Jesús M. Morote
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Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona, publica cada dos fines de semana un artículo en El Confidencial, bajo el rótulo «Filósofo de guardia«. El de hoy se titula «Hasta el monstruo es una víctima» y plantea, enlazadas bajo un cierto hilo conductor, al menos tres cuestiones de enorme importancia filosófica, que podemos esquematizar de la siguiente forma:
1) Filosofía política: ¿quién ostenta la legitimidad derivada del voto recibido: el diputado o el partido en cuyas listas aparecía?
2) Ética: ¿somos los hombres responsables de nuestros actos? Y si no lo somos, ¿puede decirse que somos libres?
3) Teodicea: Si el hombre no responde de sus actos, sino la sociedad, ¿cómo podemos justificar el mal en el mundo? ¿Será necesaria una «Politodicea» para sustituir a la antigua Teodicea?
Se abre el debate.
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La primera cuestión que plantea el artículo de Manuel Cruz, si la representatividad del votante la ostenta personalmente el político electo o bien el Partido político en cuyas listas estaba incluido, creo que es insoluble tal como está diseñado en España el sistema electoral, con listas cerradas. Evidentemente, las listas están compuestas por personas, pero nadie puede ser candidato si no es metido en una lista presentada por un Partido no sólo cerrada, sino, además, jerarquizada según el orden de prelación establecido por el mismo Partido.
Por otro lado, Cruz se debate en una aporía que se enreda aún más si se pretende, como hace él, distinguir entre dos supuestos extremos. Parece sostener Cruz que eso del voto del diputado sin someterse a disciplina de Partido, está muy bien si se trata de votar «en conciencia», pero está muy mal si se trata de votar al candidato de otro Partido como Presidente de la Comunidad de Madrid (caso Tamayo). Desde una perspectiva filosófica no podemos admitir un argumento así, «ad casum», sino que necesitamos un fundamento o una justificación que nos diga, a priori, en qué casos estaría justificado votar en conciencia y en qué casos habría que seguir la disciplina del Partido. Y sobre eso Cruz calla; sospecho que porque no dispone de la clave de esa justificación a priori.
En realidad, pienso que Cruz toca la cuestión de forma muy tangencial y sin ir al meollo del asunto de la representación política, que, sin embargo, es la cuestión filosóficamente más relevante.
La representación política, en las modernas democracias, parece en sus orígenes una cuestión más bien de posibilismo. Se ha dicho muchas veces que el ideal de la «polis» griega, con todos los ciudadanos reunidos en el ágora, no puede reproducirse en las sociedades modernas, pues la reducida dimensión de las ciudades (teniendo en cuenta, además, que sólo tenían voz y voto los varones, adultos y no esclavos) es incomparable con los modernos Estados-nación, tipo Francia o Estados Unidos, donde por primera vez se instauraron democracias modernas, además de las enormes dimensiones geográficas de estas naciones, que separan a los ciudadanos y hacen totalmente imposible una democracia asamblearia. Igual reproche se le suele realizar a Rousseau, que diseñaba sus especulaciones políticas basándose en los pequeños cantones suizos, resultando inviables sus propuestas en esos macroestados.
Esas dificultades prácticas son las que justifican el «mandato representativo» como clave de bóveda del sistema institucional de las democracias. Pero tal vez haya llegado el momento de replantearse ese sistema.
Efectivamente, con las modernas tecnologías, especialmente los sistemas de firma electrónica, no creo que hubiera obstáculo alguno para que los ciudadanos ejerciesen su voto directamente en cuantos asuntos fuese necesario, sin tener que acudir a la figura del «representante», que ha quedado ahí anquilosada en el sistema político sin justificación aceptable (aunque sí sospechosamente favorable a los profesionales de la política). Puede sernos útil, para enfocar la cuestión, ver el funcionamiento de la institución de la representación en el ámbito del derecho privado y en qué se diferencia de la representación política.
En el ámbito privado se utiliza la representación cuando el titular de los derechos no puede o no quiere ejercitar por sí mismo las facultades dimanantes de aquéllos, y delega en un tercero, un mandatario, dicho ejercicio. Por ejemplo, si hay que desplazarse del lugar de residencia o hay que hacer un uso múltiple y reiterativo de facultades. Pero es importante destacar un aspecto esencial de la representación: ésta depende totalmente de la voluntad del representado o poderdante, que, por un lado, confiere la representación porque él lo desea, a diferencia de la representación política, que se impone al ciudadano incluso contra su voluntad, por mandato constitucional. Esa dependencia absoluta de la representación en el ámbito civil de la voluntad libre del representado se mantiene durante toda la duración del poder o mandato, puesto que éste es, esencialmente, revocable, de forma que el poderdante puede retirar sus poderes al apoderado en cualquier momento que lo desee, cosa que no ocurre con la representación política que, una vez concedida mediante el voto, no puede ser revocada por el poderdante hasta que el propio apoderado representante lo decide o, en todo caso, al vencer el plazo legal de duración del mandato político.
Eso convierte el mandato político en un secuestro de la voluntad del votante, que queda suspendida hasta las próximas elecciones, y que se apropia el representante político.
Por tanto, el problema no está tanto en lo que señala Cruz, en el posible uso torticero e interesado por el diputado del mandato que ostenta, sino que es más profundo: está en el secuestro y apropiación indebida de la voluntad popular por un grupo de profesionales del poder. Y si eso podía tener una cierta justificación en el siglo XIX, pues era inviable en la práctica un debate y una votación a celebrar entre millones de ciudadanos alejados geográficamente entre sí por distancias enormes, eso es historia, pues la comunicación global vía Internet y los sistemas seguros de firma electrónica permiten, sin duda, que se pudieran celebrar esos debates y esas votaciones por los propios ciudadanos, sin necesidad de mediación por esos profesionales de la política. No se ve por ningún lado por qué esos asuntos «de conciencia» a los que parece aludir indirectamente Cruz, como el aborto o la eutanasia, por citar algunos, o incluso la propia designación del Presidente del Gobierno, no puedan ser votados directamente por los ciudadanos, sino que los voten los políticos profesionales que se han acoplado, como intermediarios innecesarios, interponiéndose entre la ciudadanía y las decisiones políticas de alto nivel.
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