Tasia Aránguez
La mediocridad de la clase política suele considerarse un hecho empírico en cualquier tertulia de bar. Y ya decía Aristóteles que suele haber algo de cierto en todo lugar común. Bourdieu y Freeman nos proporcionan algunas claves que permiten explicar tan curioso fenómeno: si hay gente tan válida en la sociedad, ¿por qué hay tanta persona incompetente en el poder? No está de más puntualizar que, por supuesto, hay personas brillantes en la política, hay personas altruistas e incorruptibles. Lo que Bourdieu y Freeman nos permiten explicar es que las estructuras facilitan el progreso de un determinado tipo de persona.
Pierre Bourdieu considera que las personas que representan a la ciudadanía, ya sean diputadas o concejales, se preocupan más por complacer a su partido que a la ciudadanía. El poder de los partidos políticos en las democracias representativas contemporáneas es inmenso, y según él, es la estructura propia de los partidos la que genera el triunfo de un determinado tipo de personaje político. Según Bourdieu, quienes triunfan en los partidos son los que lo dan todo por el partido. Son aquellas personas que no tienen nada fuera del partido, que han consagrado su vida por el partido y han organizado su vida en torno a este. Nada en sus vidas les permite tomarse libertades con el partido.
Por tanto, se produce una solidaridad estructural entre los aparatos políticos y algunas categorías de personas, que son aquellas que no poseen muchas propiedades que resulten interesantes de poseer. Los partidos premian a la gente más “segura”. Junto a esta cualidad, los partidos privilegian a quienes tienen tiempo y paciencia para soportar los largos horarios de “sesiones de partido”. Esto es lo que Bourdieu denomina “efecto oficina”. La oficina es una estructura permanente que se va consolidando con el tiempo y sustituyendo a los originarios mecanismos asamblearios del partido. Esta “oficina” tiende a monopolizar el poder, a convocar las asambleas, reduciendo la tarea de las personas asistentes a las asambleas a ratificar las decisiones de la oficina y a manifestar la representatividad de la oficina.
Progresivamente, el número de asistentes a las asambleas disminuye y los cargos permanentes reprochan a los miembros ordinarios su escasa participación, les acusan de absentismo, sin ver que es la consecuencia de la concentración del poder en sus manos. Estos políticos permanentes devienen en profesionales de la manipulación de toda situación que pudiera crearles problemas, como la confrontación con los miembros ordinarios del partido, sus representados. Por eso las personas dedicadas a la política de forma permanente desarrollan la habilidad de manipular las asambleas generales, de transformar los votos en aclamaciones, etc. Hay cargos y ellos los toman, no se sienten culpables de haber servido a sus intereses porque creen que lo hacen por el bien del partido.
Las personas representantes interpretan la reserva ética frente al poder como absentismo o disidencia culpable, como dejación de los deberes ciudadanos para con lo público. La alienación de la política no se percibe y al contrario, es la visión del poder la que se ha impuesto, de modo que se echa la culpa a quienes no quieren participar en el juego de la política. Se ha interiorizado tan fuertemente la bondad del sistema representativo que no votar, o criticar la estructura “democrática”, se considera una falta.
Estas reflexiones de Bourdieu nos permiten reflexionar sobre el modo por el cual se forman unas élites en el interior de los partidos políticos, pero también en cualquier otra estructura organizada en la que se dé el principio de representación. Según el sociólogo, tales élites están constituidas por personas mediocres que creen merecer la posición jerárquica que ocupan. El motivo por el que creen merecer dicha posición es el de que ellas son las personas que lo dan todo por el partido, son “hipermilitantes”, mientras que el resto de miembros del partido son, a sus ojos, personas que no se implican lo suficiente.
Jo Freeman también aportó interesantes reflexiones sobre la cuestión de los mecanismos por los que se produce de modo natural la formación de élites dentro de una organización política (aunque ella estudiaba el Movimiento de Liberación de la Mujer, que era un movimiento social que trataba de organizarse de modo horizontal). La autora señala que las élites por lo general no son grupos de conspiración, a diferencia del modo en que se las percibe socialmente. Rara vez un grupo pequeño se reúne y trata deliberadamente de acaparar a otro grupo mayor para sus fines. Las élites no son nada más y nada menos que grupos de amistades que, incidentalmente, participan en la misma actividad política. La coincidencia de estos dos hechos es lo que genera una élite en un grupo determinado y también lo que hace tan dificultosa su ruptura.
Se trata, por tanto, de estructuras informales que pueden estudiarse prestando atención a las buenas relaciones que se dan entre determinadas personas, que se escuchan más atentamente y se interrumpen menos, que repiten los puntos de vista u opiniones de las otras y si hay conflicto ceden más amigablemente, también tienden a ignorar o a enfrentarse a la gente externa, cuyo asentimiento no es necesario para tomar una decisión. Esas personas ajenas necesitan mantener buena relación con la gente de dentro. El grupo dominante son aquellas personas a las que se les debe consultar para tomar una decisión, pues de ellas depende la aceptación.
Algunos grupos pueden tener más de una red informal de comunicación. Cuando una organización política renuncia a designar representantes o a crear estructuras internas, ello no logra evitar la formación espontánea de estas redes informales. Cuando solo hay una red de este tipo, esta se convierte en la élite del grupo sin estructura independientemente de que sus miembros quieran ser o no elitistas. En un grupo coexisten normalmente dos o más redes de amistades que compiten entre sí por el poder formal. Según Freeman, puede considerarse que esta es la situación más sana, ya que los miembros restantes pueden actuar de árbitros y, de esta forma, plantear determinadas exigencias a aquellos con los que se alían temporalmente.
Freeman señala que todas las organizaciones políticas adoptan normas no escritas por las que solo pueden pasar a ser miembros de la élite, aquellas personas que tengan ciertas características específicas coincidentes con el resto de personas de la élite, tales como ser de clase media, tener pareja, ser heterosexual (u homosexual), tener entre veinte y treinta años, haber estudiado en la universidad, tener una postura política o apariencia progre, tener o no tener hijos, etc. Hay determinadas características que casi en cualquier organización política te definirán como persona marginada: ser demasiado mayor, tener una jornada de trabajo de ocho horas, intensa dedicación profesional o no ser agradable en el trato.
Por tanto los prerrequisitos típicos para participar en las élites informales tienen relación con la clase social, la personalidad y la disposición de tiempo. No incluyen la competencia, el compromiso con unas ideas políticas, el talento o la potencial contribución al movimiento. Los criterios necesarios para cualquier organización política son los mismos que se emplean para establecer una amistad. Por eso es natural que la gente que posee características que se salen de la normalidad (la normalidad según el criterio de la élite política) sean excluidas. Esto conduce a la exclusión de multitud de características sobresalientes.
Una vez creadas las estructuras informales estas se mantienen a sí mismas mediante el continuo reclutamiento de nueva gente que encaje. Todos estos procedimientos llevan su tiempo, de modo que si se trabaja ocho horas o se tiene alguna obligación similar es normalmente imposible llegar a ser parte de la élite, simplemente porque no hay suficientes horas para asistir a todas las reuniones y cultivar las relaciones personales necesarias para tener voz en la toma de decisiones.
La autora señala que, como estas élites son informales y surgen de modo espontáneo, es muy difícil ponerles cortapisas, de modo que su poder se vuelve arbitrario. Cuando se escucha a alguien es porque cae bien y no porque diga cosas significativas. Vemos, por tanto, que Freeman considera que el problema de la formación de élites es que responde a criterios irracionales tales como la semejanza con los miembros de la élite ya consagrada o la disponibilidad de tiempo para la militancia, y no a criterios racionales como la calidad de la potencial aportación a la actividad política.
Si la tesis de Bourdieu apunta a la perversión inherente a toda forma de representación política (lo que nos conduciría a preguntarnos sobre cómo es posible dar voz a las personas eternamente excluídas de la política), la tesis de Freeman apunta al peligro de la falta de regulación, pues esta da lugar a la formación de estructuras informales dificiles de controlar. La autora explica que una de las grandes luchas del feminismo ha consistido en la exigencia de que el acceso a empleos o cargos esté sometido a criterios regulados y demostrables; pues solo así ha sido posible el acceso femenino a lugares controlados por redes informales masculinas.
Para concluir con este reflexión sobre el fomento de la mediocridad por parte de la estructuras quiero terminar con una reflexión de Jacques Rancière que considera que la política se basa en una división de los espacios y de los tiempos. Rancière ilustra esta tesis haciendo referencia a la opinión de Platón, que sostenía que los artesanos no pueden ocuparse de la política porque no tienen el tiempo para dedicarse a otra cosa que no sea su trabajo. No pueden estar en otra parte porque el trabajo no espera. La división de lo sensible muestra quién puede tomar parte en lo común en función de lo que hace, del tiempo y del espacio en los que se ejerce dicha actividad.
Así pues, tener tal o cual “ocupación” define las competencias o incompetencias con respecto a la política. Tener una ocupación determina el hecho de ser o no visible en un espacio, de estar dotado de la palabra, etc. Hay personas que quedan excluidas de la política porque están excluidas del ámbito de lo visible (pensemos en quienes cuidan de personas dependientes o bebés, en quienes tienen largas jornadas de trabajo o en quienes por motivos de prejuicios raciales o de otra índole son sistemáticamente excluidos de la sociedad).
Los partidos políticos, y también las asambleas de militantes de los movimientos sociales, generan dinámicas de inclusión y exclusión. Forman élites, instauran líderes, y excluyen a otras personas del ámbito de la acción política. Quien no puede ser militante (a veces “hipermilitante”), queda fuera de la política. Y quien tiene las características necesarias para su aceptación como hipermilitante tiene muchos puntos para acceder al poder. Sin que la mediocridad sea un obstáculo.
J. Rancière: “La división de lo sensible. Estética y política”
P. Bourdieu: “La délégation et le fetichisme politique”
Jo Freeman: “La tiranía de la falta de estructuras”
La mayoría de los políticos son mediocres, si, pero es que son los que se presentan a las elecciones, Hay gente muy capacitada en muchos ámbitos pero, por diversos motivos, ni tienen interés en entrar en política. Y por lo tanto, entran en ella muchos buscavidas que fuera de ella apenas tienen nada a lo que agarrarse, y así, hacen de esta un modo de vida, con todos los problemas que esto trae.
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Ninguna persona inteligente y honesta está dispuesta ha consumir más de la mitad de sus energías en la burocracia y las luchas internas de los partidos políticos
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