La crítica de Dostoievski a la cultura occidental (II de III)

Héctor J. Ibáñez Durá

En una entrada anterior comenzamos a analizar la crítica que el famoso autor ruso ofrece en sus obras a la cultura occidental, constatando la lógica dialéctica que se vislumbra en ellas y las psicofanías que manifiestan muchos de sus personajes. Continuamos en esta entrada a propósito de la polémica entre los llamados «occidentalistas» y «eslavófilos», sin la que no sería posible captar en su máxima magnitud toda la narrativa dostoievskiana posterior a su vuelta de Omsk.

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En aquel momento, la mayor pretensión de Dostoievski es reconciliar a la clase intelectual con el pueblo. Fenómenos como la Revolución Francesa, el crecimiento del capitalismo en Europa, el hambre, la enfermedad, etc. habían provocado un cisma en la vida intelectual rusa, que permanecía escindida en bandos anhelantes de hallar la verdadera identidad de lo ruso.

Retrocediendo algo más de una década, hacia la primavera deDostoievski 1847, en el momento en que Dostoievski es detenido, encontramos una Rusia asfixiada por unos niveles de censura nunca antes contemplados. Los últimos acontecimientos revolucionarios acaecidos en Europa habían transmitido un halo de ilusión a la sociedad rusa, que se mostraba esperanzada. Ya en la década de los cincuenta, finalizado el régimen de Nicolás I, el país parecía entrar en una nueva época, era un momento de reformas. El paroxismo de una Europa que había visto cómo eran sofocados todos los intentos revolucionarios contrastaba con el surgir de una rejuvenecida y flamante Rusia. Mientras el intelectual ruso de la década de los cuarenta se había limitado a observar a Occidente con apetencia y nostalgia, buscando ideas en los textos franceses − Dostoievski elaborará un patético perfil de este tipo de intelectual en la figura del afrancesado Stepan Trofímovich Verhovenski, en Los demonios: occidentalista, ateo y liberal sentimentalista−, el de finales de los cincuenta y principios de los sesenta contemplaba más cercanamente la consecución de sus aspiraciones.

Durante estos años, en los que Dostoievski se encuentra ausente cumpliendo la condena, surge en el país un nuevo culto al «pueblo», entendido como el «campesinado». La canonización del campesino había sido iniciada en Moscú por los eslavófilos, cuyo programa exaltaba todo lo puramente ruso en detrimento de todo lo europeo o europeizante. Insisten en recalcar las características específicas de la civilización e instituciones rusas y la necesidad de basar en el «pueblo» la sociedad rusa y la cultura. Dicho culto alcanza su zénit con la abolición de la servidumbre, decisión adoptada por Alejandro II en 1857, pero no promulgada de hecho hasta 1861. Es precisamente en este momento, en invierno de 1861-1862, cuando el pensamiento ruso vive un momento crítico. Las circunstancias iban a agravarse poco después, cuando tras la insurrección polaca de primavera de 1863, instaló el desconcierto en la clase intelectual rusa. Tanto eslavófilos como liberales titubearon a la hora de posicionarse en el conflicto, lo cual produjo la disolución de sus endebles convicciones. Como resultado, eslavófilos y viejos liberales fueron asimilados por conservadores y ortodoxos, y la oposición fue ocupada por radicales y «nihilistas».

Dostoievski parece tomar conciencia del contraste entre Rusia y Occidente en su primer viaje a Europa, en 1862. Observó que la cultura occidental está basada en el individualismo. En esos momentos está de moda el utilitarismo de J. S. Mill y la doctrina económica del «laissez faire». Su imagen queda definitivamente conformada cuando acude en septiembre de 1867 al congreso internacional de la Liga de la Paz y la Libertad, donde tiene la oportunidad de escuchar a oradores como M. Bakunin.Bakunin Posteriormente escribe a su sobrino: «Es inenarrable cómo estos caballeros […] estos revolucionarios y socialistas, explican tontería tras tontería desde la tribuna, ante una audiencia de cinco mil personas […] Lo absurdo, débil y contradictorio de sus razonamientos sobrepasa todo lo imaginable. Y ésta es la gentuza que excita a los trabajadores descontentos» −este congreso inspiró algunas escenas de El Idiota y preparó Los demonios, en las que intervienen «socialistas» y «nihilistas», términos todavía confusos en aquella época−. Esta importante anécdota será recordada, con ribetes claramente autobiográficos, casi diez años después por boca de Versilov:

«Acababan de proclamar el ateísmo… un puñado de entre ellos, pero poco importa; no eran más que los primeros corredores de vanguardia, pero era el primer paso en la ejecución, y eso sí que era grave. Siempre la lógica de ellos. Pero es el caso que la lógica siempre trae consigo el aburrimiento. Yo era de otra civilización y mi corazón no admitía aquello. La ingratitud con la que se separaban de una idea, aquellos silbidos, aquellas salpicaduras de fango, me resultaban insoportables».

La posición de nuestro novelista se resume en lo declarado en una editorial publicada por la Gaceta de Petersburgo a mediados de los setenta, que él mismo encuentra «atinada», en relación con los incidentes ocasionados por unos estudiantes en la Plaza de Kazán:

«Revela un aspecto bastante tranquilizador de nuestra conciencia social; me refiero a que los héroes de todos los lamentables incidentes de este tipo se vuelven cada vez más insignificantes y carentes de interés incluso para los espíritus más exaltados. Antaño, hace cincuenta años, los responsables de delitos políticos en Rusia procedían de un medio social e intelectual superior (los decembristas); en los años cuarenta, el tipo de criminal político ruso degeneró de manera significativa (el círculo de Petrashevski [al cual perteneció el propio Dostoievski y por lo que fue condenado, junto con el resto de integrantes]); a comienzos de los años sesenta se vio reducido al llamado proletariado pensante (el grupo de Chernishevski); a principios de los años setenta cayó al nivel de estudiantes fracasados e ignorantes y nihilistas de baja estofa (el grupo de Necháiev [reencarnado en Los demonios por Verjovenski hijo]); en el asunto Dolgushin figura ya entre las filas de los propagandistas una chusma semianalfabeta; y, finalmente, en el «incidente de la plaza de Kazán» no sólo tenemos una chusma semianalfabeta, sino también un elemento de matiz claramente judío y algunos obreros fabriles depravados. Esa degradación progresiva es la mejor prueba de que la propaganda política criminal, después de todas las reformas liberales del presente reinado, ya no puede contar con ganarse las voluntades de los elementos educadores de la sociedad; y en cuanto a la mesa del pueblo, su influencia es aún menor, porque la mesa del pueblo ha demostrado cómo recibe a los profetas inadecuados».

Dostoievski reprocha al occidentalista ruso el haber asimilado el proceso de ilustración emanado desde Europa. La Ilustración pone en jaque la fortaleza del pilar que sustenta a Rusia: la fe ortodoxa. Esta fe, ya de por sí misma frágil, no encuentra otro camino que la disolución en la incredulidad importada por el intelectual ruso, empeñado en europeizarse. Es significativo que llame «absentistas» a los rusos que se han ido a vivir fuera de su país.

Respecto de Herzen y los de su círculo, denuncia que, al separarse de su pueblo, perdieron a su Dios, de modo que devinieron en el ateísmo y la apatía, y engendraron una especie de desprecio hacia sus coterráneos. El revolucionario ruso, dice, se ha alejado tanto del pueblo, que uno y otro son incapaces de comprenderse. Es ahí donde encuentra Dostoievski el origen del mal, en el convencimiento de que, para alcanzar la dignidad del europeo, sea necesario desdeñarse a sí mismo en cuanto ruso: «Europa, o al menos, los más altos representantes de su pensamiento, han rechazado a Cristo; y nosotros, como se sabe, estamos obligados a imitar a Europa».

En otro lugar, pone en boca de Iván Karamázov: «Lo que allí [en Europa] es hipótesis, para el muchacho ruso en seguida es axioma». La juventud, opina, ha consumado su divorcio de la verdad popular, incluso en un grado que espantaría a sus propios «padres intelectuales», y se dedica a lanzar todo tipo de críticas engreídas a la tierra rusa. El personaje de Shatov, que aglutina una buena cantidad de rasgTurguenevos autobiográficos manifiesta vehementemente: «El ateísmo ruso no ha pasado de ser un juego de palabras. […] Es gente de papel. Todo eso resulta de sus pensamientos serviles. […] En eso también anda el odio. Esos hombres serían los primeros en llevarse una enorme desilusión si Rusia llegara de algún modo a transformarse». Personajes como Smerdiákov, hijo ilegítimo del padre Karamázov y verdugo suyo, y el radical Piotr Stepánovich Verhovenski, comparten el deseo de ir a Francia y nacionalizarse francés; tipos que no parecen amar a nadie y que tienen una opinión muy elevada de sí mismos. No resulta complicado encontrarles paralelismos con individuos como, según Dostoievski, Herzen, Belinski o Turguénev.

En el lado opuesto, los eslavófilos. ¿En qué consiste la eslavofilia y que ofrece? Dostoievski lo expresa claramente en Diario de un escritor: la eslavofilia es la aspiración a la liberación y unión de todos los eslavos bajo el liderazgo de Rusia. Pero además representa la alianza espiritual de todos los que creen que Rusia dirá a toda la humanidad una palabra que el mundo no ha oído jamás, en busca de una alianza fraterna universal, basada en el espíritu del pueblo ruso.

El ruso, advierte el novelista, no debe europeizarse, sino que debe ser un supereuropeo, una especie de guía virgiliano de Europa. Al final de su vida, en el discurso homenaje a Pushkin el 8 de junio de 1880, expuso su tesis de que Rusia es la única capaz de entender, reconciliar e inspirar al resto de Europa. En esta síntesis se resolvería la pugna entre eslavófilos y occidentalistas. Sólo «rusificando» Europa podría Rusia europeizarse. El destino ruso, declara en su discurso, es «paneuropeo» y «universal», puesto que ser un verdadero ruso no es sino convertirse en un hermano del género humano, un ciudadano del mundo. La confrontación entre eslavófilos y occidentalistas, prosigue, es en realidad un malentendido, históricamente necesario, destinado a desembocar en la resolución de todas las contradicciones europeas. En su defensa, Dostoievski hace uso de la capacidad de Pushkin para encarnar el genio de un pueblo extranjero, la universalidad y abarcadora humanidad de su genio. Él fue capaz de asimilar el talante de otras naciones como si fuera el suyo, algo que ningún no-ruso habría logrado nunca respecto de lo ruso.

En interpelación a los rusos europeístas, les lanza el siguiente razonamiento: si la literatura rusa ha sido capaz de concebir obras rebosantes de fuerza y originalidad, ¿por qué no podría Rusia crear más adelante su propia ciencia y sus propias soluciones socio-económicas? ¿Por qué ese empeño filoeuropeo por negar a Rusia la capacidad de decir su propia palabra? Europa ha creado los tipos del noble inglés, del noble francés, del noble alemán, pero del hombre del futuro nada se sabe. Difirió tal labor al siglo siguiente: «Todo dependerá del siglo que viene», escribió. Ironías del destino.

¿Qué (no) hacer?

La llamada dirección «naturalista acusadora» –Belinski, Herzen, etc. –, presa de la fe positivista en el progreso y en la ciencia, es, desde un punto de vista filosófico, producto de la transición con origen en una actitud romántico-idealista, dominante en los años cuarenta, hacia la crítica radical introducida por nuevos actores, representantes de Feuerbach, Strauss y otros, que enfocan los problemas con un criterio de crítica social nuevo, realista, muy influido tanto por el liberalismo como por el socialismo.

Este movimiento será encarnado en las novelas dostoievskianas por todo tipo de nihilistas y otros jóvenes radicales, cuyo protagonismo en la acción es más evidente en Crimen y castigo, El idiota, Los demonios y Los hermanos Karamázov. La filosofía alemana, en boga durante aquellos años, estaba fuertemente preocupada por encontrar una solución al problema ético, un nuevo criterio moral que sustituyera los ya endebles cimientos religiosos. Cuando la filosofía alemana llega a Rusia, en la década de los treinta, habían sido rechazados los «imperativos categóricos» kantianos.

Chernishevski

Es precisamente un ruso materialista; desdeñoso de Kant; discípulo de Mill; formado ideológicamente al amparo de las ideas de Feuerbach, Herzen y Belinski; y pieza nuclear del movimiento democrático revolucionario ruso en la década de los cincuenta y de los sesenta, N. Chernishevski, quien acapara toda la atención intelectual del momento cuando en 1863 publica la novela ¿Qué hacer? La obra logra un éxito inmediato y se convierte en una especie de manual sacrosanto para los revolucionarios. Su intención es convencer al lector de que una mejora de la vida de todos es posible, que la sociedad puede y debe ser transformada con la ayuda de la revolución socialista. Se basa en los siguientes principios teóricos [los he recogido casi literalmente del excelente artículo elaborado por J.B. Linares]:

  • El mal esencial es la ignorancia, la confusión conceptual; el remedio es el conocimiento. Visión intelectualizante de las relaciones personales: incesante conversación que conduce a la confluencia de opiniones y al entendimiento. El ser humano actúa en función de las ideas que tenga; si piensa bien, actúa bien. Los afectos son entonces domeñados con facilidad, tanto en la personalidad individual como en las relaciones intersubjetivas. El ser humano, correctamente educado, es racional, ordenado y coherente.
  • Defensa del utilitarismo: Todo ser humano es dirigido únicamente por el cálculo de sus propios intereses, es decir, pensar es calcular el máximo provecho individual. Uno de los personajes manifiesta: «Todas las actuaciones que puedo conocer se explican mediante el propio provecho». Se desprende, pues, cierto egoísmo.
  • Afirmación del determinismo y negación de la libertad. No existe la voluntad, porque toda decisión está mediada por otros pensamientos que condicionan a cada individuo.
  • Concepción optimista de la historia: la adquisición de conocimientos se manifiesta como una necesidad encaminada ineludiblemente hacia lo mejor.
  • El individualismo es concebido de tal manera que lleva necesariamente al socialismo. El «amor a la gente» incita a que todos se ayuden entre sí.
  • La resolución del problema del hombre será llevada a cabo por el trabajo guiado de la ciencia aplicada a la organización social del trabajo, a la gestión de la vida en sociedad, siguiendo los planes de «fourierismo».
  • Vera, la protagonista femenina, sueña cómo vivirá la gente en el futuro, en el «Palacio de acero y cristal», un edificio inmenso en donde vive gente sana y en paz; la comida es preparada y servida gratuitamente, el trabajo más costoso es realizado por máquinas, las gentes visten con libertad y se divierten cantando y bailando. El desarrollo físico y el moral no se degradan, sino que van en aumento.
  • Pretensión universalista de la propuesta. Rusia entablará nuevas y provechosas relaciones con Inglaterra y Estados Unidos.

En la tercera y última parte, desgranaremos los principales elementos de la reacción dostoievskiana a esta posición.

Puntos de apoyo

Dostoievski: Obras completas.

E. H., Carr: Dostoievski, lectura crítico-biográfica.

L. Földényi: Dostoievski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar.

J. B. Linares: La crítica de Dostoievski a la antropología de N. Chernishevski.

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