Javier Jurado
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Hace poco leía la propuesta que J. Gomá nos lanzaba para una recuperación de lo sublime, exhortándonos a sentir. En ella, diagnosticaba nuestra actual renuencia ante el discurso sobre lo sublime diciendo:
“Vivimos una hora en la que la simple mención de lo sublime suscita en la mayoría un mohín de escepticismo, cuando no una palabra de sarcasmo. El cinismo ambiente ha desterrado del mundo contemporáneo la mera conjetura de lo grandioso, pues así precisamente se define lo sublime: como lo grande, eminente, excelso, de elevación extraordinaria. La presente etapa de la cultura, desertora del ideal, habría quedado inhabilitada para tan subido sentimiento porque el igualitarismo democrático impone una nivelación general que lo excluye”
Sin embargo, creo que es demasiado simplificador achacar esta renuencia a ese “igualitarismo democrático” aun cuando ciertamente se manifieste en ocasiones en formas oclocráticas. De lo sublime hay diversas acepciones. Pero podríamos detectar al menos dos grandes corrientes que harían problemático este retorno de lo sublime en nuestros días: El ocaso de los ídolos, como rasgo postmoderno por excelencia; y la naturalización de lo sublime, debida al avance de las ciencias.


, la gran filosofía, pensadora del ideal en cuanto al contenido, suele ir aparejada a un gran estilo en cuanto a la forma«, ¿no será cómplice de su ausencia el barroquismo académico? ¿no será que la filosofía ha traicionado esa voluntad de mediodía que decía Ortega que estimulaba al filósofo auténtico, esa claridad y sencillez en el lenguaje, inmune a la acusación de simpleza y casi siempre merecedora de la de elegancia? ¿no será que por el afán de la innovación, por decir algo nuevo que no esté dicho ya, el filósofo se rodea con demasiada frecuencia de un halo de oscuridad lingüística para nutrir las apariencias?