En qué se distingue Buridán de su borrico

Jesús M. Morote

En otro post del blog se enlazaba a un artículo en el que se hablaba de la responsabilidad del hombre por sus actos y la propensión de nuestras actuales sociedades a exculpar al autor de un crimen desviando las responsabilidades hacia causas externas y convirtiendo así al delincuente en víctima: el actor sería él mismo un efecto de causas ajenas y no la causa misma del delito. La cuestión no es nueva.

Asno Racional

Juan Buridán fue un filósofo francés del siglo XIV, ligado a una famosa paradoja, conocida como «el asno de Buridán». No está claro si fue el propio Buridán quien la formuló o se expuso la paradoja para rebatir su doctrina. La paradoja, en palabras de Ferrater Mora, es la siguiente: «Un asno que tuviese ante sí, y exactamente a la misma distancia, dos haces de heno exactamente iguales, no podría manifestar preferencia por uno más que por otro y, por lo tanto, moriría de hambre».

Ciertamente, la premisa de partida de la paradoja es contrafáctica: nunca hay dos sucesos idénticos en el universo, aunque sólo sea porque dos sucesos distintos tienen siempre dos coordenadas espaciotemporales distintas, por lo que nunca podremos comprobar empíricamente que un burro muera de hambre teniendo a su alcance dos sucesos-haz-de-heno idénticos. Desde el determinismo, no veremos al animal morir de hambre porque siempre habrá alguna diferencia cuantitativa o cualitativa entre los dos haces de heno que actuaría como causa de que el borrico (puro ser físico-químico) se decidiera por moverse hacia uno de aquéllos. Eso vale también para un hombre.

Sin embargo, la defensa de la libertad humana postula a priori, más allá de su posible verificación empírica, que el problema del asno de Buridán es predicable de un animal, pero no lo sería de un hombre. Un hombre, incluso aunque se encontrara ante dos sucesos absolutamente idénticos, siempre elegirá entre ellos.

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¿Un compuesto que se rige sólo por las leyes de la física y de la química?

Lo paradójico de la cuestión es que, en este último caso, tendríamos que reconocer que, a pesar de que consideramos al hombre como animal racional y al burro como irracional, quien actuaría racionalmente sería el borrico, que se decide por lo mejor según criterios racionales de elección, mientras que el hombre actuaría irracionalmente, pues, no habiendo motivo alguno por decidirse por uno de los dos haces de heno, se decide por algo que no es lo mejor. Y, llevando el argumento un poco más allá, eso que le hace decidirse puede provocar incluso que elija lo peor, pues el motivo de elección racional, que puede ser muy pequeño, podría ser compensado y superado por ese impulso humano caprichoso o arbitrario, irracional en suma, y llevarle a elegir lo racionalmente incorrecto.

En su formulación más moderna, el determinismo adquiere dos formas. La primera se basa en una concepción materialista del mundo y proporciona una explicación fisicalista de la conducta. Es decir, atribuye cualquier acción humana a un determinado cambio físico en el actor (cambio en la composición físico-neuronal del cerebro); en consecuencia, la causa de la acción humana sería un mero encadenamiento de fenómenos físicos y, por tanto, regidos por las leyes de la física en las que la voluntad no tiene cabida. La segunda, ante la imposibilidad actual de formalizar científicamente la relación causa-efecto del estado neuronal con la acción material visible del actor, deriva hacia una causalidad social o psicológica. En todo caso, sea por acción material directa de estímulos externos sobre la base física cerebral, sea por acción indirecta, a través de condicionamientos sociales, se exculpa al individuo de su acción trasladando la causa más allá del propio individuo y su libre albedrío que, en tales planteamientos, no tendría lugar.

Perniola plantea, a este respecto, la subsistencia en la Filosofía occidental contemporánea de dos corrientes troncales que ejemplifican la libertad y el determinismo: la católico-jesuítica (a la que sigue, por ejemplo, Baudrillard) y la luterano-jansenista (a la que sigue, por ejemplo, Heidegger; ver esta entrada sobre el «destino» como referente moral en el filósofo alemán). Fue el debate barroco sobre el libero arbitrio o el servo arbitrio.

Ignacio

San Ignacio de Loyola

San Ignacio de Loyola, en los Ejercicios espirituales, se refiere a la elección humana distinguiendo tres «tiempos». Descartadas las acciones mecánicas o animales, en las que no cabe elección, distingue San Ignacio un «primer tiempo» que es «cuando Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad, que sin dubitar ni poder dubitar, la tal ánima devota sigue a lo que es mostrado«; un «segundo tiempo», cuando «se toma asaz claridad y cognoscimiento, por experiencia de consolationes y dessolaciones«; y un «tercer tiempo», cuando «el ánima no es agitada de varios spíritus y usa de sus potencias naturales«. Trasladando estas ideas ignacianas a la filosofía actual, creo que es fácil ver en el «primer tiempo» los principios primeros de nuestras creencias, lo que hoy llamaríamos metafísica, o, en términos de la moderna hermenéutica, una precomprensión del mundo en la que estamos inmersos y que constituye el bagaje de creencias acendradas que sustentan el sentido de nuestra acción. El «segundo tiempo» contiene las elecciones que tomamos por cálculo o racionamiento, según el beneficio o perjuicio que prevemos que la acción nos deparará. Pero sólo hay verdadera elección en el tercer tiempo: «si en el primero o segundo tiempo no se hace elección, síguense cerca este tercero tiempo dos modos para hacerla«. De los modos y puntos para la buena elección me interesa aquí especialmente el siguiente «punto» o requisito: «hallarme indiferente sin affección alguna dessordenada, de manera que no esté más inclinado ni affectado a tomar la cosa propuesta, que a dexarla, ni más a dexarla que a tomarla; mas que me halle como en medio de un peso«. Es decir, en la situación de total equilibrio del asno de Buridán, pero donde el hombre, a diferencia del pollino, sí elige. Aquí es donde se produce la auténtica dimensión de la elección y, por tanto, donde entra en juego, con todo su peso, la voluntad del hombre y, por tanto, su libertad. El hombre elige porque es «la Gana, la real Gana«, para decirlo con palabras de Unamuno.

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El racionalismo barroco bregó duramente con el problema de la libertad, incompatible con el determinismo que impone la configuración racional del mundo. Spinoza negó la libertad. Leibniz la sostuvo contra viento y marea, pero de forma incongruente con el determinismo de su postulado metafísico fundamental, que vivimos en el mejor de los mundos posibles, en el que no existe nada sin razón suficiente para ello; y no siendo la acción humana, fruto del hombre, la razón primera, tiene que depender, a su vez, de una razón suficiente extrínseca.

Frente a este racionalismo determinista, el optimismo metafísico leibniziano, se alza el pensamiento jesuita. Dice al respecto Perniola: «En el sentido más profundo, el optimismo jesuita no es ético-metafísico, sino operativo-existencial: éste es el mejor de los mundos posibles no porque desde el punto de vista del valor lo sea de hecho, sino porque es posible obrar de tal modo que haga feliz y satisfactorio cualquier tipo de existencia. Por eso la virtud jesuita no es la esperanza, que implica la transformación ético-metafísica del mundo (y por eso está conectada con el quiliasmo escatológico), sino más bien la fe de encontrar consolación y éxito pase lo que pase«.

La libertad es vista, pues, como opuesta a utopías escatológicas que, en su esencia, la niegan. Es un concepto que hoy en día es, en mi opinión, de la máxima importancia retener.

Puntos de apoyo

José Ferrater Mora: Diccionario de Filosofía (entrada «Asno de Buridán»)

Mario Perniola: La società dei simulacri (La sociedad de los simulacros)

Ignacio de Loyola: Ejercicios espirituales

3 comentarios en “En qué se distingue Buridán de su borrico

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  2. jesusmmorote Autor

    1. Sobre lo primero, Javier, tendrás que acudir a la lectura de Perniola para sacar tus propias conclusiones. No obstante, tengo que reconocer que mi traducción, como todas, es cuestionable. Dice Perniola: «Perciò la virtù gesuitica non è la speranza, che implica la trasformazione etico-metafisica del mondo (ed è perciò connessa con il chiliasmo escatologico), ma semmai la fiducia di incontrare consolazione e riuscita qualsiasi cosa accada«. Como verás, me permití traducir «fiducia» por «fe»; podía haber traducido por «confianza», pero hablando de virtudes me parece que Perniola contrasta la esperanza con la fe, dentro del marco de las virtudes teologales, y a eso me atuve. La raíz latina de «fiducia» en el latín «fides» persiste en el castellano «confianza», pero mucho más debilitada en nuestro idioma, en el que la mayoría de la gente no relacionaría confianza con fe, cosa que sí haría un italiano por obvia semejanza formal de las palabras.

    Pero si bien te remito a Perniola, te daré también mi opinión sobre el asunto. Cuando analicé el concepto de la nada en Sartre y en Heidegger (https://arjai.wordpress.com/2015/03/10/el-sentido-de-la-nada-en-sartre/) y las consecuencias tan distintas de ambas ontologías en el plano moral, ya me pareció observar esa diferencia que Perniola establece entre corriente luterano-jansenista y católico-jesuita; pero no me atreví a hablar de ello porque Heidegger procedía de un entorno católico y la tesis me pareció un poco aventurada. Cuando encontré esa tesis ratificada por Perniola, me he permitido recogerla, por pensar que está ya más respaldada.

    En todo caso, no hay que perder de vista que no estamos hablando de Teología, sino de Filosofía y del problema filosófico de la libertad humana. Nadie va a negar que los jesuitas sostienen sin fisuras las tres virtudes teologales. Pero lo que nos interesa no es teológico, sino el debate entre ambas corrientes sobre el libre albedrío (el servo arbitrio luterano y el libero arbitrio católico) y la predestinación. En este sentido, el luteranismo hurta al individuo cualquier posibilidad de cambiar, mediante su acción, su destino de salvación o condenación porque todo está ya decidido, por lo que la libre acción queda en humo de pajas.

    Por otro lado, también hay que retener la diferencia entre la herejía jansenista y la ortodoxia católico-jesuita, que gira en torno a la gracia eficiente y la gracia suficiente. El jansenismo, en la línea luterana en el asunto que aquí interesa, sostenía que la gracia divina es «eficiente», es decir, que actúa en el hombre por concesión divina. Pero, entonces, si todos estuvieran dotados de la gracia, todos se salvarían, lo cual no es aceptable. Así, la conclusión es similar a la de la predestinación luterana: se salvarán aquellos a quienes Dios concede la gracia eficiente, y los otros se condenarán. Frente a estas tesis los jesuitas defendieron que todo hombre nace dotado por Dios de gracia suficiente para salvarse; luego, depende de cada cual, de sus actos adoptados ejerciendo su libre albedrío, el salvarse o el condenarse.

    En ese sentido, la virtud luterano-jansenista sería la esperanza: sólo podemos esperar que Dios nos haya agraciado desde nuestro nacimiento. Por el contrario, la virtud católica es la fe, la confianza en que, obrando bien, uno se salva. No se espera, sino que se actúa. Cuando uno espera, está parado, sin hacer nada. La esperanza es la virtud de los que piensan que Dios les va a dar lo que ellos no ponen; y eso no es propio de los jesuitas.

    Por otro lado, y como digo, hablando de Filosofía jesuita, Perniola, como es obvio, se refiere con cierta asiduidad a Baltasar Gracián. No sólo al «Oráculo manual», que me consta, Javier, que has leído con la atención que merece, sino incluso más a «El héroe». En ambas obras Baltasar Gracián, a pesar de ser sacerdote jesuita es patente el silencio absoluto que mantiene sobre las virtudes teologales y la fe, recurriendo el escritor aragonés a la «sindéresis», el sentido común, la prudencia, en la acción, siendo ésa su referencia moral. Es decir, el modelo moral de Gracián es aquél que, en esas situaciones de indiferencia a que me refería en mi entrada, se guía por la sindéresis (en el «Oráculo manual»), la discreción; o el «despejo» en «El héroe» (palabra, por cierto, que presenta numerosas dificultades a Perniola para su traducción al italiano, como él mismo reconoce).

    Se me hace difícil imaginarme, por ejemplo, al pietista Kant basando su imperativo categórico en el «despejo». Es esa atención al terreno de la indiferencia como campo de acción de la moralidad, lo que destaca Perniola y que a mí me ha parecido digno de ser comentado, frente a la estrechez determinista del pensamiento luterano y sus secuelas.

    2. Estoy completamente de acuerdo contigo en que el pollino de Buridán también tiene el que yo llamaría el «gen de la indiferencia», es decir un principio biológico que le hará decantarse hacia algún lado, a diferencia de un cuerpo meramente físico suspendido entre dos fuerzas de atracción iguales. El hombre es un animal como el borrico y, por tanto, difícilmente va a ostentar la exclusiva del «gen de la indiferencia» frente a los demás seres vivos. Naturalmente, sobre lo que quería llamar la atención en mi entrada es sobre lo sesgado de ciertas doctrinas filosóficas (conocidas como «vitalistas») dominantes a partir de mediados del siglo XIX que sobrevaloran los impulsos animales frente a la razón, cuando realmente, si lo que caracteriza al hombre es la razón difícilmente podemos considerar ésta como la más inhumana de sus facultades, como haríamos si equiparamos la razón a meros cálculos al modo de los que utiliza la Física para predecir los movimientos de los cuerpos inertes.

    A este respecto, Descartes, también bastante vinculado a los jesuitas, en uno de cuyos centros de enseñanza se formó, atribuye, como bien sabes, el error humano a la voluntad. Es precisamente el «gen de la indiferencia» el que nos puede llevar a elegir mal, cosa que nunca haría el cálculo racional que, por tanto, sería inhumano. Al menos si tomamos como verdadero el dicho: errare humanum est.

    3. Como discutir este tu tercer argumento excedería mucho en longitud de lo que exige la mesura, te emplazo a que lo discutamos en un hilo aparte, bien a través de una nueva entrada que publiques o bien a través de una entrada mía. Quizá con ocasión de un breve texto de Roderick M. Chisholm que he leído hace poco, en cuya traducción al castellano estoy ocupado, y que expone el problema del determinismo y la libertad en términos estrictamente filosóficos y que plantea el dilema y sus propuestas de solución con un repaso muy conciso y claro de lo que la Filosofía ha dicho hasta el momento.

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  3. jajugon

    1. Me resulta curioso y algo peculiar que Perniola identifique en la corriente jesuita un optimismo operativo-existencial cuya virtud principal no sería la esperanza sino la fe. Sabido es que todo pensamiento alumbrado bajo la idea de que Dios existe y reina absolutamente sobre la realidad y la historia requiere de fe y de una esperanza siempre dependiente de esa voluntad de Dios por encima de toda capacidad humana. Pero también es conocido el papel de la escuela jesuita en su enfrentamiento al protestantismo del servo arbitrio, en su defensa de las obras libremente ejecutadas para merecer la salvación frente al fideísmo luterano, y en su praxis ético-política por la construcción de espacios reales que construyan en la Tierra el prometido Reino de Dios como esperanza utópica como ya apunté en esta otra entrada del blog. No me parece a mí que el pensamiento jesuita se haya caracterizado especialmente por “encontrar consolación y éxito pase lo que pase”.

    2. No parece acertado considerar que en la paradoja de Buridán el comportamiento del hombre sería irracional al decantarse por una opción sin que ésta fuera objetivamente mejor que la otra. En el fondo, en la paradoja de Buridán no sólo existen dos cursos de acción: en realidad siempre existen más opciones, en este caso, al menos una tercera, y es la de dejarse morir de hambre. Y ni el burro ni el hombre, a pesar de hallarse ante dos estímulos hipotéticamente idénticos, optarían racionalmente por la opción de dejarse morir que es claramente peor. Obviamente estoy distorsionando un poco el experimento mental de la paradoja al extraer variantes que no se pretendían. Pero en cuanto nos ponemos a especular un poco más empezamos a ver cómo tal experimento mental es del todo inconsistente, y más a la luz de lo que la ciencia nos ha ido descubriendo. En el fondo siempre existe algún tipo de ímpetu, de inclinación, de pulsión que rompe la posibilidad del equilibrio. En eso mismo consiste la vida en sentido biológico.

    3. En esta línea, me pregunto si esa “propensión de nuestras actuales sociedades a exculpar al autor” es cosa de nuestra renuencia a aceptar la angustia inherente a nuestra libertad como apuntara Sartre, especialmente dentro del marco de hedonismo infantilizado e irresponsable típico de esta postmodernidad convenientemente narcotizada para el sostenimiento del statu quo, o si además no será muestra de un imparable avance de la ciencia hacia la deconstrucción definitiva de nuestra noción de libertad que al final se hace eco en nuestras prácticas. En otra entrada de este blog ya apunté a esta posibilidad como uno de los varios frentes en los que la ciencia estaría ocupando un espacio clásico de la filosofía.

    El “tercer tiempo” del que habla San Ignacio no deja de ser una de las muchas formulaciones metafísicas que ha tenido el postulado del libre albedrío como tal, el del momento desinteresado del ejercicio de la voluntad. Pero la ciencia sólo prosigue su curso desmenuzando y haciendo inverosímil ese postulado. Los ejemplos en psicología o neurociencia se van acumulando. Algunos recientes contarían con el estudio de Libet, que registró actividad cerebral varios cientos de milisegundos antes de que las personas expresaran su intención consciente de moverse. O aquel primer estudio de Dylan Haynes que modernizó el de Libet y llegó a predecir con una exactitud del 60% de las veces qué elegirían los participantes. Un segundo estudio de Haynes concluyó que las intenciones motoras eran codificadas en la corteza frontopolar hasta siete segundos antes de que los participantes fueran conscientes de sus decisiones. Por su parte, Itzhak Fried mejoró su capacidad de predicción hasta más del 90% de precisión, analizando la acumulación de actividad neuronal por encima de cierto umbral sobre individuos monitorizados con electrodos. En esta línea, el año pasado (2014) un estudio realizado por el Center for Mind and Brain de la Universidad de California y publicado en el Journal of Cognitive Neuroscience apuntó a que la ilusión del libre albedrío podría provenir de ruido del cerebro.

    Seguimos hablando en términos de sujetos agentes y de libertad, porque forma parte de un juego del lenguaje que nos resulta pragmáticamente eficiente para nuestro funcionamiento social. Pero la ciencia está siendo cada vez más capaz de explicar, dentro de su propio juego del lenguaje en el que no hay sujetos ni acciones libres, nuestro comportamiento. Y eso, inevitablemente, puede pasar factura a nuestras consideraciones más cotidianas.

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