigar esperanzas serias en torno a esto [superar el conflicto], aunque sólo sea porque, en 4462_12_4964b33172cdblugar de estar al final de la historia, estamos en disposición de hacer algo acerca de nuestra historia presente y futura, vivamos dentro o fuera del mundo metropolitano». Es posible para Said no perder la referencia nacional debidamente moderada pues «alejarse del nativismo no implica abandonar nacionalidad, sino únicamente pensar en la identidad local como algo no exhaustivo» y siendo así posibilistas superar el conflicto hacia el futuro para «transfigurar ese movimiento en lo que de hecho es una fuerza transpersonal y transnacional». Para huir de las exclusiones, animando a entender la experiencia humana y su diversidad, sus palabras concluirán con la belleza de las cosmopolitas de Hugo de San Víctor en su Didascalion: «el alma tierna fija su amor en un solo lugar en el mundo; la fuerte extiende su amor a todos los sitios; el hombre perfecto ha aniquilado el suyo».

Para encaminarse a esta superación es necesario revisar el pasado y el presente cultural, analizando, como encara la obra de Said, los prejuicios e intereses ocultos tras de la Historia ya sea ésta contada por el relato imperialista o por la del nacionalismo colonial a través de sus obras culturales. Pero, ¿es posible el contrapunto que propone Said, la hibridación entre las diferentes perspectivas a ambos lados de la división imperial? Esto nos conduce al problema de la instancia crítica que veremos en la tercera y última entrada.

Puntos de apoyo

E. W. Said, Cultura e imperialismo

I. Buruma y A. Margalit, Occidentalismo. Breve historia del sentimiento antioccidental

2 comentarios en “Cultura e Imperialismo – E. W. Said (II)

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