Consideraciones acerca de la denominada «Paradoja de la ficción» (II de II)

Héctor J. Ibáñez Durá

En una anterior entrada, hemos analizado las posturas acerca de la denominada Paradoja de la ficción. No resulta extraño que el grueso de los trabajos publicados sobre la Paradoja tenga su cuna en determinada geografía intelectual, cual es el ámbito anglosajón, y esté basado en un enfoque filosófico concreto, la filosofía analítica, en su sentido lato. No por casualidad, esta aparente hermeticidad o exclusividad de los análisis en lengua inglesa, con su tradicional e innegociable método analítico, se convierte a su vez en una circunstancia que quizá obstaculiza una apropiada y más multidimensionada teorización del caso que nos ocupa. Aquí proponemos, además, sondear otra forma de plantear el problema y darle solución; o incluso, tal vez, de disolverlo. La metodología empleada consiste en una aproximación fenomenológica al hecho estudiado, de modo que quedarán al margen otro tipo de enfoques, tales como el neurológico, el psicoanalítico o el propio de la filosofía de la mente.

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En la anterior entrega habíamos expuesto el germen del planteamiento en forma de premisas aparentemente verdaderas todas, pero que examinadas en grupo producen un conjunto inconsistente. Explicitémoslas de nuevo por mor de la claridad:

  1. La creencia en la existencia de los objetos de nuestras emociones es necesaria para conmovernos.
  2. Tales creencias no existen cuando nos enfrentamos a objetos o eventos ficticios.
  3. Dichos objetos y eventos ficticios nos conmueven.

Los intentos más relevantes, repasados en la anterior entrega, no hacen sino especular dentro del mismo marco teórico de referencias; juegan al mismo juego con otras cartas, sin percibir que el problema se encuentra en las propias reglas de ese juego. Estas reglas no están sino encaminadas ineluctablemente a tachar de «irracional» cualquier planteamiento que se proponga. A continuación expondremos, en dos trechos, un esbozo de solución, de indudable abolengo kantiano.

El primero tiene que ver con una refutación del logicismo subyacente al enfoque de Radford. De algún modo este hace subsumir el juicio estético por el juicio lógico, en pos de una anhelada universalidad y omnicomprensión explicativa de cualquier fenómeno que se presente a nuestra percepción. Efectivamente, los componentes perceptivos son inmediatamente despojados de su peculiar especificidad para, a continuación, ser dispuestos en forma de proposiciones encaminadas a formar un –a toda costa− pretendido compuesto tautológico. La tautología, empero, es incompatible con el milenario principio de tertium non datur. No cabe la ambigüedad: el individuo cree o no cree, se conmueve o no se conmueve; si cree, debe seguirle el hecho de que se conmueve; si no cree, debe ocurrir que no se conmueve. Y la salida del atolladero se antoja insalvable. Afirmaremos, pues, que en general toda obra artística, carece de valor de verdad. No forma proposiciones, puesto que no niega ni afirma nada acerca de lo que pretende expresar. Interpretar lo contrario, provocaría en el espectador otra actitud distinta de la actitud estética. La distinción, siguiendo al de Königsbeg, se fundaría en una comprensión del juicio estético regulada por los siguientes principios: no conceptualización, relación no cognitiva y desinterés.

2En este punto vamos a introducir una discrepancia de lo anterior, en el sentido de que aceptamos el primer principio, y rechazamos los dos últimos. Esto es debido a que no enfocamos la cuestión kantianamente, sino fenomenológicamente. De modo que ya de antemano postularemos una relación sujeto-objeto peculiar, que no es la tradicional, digamos, cartesiana, y además introduciremos, como antagonista del kantiano desinterés, la intencionalidad, como ya hicieran Brentano, y posteriormente Husserl con su «a priori» intencional de la correlación sujeto-objeto. Además, a modo de acotación, mencionamos solo de pasada el bergsoniano intento de superar el dualismo sujeto-de-conocimiento/objeto-percibido, que lograría disolver la Paradoja, pero que presenta marcadas dificultades, tanto ontológicas como epistemológicas, que tal vez el filósofo parisino no supo resolver.

Por consiguiente, esquemáticamente, el espectador que presencia una obra de ficción: (1) no conceptualiza lógicamente los datos percibidos; (2) No requiere de pensamiento propositivo para ser epatado; (3) exige un objeto intencionado, que no equivale a, ni tiene que ser necesariamente, un objeto real, ya que puede existir de otro modo que el objeto real; (4) está movido por intereses, que se traslucen en variopintas reacciones.

En cuanto al punto (2), conviene aclarar la fenomenología de la emoción a la que ahora nos referimos. No se pretende aludir al llamado «efecto sobresalto» («startle effect») estudiado por Simmo Säätelä, quien lo caracteriza como una reacción involuntaria a estímulos visuales, como, v.g., el jugador de tenis que efectúa un pequeño salto al observar que su lanzamiento va a estrellarse contra la red. Sino que se pretende aludir la emoción elaborada conscientemente durante el proceso de contemplación.

Respecto del punto (3), puede servirnos la metáfora, ofrecida por el propio Kendall Walton, del «acortamiento de la distancia» entre el mundo real y el mundo ficticio, según él, no por promover las ficciones a nuestro nivel, sino descendiendo nosotros a ellas. Sin embargo, en lo que a nuestra investigación concierne, nos permitimos modificar su aclaración añadiendo lo siguiente: no en cuanto a que nosotros descendamos al mundo de la ficción, sino por cuanto esa disminución de la separación entre ambos mundos es provocada por una fuerza de atracción que las hace fusionarse en un todo indistinguible, tal como sucede en la obra cinematográfica que, quizás, mejor ha sabido plantear, precisamente desde el arte, la conflictividad que enfrenta al propio arte y al individuo, en sus interrelaciones. Nos referimos a La rosa púrpura de El Cairo (1985), de Woody Allen.

Cecilia –interpretada por Mia Farrow- lleva una vida repleta de preocupaciones y contratiempos personales y profesionales. Su única fuente de distracción y gozo es el cine de su barrio. A menudo asiste sola y queda absorta en las historias narradas en la gran pantalla. Un día recibe la grata sorpresa de que va a ser proyectado allí el más reciente largometraje de su actor preferido, Gil Sheperd –encarnado por Jeff Daniels-, que interpreta al aventurero explorador Tom Baxter. La obra causa un torrente de emociones que la3 atrapan en una especie de continua ensoñación; le hacen perder el sentido del tiempo y del espacio. Queda absolutamente inmersa en la reproducción. La rosa púrpura de El Cairo le resulta una tan apasionante experiencia, que asiste una y otra vez a cada reposición. Un día, durante la reproducción, Tom Baxter atraviesa la pantalla y se dirige hacia Cecilia y le habla.

En ese momento la ficción se ha fundido con la realidad. El asombro inicial de la protagonista da paso a una relación amorosa entre ambos, que Gil Sheperd, por una serie de egoístas intereses, desea impedir. La narración transcurre entre el ímpetu de Cecilia y Tom Baxter por consolidar y consumar su amor y, por otro lado, las continuas censuras de Gil Shepherd. Este no acepta la relación entre ambos porque se trata de la unión de una persona real con un personaje de ficción, lo cual, según su parecer, es algo ininteligible, carece del menor sentido, a pesar de que su amor parece tremendamente real y sinceramente sentido –a Cecilia le resultan muy reales los besos de Tom−. Por otro lado, la «invasión» que Baxter realiza del plano real desde el plano de la ficción, desencadena una serie de distorsiones y conflictos tanto «intraplanos» como «interplanos», que conducen a una suerte de aparentes paradojas como la que se da en un punto de la película en la que el resto de los acompañantes de Baxter parecen tomar conciencia de sí mismos y, por boca de los colegas de reparto de Shepherd, se rebelan ante la actitud de aquél y deciden autoproclamarse personajes reales, en contraposición a los espectadores del cine, que pasan, según4 su punto de vista, a adoptar la condición de personajes ficticios. La plenitud de la aparente paradoja acaece en el momento en que Baxter invita a Cecilia a traspasar el escenario y formar, de ese modo, parte de la obra. Momento en que ella manifiesta arrobadamente: «toda la vida me he preguntado cómo se viviría al otro lado de la pantalla».

¿Cómo cabe interpretar lo sucedido en la célebre obra de W. Allen a la luz de lo expuesto hasta ahora según nuestro criterio? Parece razonable argüir que la carencia de entendimiento entre Gil Shepherd y la pareja formada por Tom Baxter y Cecilia surge de la inconmensurabilidad de sus respectivos planteamientos. El primero hace uso de una comprensión lógico-conceptual de estos fenómenos. Este hecho nos es dado por cuanto, generalmente los humanos, en nuestro discurrir intelectivo, hemos interiorizado una serie de patrones y modos de proceder lógicos de los que nos resulta harto difícil desembarazarnos, amén de haber establecido un cisma insalvable entre lo «real» y lo «ficticio». Ahora bien, la invasión que Tom Baxter realiza desde el mapa ficticio al plano de lo real puede entenderse como una metáfora de la experiencia estética cuando ésta alcanza su cénit, pero dicha experiencia solo se da en nosotros, individuos reales, obrando a través de una racionalidad lógico-conceptual. Por ello, el mismo manifestarse de la culminación perceptiva respecto de la obra de arte está envuelto en una nube de incomprensión que inmediata e irremediablemente la desacredita, como Gil Shepherd pretende. Motivo este por el que cualquier atisbo de solución es inexistente. Al contrario, los acontecimientos que envuelven a los segundos no tienen sino una base exclusivamente estética. El modo en que Cecilia se relaciona con T. Baxter es independiente de si este último se sitúe en unas coordenadas espacio-temporales, o en aquello a lo que el común de los mortales llamamos «realidad». Sencillamente Baxter está ya ahí, junto a Cecilia; y esto es suficiente para suscitar sus emociones.

5En cuanto al punto (4), i.e., la correlación de espectador y el objeto intencional, intentaremos ilustrarlo rescatando una escultura que difícilmente pasa desapercibida a todo aquel que visita el Museo del Louvre: Milón de Crotona. Esta obra refleja el momento en el que el mítico atleta griego Milón, mientras intentaba partir un árbol con sus propias manos, queda atrapado en el tronco y es devorado por un león. La figura, espeluznante, destaca la torsión y tensión corporales, y la sufrida expresión facial del atleta, a la vez que se recrea en las hendiduras provocadas por la garra del felino, casi en el momento del desgarro, y la violencia del ataque a la parte trasera del personaje. El espectador que se enfrenta a la obra percibe una serie de datos sensoriales que se acoplan a lo que E. Gombrich ha denominado «colocación mental», vale decir, los distintos niveles de expectativas o intenciones que ponemos sobre la mesa cuando nos relacionamos con la ficción. En ese momento, la percepción queda envuelta en una espiral de contextos, valores, creencias, interpretaciones, experiencias, que se alimentan recíprocamente y que el individuo manifiesta a través de, entre otras cosas, sus reacciones emocionales. Naturalmente, el espectador no se encuentra frente a un hecho real; ni el atleta ni el león son de carne y hueso, es más, probablemente ni siquiera existió un tal Milón de Crotona, atleta de los Juegos Olímpicos. Sin embargo, como ya hemos apuntado, no es esta la cuestión. Que un espectador cualquiera quede fascinado ante esta escultura, y sea conducido a la emoción, no es sino el producto de esa indiscirnibilidad de mundos, o de planos, en los que ciertas disposiciones, colocadas de antemano por él, entran en contacto con los datos percibidos y se funden en un complejo ajuste que se mantiene en estado de retroalimentación durante todo el proceso experiencial. Así, resulta ahora muy sencilla la explicación del fenómeno contrario, esto es, cuando el artefacto no logra producir en el espectador ninguna reacción emocional. En este caso, esa especie de simbiosis no se alcanza puesto que la «colocación mental» no es la idónea para que aquélla se dé.

Ponemos ya fin a estas escuetas consideraciones sobre de la «paradoja de la respuesta emocional a la ficción», conscientes de que permanecen en liza muchos interrogantes por resolver, pero satisfechos si han resultado de algún modo constructivas al lector y si pueden contribuir a clarificar por qué nos apenamos por el destino de Ana Karenina.

Puntos de apoyo

M. J. Alcaraz, et al.: «Estética»

E. Gombrich: «Arte e ilusión»

N. Goodman: «Maneras de hacer mundos»

I. Kant: «Crítica del Juicio».

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