El Réquiem de Mozart: filosofía en una experiencia estética

Javier Jurado

Indudablemente son innumerables los factores que contribuyen a fraguar una experiencia estética, especialmente en el caso de la que acontece ante una obra de arte. Las connotaciones previas y la predisposición del espectador, su historia pasada, sus conversaciones, sus lecturas, sus reflexiones… ayudan todas a enmarcar y canalizar la obra artística en sí, resultando capitales al forjar un filtro interpretativo. Y al mismo tiempo, dejan brotar de una forma muy particular la expresividad de la obra, exprimiendo y acentuando en ciertos sentidos y no en otros las sensaciones y los sentimientos suscitados por ella. Así resultó en mi caso, con una audición que hice de la famosa Misa de Réquiem en re menor K. 626 de Wolfgang Amadeus Mozart y que tuvo su particular resonancia filosófica.

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Fue en cierta ocasión que visitaba Toledo. Paseaba por allí admirándome de las aquilatadas vidas y experiencias ubicadas en las calles de esta ciudad milenaria. Vidas en buena medida dedicadas en cuerpo y alma a la Vida. Años y décadas de planificación, asedio, lucha, diseño, cálculo, reflexión. Años de trabajo, de pulido, de escultura, de detalle, de arquitectura, de empeño de los bienes y los seres queridos, de las pertenencias y los segundos, entrega plena a la posteridad, a la maestría, a la eternidad de esta ciudad. Años y lustros de mística, de espiritualidad, de devoción, de experiencia, de gestación del genio por la fe y el tesón… Al lado de la llamada ciudad eterna, pensaba yo, Toledo no tiene mucho que envidiar. Interpretaba así, sin quererlo, esta ciudad castellana con ese mismo aire de familia con el que pateé Salamanca tras la lectura de Del sentimiento trágico de la vida, de Unamuno, que desde entonces nunca ha dejado de acompañarme. Un punto de nostalgia y de deseo tantálico de eternidad me venía de fondo.

Y así fue cuando, recorriendo una de las calles de Toledo me sorprendió, de pronto, la melodía, el tono puro, fino e inconfundible del Kyrie del Réquiem. Fue mágico, como una llamada. Abandoné todo mapa, y toda orientación racional – éste es el súbito brote que impone una experiencia así – siguiendo por instinto aquella vibración que hacía palpitar las desgastadas paredes y los asaltantes azulejos toledanos. Me apresuré de esta forma por las callejuelas altísimas y diminutas, persiguiendo como con el olfato se persigue un rico plato, el origen del firme aunque huidizo tono. Transportado por violines y violas llegué a la iglesia de San Ildefonso, dentro de la cual se encontraba la orquesta de cámara de Praga que, por aquellos días visitaba la ciudad, y que aquella tarde ensayaba antes del concierto que ofrecería por la noche.

Hacía relativamente poco, por otra parte, que había visto la película Amadeus de Milos Forman, en la que la obra en cuestión detenta un papel protagonista, especialmente en ese magnífico intercambio que Tom Hulce y F. Murray Abraham interpretan en el desenlace de la vida del inmortal austríaco, valga la paradoja.

La confluencia de todas estas trayectorias se produjo en mí aquella noche cuando finalmente tuve la suerte – porque con un aforo lleno, pude colarme sutilmente en la iglesia – de asistir al concierto.

Creo que tratar de explicar la experiencia estética que suscita una escultura o una pintura es una empresa algo menos huidiza que la de relatar la que produce una obra musical. Puede que la confluencia de circunstancias sea única e irrepetible en toda experiencia estética, y que por ello la comunicación no sólo resulte vedada por su decisivo carácter subjetivo sino también por el carácter irrepetible del momento. Sin embargo, en el caso de la obra musical, su ejecución concreta, además, se la lleva el viento; la partitura no expresa per se, como la estatua y el cuadro, tanto como lleva en su seno, ni es posible reproducir tan parecidamente el objeto artístico que la suscitó para hacerla intersubjetiva. Ello no sólo dificulta esta descripción – acaso más compleja dada mi ignorancia general sobre nociones musicales –, sino que por otra parte acrecentó más si cabe el sentido de la experiencia:

Tras una misa breve de Haydn, la obra comenzó. El silencio intenso que había inundado todos los espacios que la arquitectura había facilitado con el esfuerzo de los siglos parecía con ello comenzar a agrietarse y las elevadas columnas a doblegarse. El pálpito del Introitus in crescendo era sublime, majestuoso a la par que templado, con un intercambio pausado, como si de un paso fúnebre se tratase. Y de repente, estalló, entrando el coro impetuoso, despertando la atención y recordando la gravedad del suceso que se celebra. Una despedida, que no se quiere definitiva.

En la siguiente imagen puede observarse cómo el genio de Mozart compuso, como acostumbraba, esta obra casi a vuelapluma, sin apenas un borrón, ofreciendo unas tonalidades, unas melodías, unas frases, un conjunto… siempre con destellos geniales, tan sobrecogedoramente sorprendentes como íntimamente familiares. Pareciera como si de Prometeo se tratase, trayendo el fuego de los dioses al común de los mortales, al mismo tiempo que nos devolviese algo que en realidad ya era profundamente nuestro, como en la interpretación socrático-platónica del papel de la filosofía, comadrona que asiste en dar a luz lo que en otro tiempo ya conocimos en aquel mundo de las ideas del que fuimos desterrados.

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Mozart había recibido el misterioso encargo de un desconocido vestido de negro, que rehusó identificarse – enviado al parecer por el conde Franz von Walsegg – para componer un réquiem. Según la leyenda – que en esto del arte puede resultar un catalizador estimulante – Mozart estaba obsesionado con la idea de la muerte, desde la de su padre. Además, se encontraba debilitado por la fatiga y la enfermedad y muy sensible a lo sobrenatural por una supuesta vinculación con la francmasonería en esa época de su vida. Así que impresionado por el aspecto del enviado, terminó por creer que éste era un mensajero del Destino y que el réquiem que iba a componer sería para su propio funeral. Y efectivamente dejó inconclusa esta monumental obra, que la leyenda ha querido imaginar que compuso en su lecho de muerte, y que un discípulo habría acabado completando.

La letra que el coro va entonando se corresponde con el habitual texto latino de una misa de réquiem. Pero el estilo galante que caracteriza en buena medida la música de Mozart, también presente en esta obra, me parece que le confiere un significado muy particular. Este estilo despuntaba al final del clasicismo, donde la burguesía parecía reivindicarse oponiéndose al enrevesamiento aristocrático del barroco tardío, en los mismos años en que se produjo la Revolución Francesa frente al Ancien Régime. Y así frente a la polifonía volvía, en un nuevo episodio histórico, a preponderar la homofonía – que hoy nos resulta tan familiar – con melodías principales potentes, pegadizas, asistidas por acompañamientos sencillos y sin tanto virtuosismo, pero magníficos sin duda. Desde esta perspectiva interpretaba yo un arrebato de subjetividad tras de las subidas, secamente cortadas, los diálogos del coro – que aportaban ese factor humano tan decisivo en este caso –, las melodías marcadas de los fagots, las frases repetidas de violines y violas que parecían penetrar por las manos y hasta el paladar, como si Mozart estuviera brindándonos una antesala al romanticismo y la exaltación de la propia vida. Una afirmación de sí en pleno réquiem.

S. Kierkegaard

Mozart fallecía en 1791 al final del siglo XVIII dejando inacabado su réquiem, cuando el movimiento romántico comenzaba a hacer mella en las arquitectónicas ilustradas del clasicismo y el período revolucionario parecía alumbrar una nueva época. Aunque aún faltasen años para que Hegel alcanzase el clímax del racionalismo sistematizador, ya parecía abrirse el camino para que los Byron, Kierkegaard y compañía vinieran a resaltar el papel central de la propia existencia, la subjetividad y el sentimiento. Ese sentimiento descarnado que un arrebatado Unamuno rescatase – inspirado por el danés –precisamente, frente a la muerte. Cierto es que Mozart  había preferido la variante racionalista de los illuminati dentro de la francmasonería a la que perteneció, pero en mi impresión, la fuerza vivaz con la que las palabras de la misa encajan y se pronuncian sobre las melodías resaltan ese mismo sentimiento trágico unamuniano y no el catolicismo más fideísta, complaciente y ceremonioso, casi resignado al óbito.

Así escuchaba yo al coro, alzado a lomos de trompetas y violines, cantando el Requiem aeternam dona eis, una súplica por el descanso eterno, pero que incidía con fuerza en reclamar lux perpetua luceat eis, que la luz perpetua ilumine la oscuridad no sólo del difunto sino de todos los allí presentes, de los que siempre están presentes, y cuyo presente es a la vez ausente, pues inevitablemente se sumerge y desvanece en aquella oscuridad a cada segundo… Se añadía el Dies iræ, dies illa, solvet sæclum in favilla, Día de ira aquel que hará del mundo cenizas al final… pero de nuevo el movimiento se detiene y como gota que horada sin descanso recuerda que el mundo se hace cenizas a diario, la ira del tiempo acomete. En un instante me abstraje de la propia audición, rompiendo lo absorto de mi atención, para contemplar cómo estaba sintiendo angustia por estar precisamente a la vez que oyendo, perdiendo el tan ansiado concierto, que se iba escapando a cada nota. Disfrutar es al mismo tiempo perderse. Vivir, al mismo tiempo ir muriendo.

Tratando de aprovechar el instante volví a sumergirme aspirando las carreras, los golpes de los timbales como latidos en los tímpanos, subidas y bajadas de los contrabajos por detrás, la suavidad de las voces en ir y venir,… todo tratando de desmenuzar, un tanto estérilmente, cada detalle, entre los labios las notas y casi al tacto los timbres. Salva me, fons pietatis, regresaba el coro, sálvame cada segundo y que no perezca, quod sum causa tuæ viæ, que soy causa de tu venida, es así de legítima la petición… Gere curam mei finis, que cures mi final, mi final que es mi aliento, mi consumición, mi incertidumbre, mi desconcierto… que cuides de mis pequeños, de mis queridos, de mi mundo… que los guardes a todos… Y al final, otra vez, Lux aeterna luceat eis,… que la luz arranque del olvido y del vacío este pobre ser. Esto es lo que parecía cantar el propio Mozart: tal y como cuentan algunas de las controvertidas biografías sobre su final, el de Salzsburgo se lamentaba por aquella época, intuyéndose ya moribundo, por el hecho de que le llegara su hora justo en el momento en el que empezaba a estar, tras años de precariedad económica, en condiciones de cuidar de su familia.

Y con esta experiencia volví a hacer mío aquel deseo tan unamuniano, que la luz arranque del olvido y del vacío el pobre ser que somos cada uno, este ser que no podía hacer otra cosa más que quemarse al respirar las notas de aquel instante eterno y fugaz que aún paladeo al volver a escuchar la obra. Aunque ya nunca será como aquella irrepetible vez, cuando el concierto terminó como exhalando un último y parco aliento, un brevísimo silencio como señal de respeto a la expiración, que fue seguido por los aplausos que atronaron la bóveda, pero que yo escuchaba ya como a través de una sordina, impactado por aquella experiencia.

8 comentarios en “El Réquiem de Mozart: filosofía en una experiencia estética

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  2. jajugon Autor

    Gracias Jesús por tu comentario. No me desilusiona tu apreciación. Aún recuerdo cómo en otra ocasión advertías a un amigo común con buen tino que las manos de la bóveda de Miguel Ángel de La Capilla Sixtina eran muy similares a los estudios de manos que habitualmente trabajaban casi como entrenamiento técnico los pintores aprendices durante el Renacimiento. Incluso entonces era difícil la absoluta originalidad.

    Sin duda la experiencia estética se hace singular muchas veces dejando de lado aquellos aspectos que la vulgarizarían si fueran tenidos en cuenta. Nos estimula estéticamente hacernos la idea de ese instante como único, de esa autoría específica, de esa composición inigualable. Qué es la experiencia estética sino apreciar que algo es «especial». No obstante, y curiosamente, en este caso, y al hilo de mi propia interpretación, como bien dices, que Mozart hiciese con los mismos mimbres que otros un cesto tan genuino lo hace aún más hermoso.

    Pero no se trata con esta ni con ninguna experiencia estética de acabar loando y admirando al autor o a la obra en sí en un juego idealizador poco verosímil. Sino acabar apreciando al conjunto inasible de ese todo que nos provoca semejante experiencia. Por eso, incluso sabiendo de los aspectos más ordinarios y vulgares de la obra (como que la completaron otros) la experiencia no merma, al menos tal y como yo la entiendo.

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  3. jesusmmorote

    Sin ánimo de descalificar la audición que has hecho del Réquiem de Mozart, Javier, perfectamente válida, por supuesto, sino más bien de complementarla con otra perspectiva, me permitiré hacer algunas observaciones que, nunca mejor dicho, servirán de contrapunto.

    La audición de Javier es heredera directa de una concepción del arte como creación del genio. Parece como si Mozart, enfrentado al «último viaje», como lo llamó Machado, mirase cara a cara al Misterio y fluyese hacia él la música condigna a tal solemne momento. Esa interpretación ha prevalecido desde el Romanticismo, aderezada con esos enigmáticos encargos de personas enmascaradas y demás parafernalia que, desde entonces, ha acompañado a esta obra en el imaginario de todo melómano que se precie.

    Esa forma de ver (oír, en nuestro caso) el arte ha desembocado en un dilema un tanto grotesco en nuestros días (como Tasia Aránguez se ha encargado de hacer notar en este mismo blog); y digo grotesco porque ha dejado en manos del propio artista decidir lo que nos debe gustar y lo que no. Mozart, sin embargo, era más, digamos, «artesanal». Hay mucho en su música de pura técnica, de «poner ladrillos», si se me permite la expresión. Claro, ladrillos puede poner cualquiera, pero Mozart sólo hay uno; pero, a pesar de su genio, trabajó muy duro toda su vida para darnos su música.

    Para dar un ejemplo de lo que digo, os propongo considerar el Kyrie, una doble fuga que sigue inmediatamente al Introito. Resulta bastante llamativo que se trate de una fuga bastante estándar, casi un ejercicio escolar de contrapunto, basada en un tema tipo muy utilizado en el Barroco.

    Por ejemplo, lo usó Haendel en «El Mesías»:

    Y ya en el Neoclasicismo, un poco antes que Mozart, lo había usado Haydn en el movimiento final del quinto de sus Sonnenquartette (Cuartetos del Sol):

    No sé si habré pinchado algún globo o desilusionado a alguien. Creo que no; la música de Mozart se puede «vivir» intensamente aun conociendo los entresijos materiales y las técnicas repetitivas y académicas utilizadas. Lo maravilloso del hombre no es que sea el contacto de Dios en la Tierra, cuyo estro divino recibe, sino que, desde sus propios recursos materiales, es capaz de elevarse desde el barro a la divinidad.

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  5. Rosanarosae

    Muy buena exposición. En En busca del tiempo perdido Proust retoma durante toda la obra una frase de un septeto de cuerda (se piensa que inspirado en Cesar Frank) y la descripción del sonido, las cadencias etc es conmovedora (no se me ocurre mejor palabra) ante el amor que ese querer entrar en la melodía, como una nota más, desprende.

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