Cultura e Imperialismo – E. W. Said (III)

Javier Jurado

En dos entradas anteriores, revisé el análisis que Said proponía en esta obra sobre la cultura como manifestación superestructural de la relación entre resistencia e imperio y sobre la ambigüedad del nacionalismo como principio articulador del conflicto. En esta tercera y última entrada, analizo esta obra de Said pensando en la posibilidad de establecer una instancia crítica imparcial que pudiera alumbrar este desafío.

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El problema de la instancia crítica

El hecho de que Said se aproxime a la cuestión del imperialismo desde el punto de vista de la omniabarcante cultura muestra que para este autor resulta ineludible la contemporaneidad de los problemas y los autores, como irrevocable pertenencia a la tradición, al estilo de la hermenéutica de Gadamer: la cultura, y no sólo la política y la economía, juega un papel central. La «consolidación de la autoridad […] se autovalida en el curso narrativo […pues] la constitución de gadamer1un sujeto narrativo, incluso inusual o anormal, sigue siendo un acto social par excellence, y como tal lleva detrás, o dentro, la autoridad de la historia y de la sociedad». La autoridad, tradición y prejuicio gadamerianos se dan en el reconocimiento de Said al papel tan relevante que la «pertenencia» juega, como conexión que «incluye la vinculación entre el escritor individual y la tradición de la cual él (o ella) forman parte». De esta forma, cualquier pretensión de supuesta objetividad es en realidad, en manos del privilegiado observador del lado del imperio, una imposición sesgada y prejuiciosa de la realidad nativa, hasta el punto de que, citando a Fanon, Said reconozca que «para el nativo, dice Fanon, un valor europeo como la objetividad se volverá siempre en su contra».

Por otra parte, sin embargo, la pretensión de Said es superar el idealismo ingenuo ajeno a la violencia inherente a la selección de la tradición, a su interpretación, y al ocultamiento de los efectos de los imperios del pasado en la configuración de la aldea global actual, apostando por un acercamiento a la objetividad posible y autocrítica: «La cuestión de la interpretación, y hasta de la escritura, están ligadas al problema de los intereses, tal como lo hemos visto actuar tanto en la producción histórica como en la estética». De este modo, su aspiración pretende situar una instancia crítica sobre la 220px-juergenhabermas_retouchedpura interpretación del pasado, al estilo de Habermas, uno de cuyos instrumentos desideologizantes, el concepto de interés, es recurrente en Said. Pues Said es consciente de que en la configuración e interpretación del pasado – surgimiento y consolidación de la tradición – colonizadores y colonizados siempre han depurado los elementos indeseables y construido un tanto artificialmente los necesarios para lograr una legitimidad histórica en sus posturas y aspiraciones de participación del poder, claramente manifestados en formas culturales como la literatura o la metafísica, en cuyo escenario también se han enfrentado.

Para construir esta objetividad en medio de estas experiencias discrepantes entre los intérpretes, Said aboga por no caer en los lugares comunes que excluyen a los posibles intérpretes y considera que es «una inadmisible contradicción defender […] el análisis de la experiencia histórica basados en exclusiones», pues la vocación intelectual como realidad social resultaría imposible, contra lo que afirma Gramsci, y con ella toda aspiración de comprensión mutua por encima de barreras culturales, económicas o sociopolíticas. Sin embargo, Said se encontrará permanentemente en la brecha de la polémica entre Gadamer y Habermas, pues si por un lado reconoce el carácter específico, con un «estatuto ideal y esencialmente separado», de cada perspectiva que conforma la urdimbre cultural – la perspectiva del imperio es sesgada, la de los nativos ilumina el sesgo –, no puede menos que reconocer que «no intenta evadirse del problema de la ideología».

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Su propio análisis crítico y desvelador del papel de la cultura imperialista es todo un posicionamiento a favor de la plausibilidad de una instancia crítica «desde dentro» para cuestionar las interpretaciones y legitimaciones. Y para ello recomienda esa «lectura en contrapunto» de los clásicos, que integra las perspectivas del proceso imperialista y de la resistencia antiimperialista en sus revisionismos. Pero, inevitablemente, ni siquiera la prudencia de Said elude el inexorable condicionante ideológico: Pues alabando los descubrimientos genealógicos de Foucault o R. Williams cuestiona su valor al evidenciar la irrelevancia de la experiencia imperial en sus estudios, afirmando la «dependencia de esas disciplinas que se postulaban como desinteresadas, apolíticas y por encima de la sórdida historia de la ideología imperialista y la práctica colonial»; y sin embargo, reserva para trabajos como los del indio G. Viswanathan el privilegio de poseer «una incontrovertible evidencia, libre de todo “nativismo”, defecto dominante de la mayoría de obras poscoloniales». Por eso camina en diversos momentos en el escurridizo terreno de intercalar su propia crítica, más próxima a la voz de «la gente sin Historia», con su paradójica insistencia en la imposibilidad de una instancia crítica desinteresada: «Nadie detenta el privilegio epistemológico de juzgar, evaluar o interpretar, de alguna manera, el mundo libre de la acumulación de intereses y compromisos de las relaciones mismas».

¿Cómo depurar esas pasiones y desbrozar intereses para aproximarse a una objetividad compartida, a una intersubjetividad aceptable? La pregunta en la obra de Said retorna al origen de la cultura:

El erudito especializado en la literatura comparada, campo cuyo origen y propósitos son eludir el insularismo y provincianismo y considerar varias culturas y literaturas al unísono, en contrapunto, encuentra un gran apoyo precisamente en esta especie de antídoto al nacionalismo reductivo y al dogma acrítico.

Su propuesta para leer en «contrapunto» y de comprender la experiencia imperial como «sistema de superposiciones entrelazadas» recuerda a la integración de perspectivas de Ortega o la fusión de horizontes del propio Gadamer. Y es que en cierto modo, la misma obra de Said se inspira en este comparatismo literario que habría surgido para contrarrestar la ola nacionalista del siglo XIX con un aire transnacional todavía inspirado en la universalidad ilustrada. Tras el repaso a obras emblemáticas durante el imperio, Said repasará otras tantas surgidas en el seno del proceso descolonizador. Este intento de contrapunto, no obstante, no será garantía de objetividad perfecta – que Said rechaza – pues para él ni siquiera este comparatismo del XIX pudo sustraerse del eurocentrismo que le caracterizó, como evidencian las ingenuas ensoñaciones de Woodberry, y otros muchos.

Al final, el marco indudable y postulado, que Said echa en falta en las obras incluso de los respetados autores, es el del imperialismo. Éste se ubica más allá de todas las teorías críticas a las que Said acusa France Albert Camus 1956repetidamente de haber «evitado el horizonte político de mayor alcance – yo diría determinante – de la cultura occidental moderna: el imperialismo» pues «el imperialismo moderno ha sido tan omniabarcativo y global que virtualmente nada ha escapado a él». En sus críticas ni siquiera se salvarán los revolucionarios Marx y Engels, el distópico Orwell o el pacifista Camus, incapaces todos de evitarse los prejuicios insuflados por la cultura imperialista. Hasta de Habermas extrae el reconocimiento que hizo de que era incapaz de pronunciarse sobre el movimiento antiimperialista limitado por su propio eurocentrismo.

¿Cómo separar y ponderar de forma diáfana la ilustrada interpretación de Said de los extremos interesados? ¿Dónde está la frontera entre el abuso de la memoria que denunciara Todorov y la reconstrucción fidedigna que resarce con el sano, razonable y justo uso de esa memoria? ¿Cómo hacer distar el fino análisis de Said de los revisionismos resentidos y las procuradas teorías conspiratorias sobre el Imperio que elabora el indigenismo más populista y paranoico? ¿Y cómo hacerlo sin provocar con ello que sus acertadas observaciones se disuelvan como un azucarillo en el mar de las disculpas interesadas de quienes disfrazan de amnistía la impunidad, de quienes se escudan en épocas pretéritas a superar, en disculpables inercias históricas o coyunturas razonablemente humanas que no cabe criticar desde nuestros parámetros? Este último fenómeno es el que más fascina a Said, que observa cómo la cultura parece haberse aislado durante mucho tiempo como un campo libre sospecha y de culpabilidad, «misteriosamente fuera del análisis», advirtiendo «cómo la cultura participa del imperialismo pero aun así de alguna manera se la excusa por ello».

Parece que la tensión dialéctica es inevitable, que la autorreflexión y la autocrítica es una tarea siempre por hacer. El propio Said reconoce que «hoy el posimperialismo deja que emerja el discurso de la cultura de la sospecha por parte de los pueblos antes colonizados, mientras que los intelectuales metropolitanos practican un teoricismo que evita los puntos conflictivos […] yo me encuentro preso entre las dos tendencias». Mientras tanto, parece que «al insistir en una visión mundial como la del imperialismo no quedaba lugar para la neutralidad: o se estaba del lado del imperialismo o en contra». Y así, sin caer en el ramplón maniqueísmo, Said reconoce imposible la neutralidad ciega y sobrehumana, y, procurando prudencia y seriedad en su análisis, no tiene a mal ponderar la balanza con su erudición del lado de quienes amordazados por el Imperio – escritor de la Historia – no han podido contar la suya hasta ahora.

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E. W. Said, Cultura e imperialismo

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