Jesús M. Morote
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En la historia del pensamiento, el Renacimiento ha quedado caracterizado como la «era de la Revolución Científica»; o, como la llamó Heidegger, la «época de la imagen del mundo». Naturalmente, han sido los desarrollos posteriores del pensamiento occidental los que han marcado el concepto generalmente admitido que se tiene de la Filosofía en el Renacimiento. Pero, con ello, se incurre en una negligencia grave: la indeclinable tendencia a valorar los pensamientos filosóficos por su contenido material (muchas veces, sin embargo, burdamente adaptado a las necesidades del pensador presente ocultando otros matices) en lugar de valorar la forma de plantear los problemas por los hombres de la propia época. Tomando como referencia la ópera L’Orfeo de Claudio Monteverdi (1607) intentaré llamar la atención sobre algunos aspectos generalmente desconocidos del pensamiento renacentista.
Se ha interpretado que lo novedoso del pensamiento renacentista residía en una forma matemática de ver el mundo. Se trasmite la opinión de que el hombre europeo pasó a ver la realidad del mundo como un conjunto de relaciones matemáticas, lo que permitiría, mediante una adecuada formulación de tales relaciones, entender completamente el mundo de una forma cuantitativa.
Pero se oculta que el pensamiento renacentista está traspasado por una mística de las relaciones cualitativas entre los componentes del mundo. Todo está conectado porque hay un «alma del mundo». Los objetos individuales están interconectados profundamente mediante una relación de «simpatía» o de «antipatía». El grado de conexión entre los objetos y símbolos varía y la magia consiste en el conocimiento de esas conexiones subyacentes.
Hay dos tipos de magia: la magia natural y la magia negra. La magia negra está prohibida por la Iglesia en aquella época (brujería), pero no así la magia natural, que consiste en utilizar las simpatías mutuas de los objetos, los elementos materiales y los símbolos para atraer en favor propio influjos benéficos astrales. La magia negra o brujería, en cambio, consiste en forzar o violentar la naturaleza para conseguir nuestros fines, mediante sortilegios prohibidos con efectos antinaturales en las cosas o las personas.
El principal instrumento mágico era el uso sabio de la conexión entre los objetos. Por ejemplo, el astro rey, el Sol, está vinculado por simpatía con el color amarillo, con el elemento químico oro, con la flor del girasol y con los animales león (cuya melena es un trasunto de los rayos solares) y gallo (que saluda al Sol con su canto al amanecer). No es ninguna casualidad que el león figure en el escudo de Inglaterra o que el gallo sea el símbolo de Francia o de Portugal (Porto-gallo). Si uno lleva una cadena o una pulsera de oro (muchos las siguen llevando hoy en día) o cualquier objeto que, de forma material o simbólica, esté simpáticamente conectado con el sol, atraerá para sí el influjo astral benéfico de dicho astro. Si uno quiere recibir el influjo guerrero y valeroso de Marte (por ejemplo, un soldado) tendrá que rodearse de objetos y amuletos marciales. O si es un estudioso que quiere recibir el influjo de Saturno, astro asociado a la ciencia y la meditación, se rodeará de objetos saturninos.
Podemos interpretar la ópera L’Orfeo, de Claudio Monteverdi, como un enorme sortilegio que pretende depurar los sentimientos del oyente para, purificándolos, elevar a este hacia un nivel superior. Ha llamado la atención de los musicólogos la alteración que en la ópera de Monteverdi (y en algunos precedentes) se observa respecto al mito clásico, narrado por Virgilio y Ovidio, en el cual Orfeo, tras su bajada a los infiernos y la pérdida irremisible de Eurídice, vagó por el mundo y murió despedazado. En nuestra ópera, sin embargo, asciende a los cielos de la mano de Apolo. El contenido “auténtico” del mito de Orfeo se halla en este contexto: la peripecia personal de Orfeo es un símbolo de la vía mística de perfeccionamiento y purificación perfectamente explicada en los Diálogos de Platón.
El alma del hombre es de naturaleza inmortal, porque tiene un origen divino. En su comienzo ha gozado de la inmensa Belleza y Perfección del mundo de las Ideas. Sin embargo, caída el alma al mundo de los sentidos y adscrita a un cuerpo caduco y corruptible sólo dispone de vagos recuerdos de aquellas supremas Ideas: eso le permite reconocer en las cosas bellas aquella Belleza y Perfección, de una forma vaga y borrosa. La función del alma en este mundo de los sentidos no es sino irse depurando para poder acceder algún día al mundo de las Ideas de donde partió en origen. En el pensamiento de Platón el alma transmigra de un cuerpo a otro: en esta transmigración, si durante su estancia en un cuerpo el alma ha actuado de forma correcta, el siguiente cuerpo supondrá para ella un avance hacia su meta de volver a su origen; pero si el alma no actúa de forma adecuada, retrocederá en la siguiente transmigración. En el neoplatonismo renacentista, tamizado por el cristianismo, no se cree en la transmigración, pero, al margen de que se trate de la ligazón del alma con varios cuerpos o con uno solo, sí se cree en la eficacia de una vía de perfeccionamiento que facilita el acceso al mundo de las Ideas, aunque tal vía deba recorrerse con un solo cuerpo.
El acercamiento al supremo mundo de las Ideas, donde residen la Belleza, la Perfección, la Virtud, no puede tener lugar por vías de raciocinio lógico: Platón afirma que esa aproximación del alma a su origen se produce por medio de la locura, del furor. Platón explica en el «Fedro» que hay cuatro clases de locura, mediante las cuales el hombre, con distintos matices según la clase, se relaciona con el mundo superior.
Tenemos, en primer lugar, la locura adivinatoria o profética. El trance profético pone en contacto al profeta con el mundo superior que habla por boca de aquél. Al mismo nivel colocan los renacentistas a los profetas bíblicos, a sibilas y oráculos.
El segundo tipo consiste en la locura ritual. Mediante la participación en una serie de actos rituales y la recitación de fórmulas ceremoniales se consigue un estado extático que pone al hombre en contacto con la divinidad, atrayendo sobre sí su influencia benéfica. A esta clase pertenecen los Misterios (entre ellos los órficos), pero también se relaciona con ella la magia y los ritos mágicos.
El tercer género de locura es el furor poético. El poeta (y, en tiempos de Platón, poesía incluía letra y música, de forma inseparable: en griego poíesis significa creación, así como poietés, poeta, significa creador) accede a la Belleza de forma intuitiva y, mediante el éxtasis creador, plasma sus percepciones en obras accesibles a los demás hombres.
El cuarto, y más importante para Platón, es la locura amorosa. Las otras tres clases de locura son extrínsecas al hombre normal por cuanto necesita de otros (el profeta o el poeta) o de instrumentos rituales creados por otros. Sólo el amor es accesible a todo el mundo y en él reside la verdadera filosofía, la “filosofía en el recto sentido de la palabra”. El amor es la pasión por algo bello. Argumenta Platón que, si bien el mundo de las Ideas es múltiple, residiendo en él la Virtud, la Sabiduría, etc. nada hay más claramente perceptible que la Belleza: entrando esta por los ojos su aspecto amable la hace especialmente dotada para que el hombre se prende de ella, sirviendo así de puerta de acceso a otros Bienes no tan fácilmente accesibles.
Diseña así Platón, alrededor de lo bello, el camino de iniciación que llevará al alma al mundo superior, a una mejora y purificación. El hombre comienza encontrando atractivo un objeto singular, el amado (Platón habla en términos homosexuales), lo que despierta en él el deseo. Este deseo es un arma de doble filo, por cuanto puede constituir un factor de embrutecimiento o animalización, si el hombre se deja llevar por el aspecto más corrupto y carnal de su naturaleza, o puede llevar a dar el paso fundamental: reconocer en la belleza corporal una belleza más duradera e importante, la belleza espiritual, la belleza del alma. Iniciado el hombre en esta vía de espiritualización, huyendo de su cárcel corporal, se llega a dar el paso de superación del amor por la belleza singular hacia el amor por la belleza en general, por todas las cosas bellas. Este es el recto camino que conduce al amor por la Belleza en sí, la Idea abstracta de Belleza desligada de cuerpo bello alguno.
Naturalmente, como las Ideas (Belleza, Virtud, Sabiduría) conviven en armonía, el acceso a una de ellas, la más amable, la Belleza, sitúa al hombre en un plano de acceso a la Verdad en su conjunto. El primer motor de todo el proceso es, pues, la pasión amorosa hacia el o la amante primera, revestido de deseo carnal, que no es sino la locura que se despierta en el alma al reconocer en algo bello la Belleza que conoció en sus orígenes, recordar el Bien Supremo al que en principio perteneció. Platón se refiere a ello mediante la hermosa metáfora de las alas. El alma volaba en las alturas con sus alas, gozando de la inmensa perfección de las Ideas; cuando cae a este mundo corruptible pierde esas alas que le permitían volar y permanecer en aquellas alturas; y el reconocimiento de lo bello despierta en el alma como una comezón: son las alas que quieren volver a crecer, las plumas que quieren emerger.
En L’Orfeo aparecen en gran medida estas nociones platónicas. Se incorporan cierto número de elementos solares para que ejerzan una benéfica magia natural solar sobre los espectadores: la lira, el modo dórico y el propio Apolo-Sol que aparece al final, a quien no es difícil imaginar con un traje dorado, un nimbo solar rodeando sus rubios cabellos y demás guardarropía febea, sin descartar las invocaciones del coro al astro rey en determinados momentos de la obra. Y se pone todo ello en manos de un poeta y un músico para que procedan a expresarlo en lenguaje poético.
Y ahora la obra cobra todo su significado. La anécdota se torna irrelevante, las peripecias de Orfeo no interesan tanto en su aspecto incidental como en cuanto símbolo de la vía de acceso al mundo superior a través de la locura amorosa platónica. En efecto, Orfeo empieza enamorado de una persona concreta, Eurídice, enfrentándose al dilema esencial del hombre, al debate entre una naturaleza corporal y concupiscente y una naturaleza espiritual e inmortal. Orfeo sucumbe a la tentación carnal, ama a Eurídice “a la manera de un cuadrúpedo” en terminología de Platón, se ciega con el amor a una persona corporalmente bella sin ser capaz de dar el paso hacia el amor al alma y el amor a la belleza en sí. Este amor mal encaminado le arrastra a los infiernos y a la desesperación. Pero, a la vez, le lleva a un estado de furor poético extraordinario que despierta la compasión del propio Apolo-Sol que acude en su ayuda y lo empuja a dar el paso decisivo: la superación del amor carnal hacia el cuerpo de Eurídice conduciéndolo al amor por su alma. Y este último amor, como manifestación del amor por lo bello en general, es lo que produce la elevación del alma de Orfeo que se escenifica como una ascensión física, en la que no desentonaría una puesta en escena en la que aparecieran en la espalda de Orfeo las alas platónicas.
Así pues, el mito, en la forma en que se presenta en la obra de Monteverdi, sobrepasa en su intención la mera anécdota narrativa para convertirse en una representación de la vía mística diseñada por Platón.
Para quien quiera purificar su alma, dejo el enlace a la versión de la ópera dirigida por Nikolaus Harnoncourt.
Platón: El Banquete
Platón: Fedro
Cornelio Agrippa: De occulta philosophia libri tres (hay una edición en español en Alianza Editorial de parte de esta obra, bajo el título de Magia natural)
Ernst Gombrich: Symbolic Images