Jesús M. Morote
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En la primera entrega de este artículo habíamos dejado la cuestión comparando las curvas de indiferencia de dos individuos y mostrando que, según la adhesión emocional de cada uno de ellos a diferentes esquemas de valores éticos, y sus consiguientes diferentes inclinaciones en sus curvas de indiferencia, no hay posibilidad de encontrar un punto de equilibrio satisfactorio para ambos a la vez.

El todopoderoso Leviatán que dicta justicia
La figura de Rawls no contempla, sin embargo, algunos aspectos que creo que son bastante relevantes y que intentaré hacer explícitos con ayuda de algunos gráficos adicionales.

Figura 2
Por ejemplo, ante la Figura 2, se podría pensar: Si el punto C y el punto D son indiferentes para el primer sujeto y, sin embargo, el punto D es preferible para el segundo sujeto, podemos llegar a un consenso social y situarnos en este punto D. Pero eso no es así porque hay que contar con la restricción presupuestaria o recta de balance. Es una recta que une los puntos que puede alcanzar la sociedad en un momento dado y significa que hay puntos que no se pueden alcanzar.
En este gráfico (que no es de Rawls), se ve que siempre hay una restricción presupuestaria, una recta que une los puntos a nuestro alcance: la renta y la riqueza en un momento dado en una sociedad vienen fijadas por las posibilidades productivas de su economía. Pensemos que el Estado es propietario de todos los medios de producción y obliga a trabajar a los ciudadanos según la capacidad de cada uno, y luego distribuye la producción no en función de lo que cada uno ha aportado al proceso productivo, sino según las necesidades de cada cual; la producción total sería el límite máximo que se puede alcanzar en el eje vertical (ordenadas). Alternativamente, pensemos que el Estado no existe y cada cual sólo obtiene de la producción total la retribución de lo que contribuye a dicha producción, sin que haya ningún mecanismo de solidaridad social que transfiera rentas a quien no produce nada: la producción total sería el límite máximo que se puede alcanzar en el eje horizontal (abscisas). La recta que une ambos puntos es la restricción presupuestaria o «recta de balance». Un comunista radical puro (cuyas curvas de indiferencia serían horizontales, recordemos) obtendría su máxima satisfacción en el punto más elevado alcanzable del eje vertical; un anarcocapitalista (cuyas curvas de indiferencia son verticales) la obtendría en el punto más a la derecha alcanzable en el eje horizontal.
Pero esas dos posturas extremas son poco realistas. Cualquiera se da cuenta de que, si se retribuye a todo el mundo con una renta, independientemente del esfuerzo con el que contribuya a producir bienes y servicios, todos acabaríamos dedicándonos a contar nubes y recibir a fin de mes la misma cantidad que nos pagarían si nos deslomáramos a trabajar. Por otro lado, también es fácil imaginarse que nadie está a salvo de una desgracia, de los adversos avatares de la fortuna que pueden disminuir nuestra capacidad productiva, haciendo deseables ciertos mecanismos de seguridad social y, por otro lado, un mínimo de paz y tranquilidad social no puede fundarse sobre cuantiosos grupos de ciudadanos en la miseria y la desesperación por no haberse podido incorporar eficientemente al proceso productivo de las sociedades contemporáneas. Por eso, cabe esperar que la inmensa mayoría de la población, si no toda, tenga esquemas de valores sobre las decisiones de elección social, no tan divergentes como nuestros dos extremos. Pero, ¿cómo de grande será esa discrepancia? ¿Tan grande como para no hacer posible un cierto acuerdo social?
Podemos pensar, al menos como posibilidad teórica, que las curvas de indiferencia de dos ciudadanos, por ejemplo A y B, puedan ser tangentes (es decir, coincidir) en cierto punto común; pero lo que resulta, si no imposible del todo, sí altísimamente improbable es que sea precisamente en ese punto común en el que a la vez, fueran las curvas de indiferencia tangentes a la recta de balance. Si consideramos una población de millones de ciudadanos, la probabilidad de que se produzca esa extrañísima coincidencia sería prácticamente nula. No es imaginable que podamos encontrar un punto de equilibrio de maximización de la elección social a través de esa milagrosa coincidencia.
Nos hallamos, pues, ante la necesidad de buscar un «mapa social de curvas de indiferencia» que unifique las diferentes curvas de indiferencia de todos los ciudadanos. En eso consiste el poder: en imponer un mapa de curvas de indiferencia social a ciudadanos cuyas curvas individuales de indiferencia son otras distintas. Y en eso consiste la legitimación del poder: en fundamentar por qué cada ciudadano, a pesar de que sus curvas de indiferencia son distintas a las curvas de indiferencia que impone el poder político, debe conformarse y acatar éstas.
La justificación de un mapa social de curvas de indiferencia puede sustentarse mediante dos doctrinas principales a las que podemos llamar, respectivamente, fundamentación hobbesiana (por el filósofo inglés Thomas Hobbes) y fundamentación rousseauniana (por el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau). Según la primera, sería el depositario del poder político el que decidiría en qué punto de la recta de balance se situará la sociedad, repartiendo los recursos económicos de la sociedad según su arbitrio.
La justificación de la segunda es filosóficamente más sutil y se basa en la presunta existencia de un «sujeto trascendental». Los individuos cuyas curvas de indiferencia hemos comentado hasta aquí tendrían curvas con inclinaciones diferentes porque son hombres particulares impelidos por la prosecución de su propio interés. Sin embargo, si pudiesen dejar a un lado la búsqueda de su propio beneficio y pensasen en el «interés general» (la «voluntad general» de Rousseau), cabría esperar que coincidirían en sus apreciaciones y no habría discrepancias sobre lo mejor para todos. En esta línea se mueve Rawls, al proponer que se puede alcanzar una teoría de la justicia fundamentada en lo que los ciudadanos coincidirían en aceptar unánimemente si dejaran a un lado sus intereses particulares, si taparan la vista que tienen puesta en lo que a ellos particularmente les conviene más en ese momento mediante un «velo de ignorancia» que les hiciera pensar solamente como individuos abstractos y sin interés propio y particular alguno.
A pesar de las apariencias, pues raramente escucharemos o leeremos a un filósofo o a un político de nuestros días defender el autoritarismo monolítico de un Hobbes, en la práctica de nuestras sociedades, bajo una apariencia de pluralidad democrática, subyace el hobbesianismo político. En efecto, el aparente juego de posturas irreconciliables con que se nos presentan los partidos políticos es solamente una impostura donde el falso debate ideológico no se sustenta en dos visiones del mundo basadas en esquemas de valores diferentes, sino en la adjudicación de papeles entre Gobierno y oposición, de manera que el Gobierno, sea del partido que sea, aplica unas políticas económicas y sociales sustancialmente idénticas a las que ha venido aplicando o presumiblemente aplicará un Gobierno de tinte político distinto.
A facilitar ese juego en las sociedades llamadas democráticas contribuyen varios factores. La propaganda, más o menos encubierta, y la permanente difusión de ideologías dominantes, a través de los medios de comunicación, el sistema educativo, la propagación en la familia y el entorno social de los valores tradicionales de la sociedad, el efecto imitación de las figuras socialmente admiradas, etc., producen ese efecto: lo que llamamos a veces «pensamiento único», impuesto de esa forma, consiste en una igualación sustancial del esquema de valores de la inmensa mayoría de la población, es decir, de la forma de sus curvas de indiferencia, para hacerlas más o menos coincidentes con las curvas de indiferencia que imponen los detentadores del poder político.
El ciudadano cae fácilmente en la tentación de pensar que ese «pensamiento único» constituye un reflejo del sujeto trascendental de Rousseau y de Kant, cuando, en realidad, posiblemente no sea sino una creación del Leviatán (el enorme monstruo todopoderoso en el que los ciudadanos han abandonado todos sus derechos y entregado todo el poder) de Hobbes.
Podemos, de nuevo, echar una mirada a los escritos de Oxfam y Rallo, citados en la primera parte de este post. Si leemos ambos sin prejuicios, nos invade una extraña, pero muy conocida, sensación: ambos nos parecen dignos de adhesión, pese a que sus posiciones ideológicas son radicalmente opuestas. Por un lado, nos parecen lacerantes esas enormes desigualdades que vemos en el mundo, donde unos pocos atesoran ingentes cantidades de propiedades y dinero, mientras la inmensa mayoría de la población se muere, literalmente, de hambre. Pero, por otro lado, también podemos entender que no valgan lo mismo cien metros cuadrados de terreno en un valle semidesértico de Etiopía que cien metros cuadrados de suelo en Manhattan, que las cosas valgan según su capacidad para producir ingresos y que si no se retribuyen adecuadamente los factores de producción según su contribución a la creación de riqueza, la humanidad rápidamente se despeñaría por la senda de la pobreza global.
¿Es esta asunción de ideas aparentemente contradictorias consecuencia de nuestra propia inconsistencia intelectual, de que nuestra mente es radicalmente incongruente y capaz de adherirse a una cosa y a la contraria? Creo que las curvas de indiferencia pueden ayudarnos a comprender la cuestión.
Si se observan las figuras que he ido reproduciendo se verá que las curvas de indiferencia son convexas respecto del origen de los dos ejes que representan, respectivamente, Igualdad y Bienestar total. Esa convexidad indica que en los puntos más extremos de cada curva de indiferencia ésta se va haciendo, hacia un lado, más y más vertical y, hacia el otro, más y más horizontal. Es decir, que, aunque en los tramos centrales de la curva se pueden producir sesgos más acentuados en cada individuo hacia el igualitarismo o hacia el liberalismo, siempre será posible hallar un punto para cada individuo en el que éste pueda intercambiar esa posición central por otra más extrema, e incluso una posición sumamente igualitaria por otra de gran bienestar total, y viceversa. Es decir, que llevados hacia los extremos todos podemos acercarnos mucho tanto hacia el comunismo radical como hacia el liberalismo extremo. Y, por tanto, que no hay contradicción alguna en que podamos compartir tanto la ideología subyacente en el informe Oxfam como la del artículo de Rallo.
¿Cómo es esto posible? La explicación del «misterio» está en la restricción presupuestaria o curva de balance que, sin embargo, no es objeto de consideración alguna por parte de Rawls, que omite ese decisivo elemento en su análisis. Vuelvo a reproducir la Figura 1 para explicar la cuestión.

Figura 1
Yo puedo mostrarme indiferente entre una situación (punto de la curva de indiferencia) como la A y otra mucho más a la izquierda y mucho más arriba, donde la curva de indiferencia se vuelve casi vertical, postura Oxfam, u otra mucho más a la izquierda y abajo, donde la curva de indiferencia se vuelve casi horizontal, postura Rallo. El problema es que la recta de balance requerida para poder alcanzar esos puntos no está a nuestro alcance, pues se trata de una mucho más alejada del origen de la que resulta tangente a la curva de indiferencia en el punto A. Y si esa recta de balance fuera alcanzable, mediante un inmenso incremento de los recursos de la economía, entonces también podría alcanzar una curva de indiferencia muchísimo más satisfactoria que aquélla a la que pertenece el punto A (por ejemplo aquélla a la que pertenece el punto B), y a esa curva más satisfactoria y, por tanto, preferible, ya no pertenecen aquellos puntos de inclinación prácticamente vertical, o prácticamente horizontal, que se hallaban en la misma curva de indiferencia que el punto A.
Por ejemplo, Rallo podría considerar, aun dentro de su liberalismo, que, si la renta y la riqueza es muy escasa, podría ser aceptable una muy pequeña reducción de dicha renta a cambio de que gran cantidad de gente no muriera de hambre (estaríamos en puntos muy cercanos al origen del eje horizontal y muy alejados del origen en el eje vertical); y los partidarios del informe Oxfam podrían considerar perfectamente aceptable, en una sociedad enormemente rica, donde hasta el más pobre está bien alimentado y tiene acceso a servicios sanitarios y educativos excelentes, enormes desigualdades de renta y riqueza, si una reducción de la desigualdad pudiera dar lugar a reducciones enormes de la riqueza y comprometiera el excelente nivel de servicios sociales disponible en ese momento. Para decirlo de manera un tanto garbancera: quizá sea mejor una sociedad donde hasta el más pobre puede comer aceptablemente todos los días e incluso permitirse un filete de ternera a la semana, aunque los más ricos desayunen con caviar y llenen sus piscinas con Dom Pérignon, que otra sociedad en la que reine un igualitarismo total pero en el que toda la población está obligada a sobrevivir con solo un puñado de arroz diario. El problema, que se suele omitir en los análisis éticos de Filosofía Política, es que vivimos en un mundo de escasez y la naturaleza impone serias restricciones al crecimiento económico y obliga siempre a elegir entre usos alternativos de los recursos disponibles. Por ello raramente viviremos en mundos de rectas de balance casi horizontales o casi verticales; normalmente nos tendremos que manejar en situaciones de inclinaciones medias tanto de la curva de indiferencia como de la recta de balance; y ahí sí que previsiblemente aparecerán discrepancias entre los individuos.
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Thomas Hobbes: «Homo homini lupus»
Como expuse al principio, no se han aportado aquí soluciones. Simplemente se ha ayudado a situar la problemática de la legitimación del poder a través de la herramienta de análisis económico llamada «curvas de indiferencia». Este análisis nos ha permitido exponer que la consideración de los ciudadanos como individuos, con sus intereses y sus esquemas de valores propios no ajenos a dichos intereses, impide dar justificación para un mecanismo de elección social que no resulta de una posible agregación de las curvas de indiferencia individuales, sino que es un nuevo mapa de curvas de indiferencia que se superpone (e impone) a los mapas de los individuos. La justificación de ese mapa social de curvas de indiferencia, si no se quiere basar en un mero «o esto o el caos», como pretendía Hobbes (y sus dos conocidísimas frases: «El hombre es un lobo para el hombre» y «la guerra de todos contra todos»), pende de un abstracto y vaporoso «sujeto trascendental» desprovisto de interés propio. Pese a la voluntariosa pretensión de Rousseau, Kant o, más recientemente, Habermas o Rawls, una mirada fría a la condición humana hace bastante ilusoria la existencia de ese sujeto trascendental. Aunque, a la postre, tal vez es el único atisbo de esperanza para una sociedad que pueda merecer el calificativo de justa.
John Rawls: «A Theory of Justice» (Una teoría de la justicia)
Thomas Hobbes: «Leviathan»
Rousseau, Jean-Jacques: «Du contrat social» (El contrato social)
En cualquier manual de Teoría Económica general o, más específicamente, de Microeconomía, encontrará el lector mayores detalles y explicaciones sobre las curvas de indiferencia y el equilibrio del consumidor
Gracias por su comentario, Epicureo. Paso a comentar alguna de sus observaciones.
1) La figura 1, que califica de «disparate», no es mía, sino de Rawls. La correlación inversa que establece entre igualdad y riqueza total, no obstante, es un tópico bastante extendido en la Filosofía política y moral del mundo anglosajón. Por ejemplo, aparecen también como dos polos, dos puntos de vista políticos y morales irreconciliables, en «Tras la virtud», de Alasdair MacIntyre, o en «Teoría ética», de Richard Brandt.
En realidad no son sino un reflejo de las dos posiciones ideológicas predominantes en el mundo político anglosajón, los republicanos y los demócratas en EEUU o los conservadores y los laboristas en el Reino Unido. Dejando de lado otros aspectos, el centro del debate se articula en torno a las preferencias acerca de la cantidad de impuestos/servicios públicos a proveer por el sector público en una sociedad dada. Como soy consciente de la dificultad que presenta el tratamiento abstracto de Rawls, me permití ilustrar ese conflicto de elección social mediante las posiciones de Oxfam y de Rallo, con lo que creo que se hacía comprensible para todos el dilema central de una «teoría de la Justicia».
2) Es importante destacar que la pretensión de mi post no era defender una u otra postura ideológica (aunque naturalmente tengo la mía propia, expresable en una cierta inclinación de mis curvas de indiferencia), sino hacer ver que las preferencias de cada ciudadano serán, normalmente, distintas (aunque raramente estarán en uno de los dos polos extremos) y la vida social pacífica requerirá de un previo reconocimiento por cada ciudadano de la legitimidad de que su convecino piense de forma diferente y tenga otros valores morales y políticos distintos. Si, desde una posición personal como la suya, Epicuro, que parece situarse en curvas de indiferencia horizontales, no es usted capaz de entender que habrá otras personas que optarán por curvas de indiferencia más inclinadas, y que tienen tanta razón y derecho como usted en tener esa idea propia, mi post no le servirá de nada, pues es evidente que si uno ya cree poseer las «verdaderas» curvas de indiferencia, los «verdaderos» valores, los de los demás que no coincidan con ellos serán «falsos» y eso nos desliza por la senda del autoritarismo de la «verdad». Su proyecto político será imponer a los demás sus propios valores «verdaderos»; y si a los demás no les gustan, que se aguanten y que no se empecinen en seguir en el error.
3) Más allá de que sea equivocada o no mi observación de que si todos tuviéramos una renta fija ninguno trabajaríamos, lo cierto es que sea eso verdad universal o no, ello no alteraría para nada el argumento que pretendo ofrecer.
Desde luego, vaya por delante que no puedo asegurar, aunque sí lo sospecho a título de convicción, que la mayoría de la gente, si ganara lo mismo levantándose todas las mañanas a las 7 para ir al tajo que si se levantara a las 10 para desayunar leyendo el periódico, optaría por este segundo modo de vida. Desde luego tengo esa convicción basándome en mi propia experiencia personal, pues yo soy de los malvados que trabajo 8 horas diarias para ganar mi sustento y que, si me dieran ese dinero sin trabajar, no trabajaría ni una sola hora. La observación del habitual comportamiento humano me ratifica, además, en que no soy un espécimen tan raro.
Pero en todo caso, tratándose de la correlación inversa entre igualdad y riqueza total, aunque todos los demás hombres fueran del tipo altruista y sólo yo fuera el único egoísta del mundo (siéndolo como acabo de reconocer) eso bastaría para que la extrema igualdad supusiera menos producción de bienes y servicios en la sociedad, porque aunque sólo fuera por la ínfima parte en que mi trabajo personal supone en el PIB mundial, la humanidad se vería privada de ella, puesto que declaro solemnemente que si me pagaran lo mismo por trabajar 8 diarias que por no hacerlo, yo no las trabajaría. Con lo cual, como digo, seguiría existiendo esa incompatibilidad intrínseca entre igualdad y riqueza total, que es el presupuesto de partida y que no queda refutado, ni mucho menos, por ese altruismo que usted afirma que posee la mayoría o muchos y del que yo, personalmente y como acabo de declarar, no participo. Por tanto, el argumento que se explica en el post sigue plenamente subsistente.
4) Finalmente, hay que observar que, por supuesto, los igualitaristas son profundamente utilitaristas y, como tales, gustan de las comparaciones intersubjetivas de utilidad. Efectivamente, cualquier justificación basada en maximizaciones de la felicidad total pasa por considerar la agregación o suma de las felicidades individuales, lo que, por la propia naturaleza matemática de la adición, requiere que los sumandos sean homogéneos. La felicidad de Luis es, pues, exactamente equiparable a la felicidad de Carlos. Según esa regla, y teniendo en cuenta el principio de la utilidad marginal decreciente que usted invoca, el máximo de felicidad total posible en una sociedad se conseguiría cuando todas las felicidades individuales fuesen iguales.
Pero si pensamos que las felicidades o utilidades personales no son comparables entre sí, que no son posibles comparaciones intersubjetivas de utilidad, ese argumento se desmonta. Al fin y al cabo se trata de visualizar la sociedad como una plaza pública abigarrada y colorista o como un regimiento de norcoreanos con uniforme gris, perfectamente intercambiables uno con otro, es decir, en este último caso, homogéneos y, por tanto, susceptibles de adición.
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Veo un problema bastante gordo en la argumentación: la figura 1 es un disparate. No hay unarelación entre riqueza e igualdad ni siquiera remotamente similar a una recta de balance. Se puede comprobar empíricamente, pero incluso teóricamente no tiene sentido.
Si en vez de pensar en «homo economicus» piensa en seres humanos, verá que no es verdad que, si todos tuviéramos una renta fija, nos dedicaríamos a mirar a las nubes. Eso no es ni entretenido ni satisfactorio. Y la prueba es que muchos rentistas que tienen más dinero del que pueden gastar dedican su tiempo a hacer cosas útiles. Es en el otro extremo, cuando unos pocos tienen toda la riqueza y los demás pasan hambre, cuando el bienestar total se acerca a cero.
Es verdad que ver recompensado el esfuerzo es un buen incentivo para trabajar; pero riqueza y bienestar se unen por una curva de rendimientos decrecientes. Los ricos no son mil veces más felices que los que tienen un poco más que lo justo para vivir decentemente. Una sociedad en la que los ricos no son tan ricos y a cambio todos tienen salud y educación tiene, sin duda, un mayor bienestar total.
Quizá podría decirse que hay un nivel óptimo de desigualdad, seguramente más bien bajo, que proporciona el máximo de bienestar total. Sería interesante que los economistas se dedicaran a intentar estimar ese máximo, aunque entiendo que es muy difícil.
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