Javier Jurado
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A lo largo de tres entradas, hemos ido contemplando cómo puede rastrearse en la historia política y social humana un juego de equilibrios entre la tendencia a la competición y al dominio (TCyD) y la tendencia a la protección y a la conservación (TPyC) propio de las especies biológicas, que hemos llamado equilibrio Dobzhansky.
En la primera, hemos podido detectarlos en las sociedades primitivas y de la antigüedad. En la segunda, los hemos identificado en la irrupción de la Modernidad, su transformación en el enfrentamiento liberal con el Antiguo Régimen, y los movimientos obreros del siglo XIX, configurando la concepción heredada del eje político izquierda-derecha. En la tercera, hemos visto su evolución atravesando el convulso siglo XX de la revolución rusa, las guerras mundiales y la guerra fría hasta la caída del Muro de Berlín.
En esta última entrada, tras la caída del muro y la llegada de la Globalización analizaremos cómo el eje izquierda-derecha actual sigue nutriéndose de equilibrios de este tipo, permeando nuestros esquemas conceptuales a la hora de interpretar nuestra realidad política y resistiéndose, con toda esta trayectoria, a abandonar su vigencia.
Con la caída del muro de Berlín en 1989, que ya comentamos aquí, el llamado bloque capitalista pareció salir triunfante del enfrentamiento de la guerra fría. En seguida, un politólogo como Fukuyama proclamaba una nueva versión del fin de la historia: la victoria absoluta del liberalismo económico y político habría ocasionado “no sólo el fin de la Guerra Fría […] sino el fin de la historia como tal: […] el final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal”. Pronto se le objetó que el sentido común y la prensa diaria revelaban siempre acontecimientos nuevos e inesperados, pero éstos, argumentaba Fukuyama, siempre se hallarían dentro de un conjunto de límites estructurales: el movimiento de la historia mostraba un paso cada vez más acelerado, pero avanzaba cada vez menos.
Algunas de estas objeciones inmediatas pasaron por resaltar los problemas no resueltos. El de la guerra fue uno de ellos, al que Fukuyama opuso la evidencia de que en un mundo de creciente presencia de estados democráticos y liberales, las hostilidades militares van desapareciendo: no ha habido hasta ahora guerras entre las democracias representativas consumadas. Incluso la persistente desigualdad estructural como objeción era rechazada por Fukuyama al considerarlo, más que del sistema, un problema de índole cultural (como en el caso del racismo, contrario a la lógica igualitarista del liberalismo). Sin embargo, no se atrevió a asegurar que los principios liberales pudieran acabar venciendo todos los obstáculos, dejando la omnipresencia de estas desigualdades como un problema sin resolver.
Otras amenazas podían cuestionar este triunfalismo. El nacionalismo, por ejemplo, emergente en multitud de localizaciones del globo especialmente a lo largo del siglo XX, sigue manifestándose en los efervescentes y permanentes odios étnicos, y se encuentra larvado, quizá, en la posibilidad de que alguna nación volviera a tener la ambición de convertirse en Gran Potencia (Japón, China,…). Para Fukuyama, los conflictos nacionales seguirían dándose en la periferia del Segundo y Tercer mundo como regiones todavía atrapadas por la historia; pero la competencia entre grandes estados nunca amenazaría el nuevo orden mundial porque se ha mostrado más efectiva en el marco de la negociación propia del capitalismo liberal. En cualquier caso, una devastación intercambiada entre países tercermundistas no estaría ofreciendo alternativa ideológica alguna.
Por su parte, el fundamentalismo podría desafiar esta victoria, con el especial rebrote del “retorno de lo sagrado” a partir de la década de los setenta. Sin embargo, Fukuyama planteaba que las doctrinas religiosas, siendo universales en sus pretensiones, eran más vulnerables ante el avance de la cultura secular y la tecnología. En aquellos años, además, este autor minimizaba la capacidad del fundamentalismo para ofrecer una alternativa, cuestionando su incidencia real: por su limitada capacidad de movilización (inflamable del sentimiento nacional, pero no combustible per se) y por su proyección acotada étnica y geográficamente en el caso del islamismo radical (Asia centro-occidental y suroriental y la zona del Sahel).
Otra objeción cuestionaba este triunfalismo criticando la noción de “capitalismo liberal”: Las socialdemocracia europea habría ido consolidando, aunque refrenado en los ochenta, un sistema híbrido con un alto nivel de coordinación estatal del mercado (regulación, sistema equitativo de tributación, generosa provisión de bienestar, considerable peso del control público sobre el producto nacional,…). Estos planteamientos procedían, por supuesto, de la izquierda y el centro-izquierda europeos, pero también de la derecha, opuesta a la fácil suposición de que el socialismo finalmente hubiera sido derrotado (Reagan-Thatcher). Sin embargo, escaso recorrido tiene esta objeción, a juicio de autores como Anderson, porque una cosa es la lealtad progresista y otra la claridad analítica: en su opinión, negar la existencia misma del capitalismo no es más que el intento de cavar una trinchera nominalista como estrategia de consuelo intelectual.
Pero más allá de estos desafíos que todavía hoy laten frente al supuesto triunfalismo de la globalización, ha acabado resultando considerablemente relevante la objeción sobre la capacidad del capitalismo liberal para cubrir todas aquellas necesidades humanas a las que responde la cultura. Fukuyama, de hecho, admitió no ver cómo podía resultar estable a la larga una sociedad basada únicamente en la posibilidad de votar y de comprar, careciendo de esa Sittlichkeit de Hegel, de ese núcleo ideológico y de valores compartido.
Las tensiones ideológicas históricas han reaccionado ante el desafío que supone este nuevo escenario de la difusión global del capitalismo liberal: Por su parte, los liberales más extremos rechazan incluso el planteamiento de esa pregunta por una ética mínima compartida. Consideran suficientemente legitimadora la exigencia de que la arena pública no sea más que un espacio instrumental en el cual cada uno pueda aspirar a lograr sus metas privadas. No debe existir pues moral pública alguna que se entrometa con la libertad de cada cual, tan fructífera a sus ojos.
La corriente socialdemócrata apela a la repolitización de la esfera pública desalojada por el individualismo. Para ello, se apoya en diversas fórmulas como la de la intersubjetividad de Habermas: ésta pretende retener las interacciones simbólicamente mediadas entre personas, sin que caigan todas ellas en la lógica de las acciones con respecto a fines que nos mercantilizan como objetos. Aunque algunos cuestionan que ese “diálogo” típico del mundo doméstico sea extensible al mundo cívico en sociedades tan complejas y masificadas.
Las corrientes más conservadoras, por su parte, apelan a ese retorno a los valores tradicionales y a los lazos sociales y familiares que, como advertía el propio Fukuyama a propósito de Estados Unidos, si siguen debilitándose podrían acabar por desacreditar tanto el liberalismo como para que surgiera “una alternativa sistemática antiliberal y no democrática, que combine un racionalismo económico tecnocrático con un autoritarismo paternalista”. Evidentemente fijaba su vista en el Lejano Oriente: Asia es una contradicción fundamental en el programa de una democracia capitalista a escala universal.
Fukuyama no planteó soluciones a este problema que reconoció como la crítica más seria al Estado liberal, y acabó moviéndose hacia una ironía resignada: a pesar de sus éxitos, el fin de la historia corría el riesgo de convertirse en una “época muy triste”. Su apelación filosófica al thymos de Platón como mecanismo de deseo primordial y ulterior a todo afán competitivo en la política y la economía (TCyD) parece resultar insuficiente para explicar la complejidad de la psique humana y su comportamiento social. Es difícil negar, ante la crisis de legitimidad de nuestras democracias contemporáneas, que la democracia funciona mejor cuando hay un espíritu público que va más allá de la prosperidad y la eficiencia. Incluso el capitalismo resulta más eficiente cuando el orgullo por el trabajo y la comunidad importan más que el cálculo del interés propio. El capitalismo liberal per se parece huérfano para sostener todo el edificio.
El individualismo postmoderno
El relativismo cultural de nuestros días, politeísmo moral pregonado por Weber, es coherente con la resaca de la postguerra, el desengaño de los grandes metarrelatos e ideologías, y el ejercicio privado de quien se confecciona una ética a la carta de la misma forma que elige productos, servicios o programas electorales. La llamada crisis de nuestras democracias se enfrenta al hecho de haber estimulado en la población formas de hedonismo apolítico, indiferencia hacia el intervencionismo estatal o la uniformización de la cultura de consumo en la aldea global. De forma que las sociedades actuales se asemejan demasiado a menudo a aquel rebaño humano del que habla Sloterdijk. Un atomizado cuerpo social que, por otra parte, muestra una enorme desafección porque, como lleva tiempo diciendo Habermas, participa de un sistema que aparentemente se basa en la mera elección entre equipos alternativos de administradores sin capacidad profunda para alterarlo (y en ocasiones lo desprestigia al expoliarlo como élite extractiva, al decir de Acemoglu y Robinson, casta para otros). Los índices de participación democrática han ido con todo ello declinando progresivamente y contribuyendo a aumentar la percepción de que el eje político izquierda-derecha resulta ya obsoleto, con la convergencia entre posiciones políticas sólo distinguibles por matices menores.
Todas estas corrientes habrían ido domesticando la ambición política y económica del thymos de Fukuyama en la mayor parte de la población, desplazándola hacia comportamientos obsesionados por la satisfacción de necesidades inmediatas y generalizando una indiferencia cívica, al estilo de los últimos hombres de Nietzsche. La TPyC sobre los individuos que, como vimos, fue progresivamente ganando terreno a lo largo del siglo XX, habría acabado cultivando un tipo de individuo muy particular en el triunfante capitalismo liberal.
La desengañada postmodernidad habría configurado fundamentalmente en el primer mundo un individuo por lo general cómodo para el sistema de consumo: de perfil hedonista y narcisista, infantilizado e impulsivo, egoísta y ajeno a todo compromiso a largo plazo, a toda cultura del esfuerzo que no tenga un retorno rápido, afín al consumo compulsivo y toda propuesta suficientemente light. Un individuo que para algunos como Byung-Chul Han ha asumido su rol de autoexplotador, exprimiendo su tiempo en la ocupación permanente gracias a sus nuevas tecnodependencias, con las que ha sumado a su dieta el consumo insaciable de información superficial e intrascendente. Se encuentra así con demasiada frecuencia un individuo especialmente desnortado, ávido de consumir experiencias y sentimientos incluso bajo fórmulas aparentemente altruistas de voluntariado. Un individuo por lo general bastante desdibujado y pueril, con niveles de incultura preocupantes, dócil habitualmente aunque imprevisible en sus reacciones más viscerales e irracionales. Un individuo, en definitiva, que busca infructuosamente un sentido vital en su capacidad adquisitiva y su reconocimiento social a través de Internet.
El sinsentido existencial que alcanza tasas alarmantes de trastornos mentales y de suicidios en el primer mundo, el desapego social, el desconcierto moral, el desarraigo tras la secularización, la desestructuración familiar, la desafección de los sectores más modestos de la periferia urbana como las banlieues, el sentimiento de absurdo de Camus que azota especialmente desde la postguerra,… parecen resistirse a ser satisfechos por el triunfante capitalismo liberal global.
Ciertamente, a pesar de la persistencia e incluso el crecimiento de las desigualdades globales, el desarrollo económico de la globalización ha permitido reducir los niveles de pobreza, exclusión y muerte en los países más pobres de forma no despreciable. A pesar de asimétricas injusticias arancelarias y asfixiantes deudas externas contraídas tras siglos de expolio, la globalización, catalizada por la revolución de las TIC, ha acabado obligando a los países centrales a competir con los de la periferia, de barata y cada vez más cualificada mano de obra. Con ello se ha ido potenciando un nuevo escenario geopolítico multipolar, con los países emergentes del BRICS comenzando a disputar ciertos espacios a la supremacía norteamericana y europea. Esta competencia ha estimulado en el primer mundo acomodado el recurso a la economía especulativa y la creación de riqueza ficticia por medio de los conocidos mercados financieros. El resultado, como es bien sabido, acabó sacudiendo severamente muchas economías con la Gran Recesión de 2008 como no se veía en casi un siglo.
Con ella, las injusticias sociales y el crecimiento de la desigualdad han espoleado el retorno de lo político, recuperando el interés por la participación ciudadana en la vida pública. Pero los mimbres de este nuevo cesto han de forjarse con individuos que llevan décadas convenientemente cultivados y desentrenados de esta acción colectiva. Además, son individuos históricamente más distantes del catastrófico siglo XX y por tanto mucho más vulnerables a nuevas formas de populismo ultranacionalista y étnico como las que encandilaron en los años treinta del siglo XX. La traumática experiencia bélica que, como vimos, acentuó la TPyC individual e internacional en la segunda mitad de siglo XX, después de haber reblandecido inevitablemente las fronteras afirmativas de la identidad individual y colectiva, podría estar ahora conociendo un regreso pendular en sentido contrario.
De hecho, la atomización social que fomenta individuos cada vez más solos y ajenos aunque masificados venía de lejos amenazando la integridad grupal: El modelo de una TPyC interna del grupo estimulada a costa de una TCyD externa entre naciones/bloques aparentemente desaparecidos en la globalización parece obsoleto. Los nacionalismos no han perdido su pujanza, porque siguen apelando a esa entraña irracional casi biológicamente arraigada que encuentra calor en la pertenencia grupal para protegerse y dominar, como ya vimos. Pero hoy lo hacen muchas veces en forma de edulcorado patriotismo, sostenido más por la carencia de nuevos modelos que por su propio atractivo. Pero en esa línea, el desequilibrio vuelve a ser tensado con la proliferación de nuevos movimientos que tratan de reforzar la TPyC interna azuzando la TCyD entre nuevos grupos.
Estos movimientos fraguados desde hace décadas habrían encontrado en la Gran Recesión, con claras reminiscencias a 1929, el catalizador perfecto: la TCyD entre grupos vuelve a manifestarse compensando este exceso en un nuevo equilibrio Dobzhansky. Como le es inherente, esta tendencia se rebela ante el proceso de disolución entrópica y reafirma, en un mundo globalizado y uniformizador en tantos aspectos, lo propio: así contemplamos la multiplicación de propuestas de sentido en lenguas, iglesias, banderas, sectas, tribus urbanas, grupos étnicos, movimientos identitarios, indigenismos, fundamentalismos religiosos… Buena parte de estas nuevas propuestas de sentido las acaparan movimientos conservadores que defienden la autoafirmación étnica/nacional y promueven la disgregación de las nuevas unidades macropolíticas en construcción, como es el caso de la UE, a la que se enfrentan los partidos políticos euroescépticos, por lo general xenófobos y nacionalistas.
Por su parte, los movimientos fundamentalistas religiosos han ido ganando posiciones en las últimas décadas, por ejemplo dentro de la Iglesia católica durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, o dentro del partido republicano en EEUU con la corriente del Tea Party. Por su parte, el auge del extremismo islámico ha ido acaparando el protagonismo en su enfrentamiento con las posiciones occidentales, singularmente desde el hito del 11S. Hemos visto cómo el yihadismo radical encuentra en los suburbios deprimidos de las grandes ciudades occidentales el caldo de cultivo perfecto de frustración, desengaño, pobreza, marginación y fragilidad moral de segundas y terceras generaciones de inmigrantes para su captación para la empresa terrorista. De nuevo, la tentación del retorno hacia formas políticas de tipo conservador-totalitario que dan calor pero no iluminan prende en nuestros días de desconcierto. Los individuos en soledad creen encontrar el abrigo que les falta en grupos identitarios excluyentes.
No es de extrañar por eso que algunos autores hayan sostenido, como S. Huntington, que, lejos de un triunfalismo que acabase con la historia, nos adentramos en una época de choque de civilizaciones. Sin poder articular ya un discurso moralizante y humanista creíble, de pretensión racional y universal, hemos de contemplar el enfrentamiento cultural irracional entre modelos de sociedades inconmensurables e impedidas para el diálogo. A pesar de su recorrido hacia estructuras macropolíticas cada vez mayores, la incapacidad o inmadurez de las culturas humanas para trascenderse y alcanzar formas democráticas de gobierno global, impide que organismos como la ONU resulten efectivos, y los diferentes grupos humanos revivan sus enfrentamientos históricos.
De hecho, aquel thymos de Fukuyama, aquella voluntad de poder de Nietzsche, seguiría latente en esta autoaserción de los individuos como parte inherente a la conducta humana (TCyD): no sobra recordar que el alemán ya predijo que estallarían guerras entre sociedades saciadas. Aunque la proliferación del armamento nuclear parece neutralizar el conflicto a gran escala, como tablón al que se aferraba Fukuyama, el peligro del holocausto global sigue latente, mientras somos testigos en el último par de décadas de la apertura de numerosos frentes y conflictos, que han generado tantos refugiados como no se veían desde la Segunda Guerra Mundial, y que han acabado salpicando la burbuja occidental con conocidos atentados, desde el significativo 11S de 2001 hasta el reciente atentado de París en 2015, pasando por aquel que nos tocó tan de cerca en Madrid el 11M de 2004.
¿Está obsoleta la dicotomía izquierda-derecha?
Tras todo el recorrido hasta aquí, puede advertirse que el eje izquierda-derecha no puede identificarse ramplonamente con el equilibrio Dobzhansky entre TCyD y TPyC. Conservadores y liberales, hoy usualmente asociados a la derecha política, estuvieron originalmente enfrentados entre ambos polos. Muchas sufragistas que defendían una TPyC sobre las mujeres, eran opuestas a los movimientos obreros manteniendo posiciones conservadoras o liberales. La TPyC estimula hoy posiciones que van más allá de la especie humana, como las de animalistas, que muchos sectores de la izquierda no reconocen para sí. Y un largo etcétera.
Sin embargo, no puede obviarse la alta correlación existente entre el equilibrio TCyD-TPyC y este eje izquierda-derecha, al que se sigue recurriendo en el debate político actual. Sobre él se reproducen diferentes versiones del equilibrio Dobzhansky para el posicionamiento ideológico fundamentalmente en tres dimensiones: libertad moral del individuo, libertad económica y desigualdad material. Los liberales, confiados en que la desigualdad se resuelve por sí sola si la libertad económica es suficiente, pintan la panacea en el máximo de dos únicos ejes referidos a la libertad como planteaba el gráfico de Nolan. Sin embargo, la complejidad de nuestras sociedades tan masificadas es tal que los equilibrios en estas tres dimensiones no son tan simples: la tensión entre la TCyD y la TPyC sigue permeando innumerables escenarios de formas muy diferentes.
Por ejemplo, en el ámbito de la política exterior y las relaciones internacionales que antes mencionábamos, se establece entre grupos: la TCyD se hace fuerte en el discurso de enfrentamiento, afirmación, resistencia e imposición aunque se tenga casi siempre por defensiva entre civilizaciones o culturas; mientras que la TPyC sotierra las propuestas sobre formas de diplomacia, diálogo, colaboración, ecumenismo y alianza entre ellas. La primera, indudablemente, puede resultar efectiva en el corto plazo en la protección de ciertos grupos, aunque también nos encierra en ineficientes dilemas del prisionero, y en una escalada de violencia a la larga que puede conducirse al callejón sin salida de una guerra interminable. La segunda, por su parte, puede resultar conciliadora en la protección global de la especie y aumentar nuestras posibilidades de supervivencia, pero puede comportarse ingenuamente y hacernos sucumbir por su excesiva permisividad ante la posibilidad de que una minoría se impusiera de forma totalitaria. En ocasiones, incluso, diferentes equilibrios Dobzhansky pueden interactuar entre ellos, como sucedía en el caso de la Revolución Francesa: el debate entre libertad y seguridad de los últimos años revitaliza esas tensiones, pues la TPyC sobre el individuo reclama el mantenimiento de los derechos constitucionales inviolables, como el de la libertad, a pesar de las situaciones de excepción; mientras que la TPyC sobre cada grupo (y por tanto cualquier individuo en él), incentivada por la TCyD entre grupos, prima el elemento de la seguridad aunque suponga un recorte de libertades individuales.
La educación es otro ámbito fundamental en el que este equilibrio se manifiesta. Su papel es crucial para el sostenimiento de la legitimidad social, la cultura democrática, los valores cívicos, la formación innovadora y competitiva de las futuras generaciones, la posibilidad de actuar como auténtico elemento de cohesión social mediante una efectiva igualdad de oportunidades, etc. Los enfoques basados en la TCyD estimulan la cultura del esfuerzo que saca lo mejor de cada individuo mediante la exigencia, resultando en muchas circunstancias más eficientes y productivos a corto plazo al defender una educación de fuerte componente técnica e instrumental. Estos enfoques racionalizan las inversiones de unos recursos siempre limitados, evitan la dispersión de esfuerzos y previenen frente a esa mala práctica que el refrán rechaza diciendo quien mucho abarca, poco aprieta. Su especial hincapié en la libertad previene además frente a adoctrinamientos morales por parte del Estado. Este ámbito abierto y competitivo, indudablemente, estimula jerarquías y desigualdades sociales que bajo el principio de la meritocracia resultarían justas.
La TPyC sin embargo subraya la importancia de la atención a la diversidad, la flexibilidad y adaptación de criterios para dejar que cada individuo pueda sacar lo mejor de sí sin que queden descartados socialmente por la fría selección de una batería de criterios inmediatos del mercado. Centrada en el medio y largo plazo, como I+D sin retorno garantizado, esta tendencia pone el foco en no seguir debilitando los lazos sociales que nos desvinculan y hacen a la larga insostenible el sistema: Aunque reticente al adoctrinamiento moral confesional, pone el foco en la importancia de contar con contenidos educativos sobre ciudadanía y democracia. Su apuesta en ese medio plazo se basa en modelos educativos menos tecnificados y más abiertos al sostenimiento cultural en su conjunto, protegiendo esferas para las humanidades y la creatividad no tan productivas de inmediato. Su propuesta por la diversificación hace caso de aquel otro dicho inglés que advierte don’t put all your eggs in the same basket.
En el ámbito económico, incluso asumido el consenso mayoritario que abraza el capitalismo liberal con ciertos niveles de control estatal y protección social, la tensión del equilibrio Dobzhansky se renueva en el plano de la sostenibilidad: la batalla ideológica tiene por una parte a los partidarios de sostener el intervencionismo del Estado en la protección de las capas más débiles (TPyC). La inercia histórica ha hecho que el popular Estado del bienestar, con un peso específico en los presupuestos públicos, haya ido forzando cierta convergencia ideológica: en cada período electoral las promesas siempre lo han sostenido y de hecho lo han ido aumentando en muchos escenarios. Sin embargo, especialmente con la crisis, los partidarios de racionalizarlo o incluso reducir un gasto público elefantiásico, han defendido la aplicación de políticas más austeras que no gasten lo que no se tiene. El carácter difuso de lo que es o no despilfarro, sirve para articular discursos incluso contra esa cultura subvencionista y gregaria de los injustamente mantenidos y que inhibe los efectos positivos de la TCyD.
En el plano, en particular, de la sostenibilidad medioambiental de nuestros modelos productivos y económicos, se tienden también posturas inspiradas por un equilibrio Dobzhansky. Más allá de extremos como los del negacionismo ante el cambio climático o el antihumanismo ecologista, el equilibrio suele extenderse, por un lado, con una TCyD que prima el corto plazo y laissez-faire que deje en manos privadas la capacidad para desarrollar nuevas tecnologías ecológicamente más eficientes, sin entorpecer el crecimiento económico sostenido como necesario. Por otro lado, la TPyC sobre individuos, sobre países (especialmente los más vulnerables y golpeados por el cambio climático), y sobre la especie en su conjunto especialmente en el medio plazo, aboga por el intervencionismo político, más escéptico con la mano invisible, para que fomente prácticas energéticamente sostenibles aunque supongan un retorno o un regreso, incluso con propuestas como las del decrecimiento de Georgescu-Roegen.
El siglo XX podría ser en cierto sentido recordado como el de la revolución de la mujer, con su acceso al mundo político y laboral. El feminismo fue ganando posiciones con la conquista de progresivos reconocimientos, aunque algunos fueran solo formales, en su equiparación al hombre. Sin embargo, más allá de este mayoritario consenso, la TPyC aboga por el establecimiento de políticas que protejan a las mujeres sistemáticamente discriminadas como evidencian su infravaloración salarial o su infrarrepresentación en las élites políticas y económicas. Desde esta postura, apuntan a la existencia de techos de cristal y son partidarios de políticas de discriminación positiva, conciliación laboral equitativa y exhaustiva concienciación social, especialmente para atajar el lacerante problema de la violencia de género. La TCyD cuestiona este intervencionismo que aúpa a mujeres menos cualificadas por el mero hecho de serlo, critica especialmente el victimismo heredado, y confía en que un régimen de libertad y de igualdad de oportunidades acabe haciendo que la paridad llegue por sí sola de forma justa, tomando como referencia a las líderes mundiales de nuestros días. Aunque cada vez son menos, no faltan las voces conservadoras que, por la TPyC del grupo, abogan por el retorno de la mujer al hogar familiar, piedra angular de su modelo social.
Como éstas, son muchas las cuestiones en las que la TPyC parece inspirar las posiciones de la izquierda política y la TCyD las de la derecha (política sanitaria, política penitenciaria, política cultural,…). De hecho, puede incluso apreciarse su presencia en la propia estructura y organización de los colectivos con las que se identifican: la derecha política ofrece por lo general estructuras organizativas mucho más verticales y jerárquicas, con mayor uniformidad en los criterios y un suelo electoral que le es fiel en mayor medida. La izquierda política, sin embargo, se caracteriza por amparar una pluralidad de movimientos, una especial atención a la heterogeneidad, a la heterodoxia, al respeto por la diversidad de opiniones, por peregrinas que parezcan. Su suelo electoral está fragmentado, suele ser sensiblemente menor y por lo general más crítico.
En definitiva, creo que el hecho de que estas tendencias del equilibrio Dobzhansky tengan una raigambre histórica e incluso biológica tan profunda es el motivo por el que el escenario político de nuestras democracias apenas pueda sustraerse de esa dicotomía izquierda-derecha, por mucho que culturalmente cada nación soberana se escore más hacia unas prácticas u otras según su circunstancia histórica, y por mucho que los contenidos del debate ideológico hayan podido intercambiarse entre posiciones según el paso del tiempo. Su equilibrio, además, resulta particularmente interesante desde el punto de vista de la supervivencia, pues ambas tendencias contribuyen por su lado a mejorar diferentes aspectos de nuestra capacidad adaptativa, a la par que se compensan pues ambas pueden degenerar si su presencia es excesiva.
Aunque el desgaste ideológico pueda tener que ver, probablemente por la virtud de este equilibrio entre tendencias (al menos a nivel ideológico), el centro es copado por la mayoría de la población, como sucede en España. Y en consecuencia es el espacio que toda formación desea ocupar en su competencia por el poder. Es, por así decirlo, la careta que todo el mundo quiere ponerse, pero que sólo existe como el producto de un equilibrio entre tendencias. La centralidad es más retórica que efectiva.
De forma que aquella hemiplejía moral de la que se quejaba Ortega y Gasset, si bien es una crítica comprensible en ciertos escenarios de extremismos enfrentados, difícilmente podrá abandonarnos. La sensibilidad de cada cual, enormemente determinada por su experiencia vital concreta, siempre se verá más o menos estimulada por cada una de estas tendencias según sea la cuestión. Aunque, por lo general, existirá una correlación razonablemente alta en nuestras opciones como para ubicarnos, aunque sea en la moderación, dentro del espectro ideológico. En suma, creo que quienes proclaman el fin del debate político sobre el eje político izquierda-derecha no deberían obviar la raigambre biológico-cultural que puede haberlo aquilatado en nuestra historia.
F. Quesada, Ciudad y Ciudadanía. Senderos contemporáneos de la Filosofía política.
F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre
P. Anderson, Los fines de la historia
S. Huntington, ¿Choque de civilizaciones?
J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas
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Buen trabajo. No lo había leído hasta ahora. Yo también le doy crédito a dicha correlación (las supuestas contradicciones son solo aparentes; buena parte de las ideas izquierdistas actuales no son tales, en mi opinión; por ejemplo, la fe en el «progreso» o la «unidad de España» serían de derechas). Hace no mucho hice y publiqué mi propio gráfico al respecto. Lo titulé «El gráfico de las utopías milenaristas», por si te pica la curiosidad 😉
Saludos!
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Antes de responder a vuestros comentarios, me ha llamado la atención este artículo que os comparto y que viene muy al hilo de toda esta serie de entradas:
Qué nos hace ser de derechas o de izquierdas
http://elpais.com/elpais/2015/12/15/ciencia/1450192747_482629.html
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No creo, Javier, que mi pregunta sea sorprendente. Si el eje «derechas» se articula preferentemente sobre la TCyD vs. la TPyC, parece obvio que la «extrema derecha» debería ser más partidaria de la «competencia» y menos de la «conservación» que el «centro-derecha».
Si resulta que el «centro-derecha», que se asocia con el «centro-izquierda» contra la «extrema-derecha», es más liberal y menos conservador que la «extrema-derecha», todo el esquema conceptual que planteas se viene abajo.
Soy consciente, y he leído tus entradas con atención, de que tu posición es bastante matizada. Pero no se puede matizar hasta el extremo de que tu planteamiento quede vacío de contenido.
Hace algún tiempo que vengo sosteniendo que los esquemas conceptuales en que se mueve la política en los países occidentales son meros simulacros. No guardan realmente correlación con realidades sociopolíticas. Por tanto, cualquier planteamiento doctrinario resulta ser bastante endeble. Precisamente la Filosofía Política sirve para desenmascarar esos simulacros, no para quedar prendidos en las redes de imaginarios interesados.
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Jesús, me sorprende tu pregunta. Es evidente que un eje no es un muro: existen gradientes en el eje izquierda-derecha, y de ahí que se hable comúnmente de extrema izquierda y de extrema derecha, o de centro-izquierda y centro-derecha. Sostengo, precisamente, que esos grados son potenciados por el efecto de una mayor presencia, fundamentalmente aunque no sólo, de la tendencia al fomento de la competición y el dominio o la tendencia al fomento de la protección y la conservación de los individuos.
En este caso, es obvio que el partido socialista francés antepuso el mal menor del voto a la derecha con tal de que no ganase la extrema derecha. Aunque sean sus oponentes habituales, la moderación aproxima posiciones a lo largo de ese eje: pero sigo sosteniendo que la inspiración que late tras de cada aproximación a ese centro ideológico teórico es bien distinta.
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Por eso, Jesusmmorote, decía que las izquierdas en la actualidad al haber aceptado, y en muchos casos de buena gana, el mismo sistema socio-económico que defienden los neo-liberales acaban por no distinguirse de aquellos. Y no se distinguen porque acaban por aceptar la misma concepción del hombre y la misma concepción en torno al mundo de los valores. Con lo cual acaban por defender únicamente valores instrumentales. Eso sí, acaban cometiendo una perversión. Se ha colocado al valor monetario (valor instrumental) como el fin de los valores, es decir, se ha convertido un valor instrumental en un valor final.
Algunos pensarán que aquellos que defienden el estado del bienestar no han caído en esa tupida red. Pero es que ello no es así. Porque cuando se habla de bienestar se está hablando de bienestar material. En realidad, y para ser precisos, habría que denominarlo estado del bienestar material. El estado del bienestar material consiste en tener más y más. Y claro, eso es precisamente lo que ha llevado al estado del bienestar material al borde del abismo y al borde de la quiebra.
Una localidad de tres mil habitantes quiere tener su hospital, su polideportivo, su estación de AVE, su aeropuerto…..porque de no ser así, y al parecer, entonces no formaría parte de ese tan cacareado estado del bienestar material. En definitiva, un auténtico disparate. Dentro de poco saldrá algún partido solicitando que se incluya en la Constitución el derecho que tiene todo ciudadano a no morir.
Y qué ocurre con esas nuevas izquierdas tan en alza en esta época de crisis. Su única receta para salir del atolladero en el que nos encontramos es recurrir a fórmulas pasadas que ya sabemos que no han funcionado y que acaban por anular al ser humano. Y qué pasa con esas nuevas derechas tan en alza en esta época de crisis. Pues que consideran que con aplicar un toque o una capa de barniz las cosas se acabarán por solucionar. Y lo que ocurrirá es que antes o después esa capa de barniz acabará por ceder. Y al desprenderse dejará nuevamente al aire el verdadero núcleo esencial del problema. Es decir, la idea del hombre que se defiende y la consideración que se posee en torno al mundo de los valores.
Se habla de que hay que realizar un gran pacto por la educación y que hay que educar en valores. Lo que todavía no he escuchado es qué idea del hombre se desea defender y qué concepción en torno al mundo de los valores se desea defender. Porque si los dirigentes políticos no saben que para solucionar los problemas hay que ir a la raíz de los mismos entonces no sé cómo van a solucionarlos. A mi me gustaría saber cuántos dirigentes, asesores y votantes de un partido saben la idea del hombre que están defendiendo al votar a las diferentes opciones políticas y qué concepción de los valores están defendiendo.
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Estoy de acuerdo contigo, Elías, en que las sedicentes izquierdas y derechas están más unidas de lo que se cree. Pero, entonces, ¿a qué utilizar dos denominaciones para dos cosas que, en el fondo, son una práctica unidad?
Por eso me gustaría también que Javier me aclarara algo. El domingo se celebró la segunda vuelta en las elecciones regionales y locales en Francia. Ha sido llamativo el caso de la región Provenza-Alpes-Costa Azul. Ha ganado Estrosi, una vez que los socialistas se han retirado, arrebatando la victoria a Marion Maréchal-Le Pen.
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/12/13/actualidad/1450005908_100806.html?rel=cx_articulo#cxrecs_s
¿Quién era en esta segunda vuelta la derecha y quién la izquierda? ¿A quién hay que atribuir una TCyD y a quién una TPyC? Porque si un análisis político no sirve para encuadrar conceptualmente ciertas realidades, a lo mejor es que es políticamente inservible.
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Lo que quería decir con el mensaje anterior es que es posible construir una sociedad en la que los valores no se queden recluidos en el ámbito de lo privado por considerarlos meramente subjetivos, es decir, irracionales. Y creo que en este punto tanto las derechas como las izquierdas están equivocadas.
Una teoría constructivista no relega los valores al ámbito de lo privado por la sencilla razón de que no los considera meramente subjetivos. Los valores, y al poseer su propia racionalidad, podrían ser defendidos por el estado y por la sociedad. Europa podría defender sus propios valores frente al resto de sociedades. Pero no mediante una concepción subjetivismo de los valores que no lo permite ni tampoco mediante una concepción objetivista ya periclitada sino mediante una determinada concepción constructuvista de los valores.
Tanto Rawls como Habermas han incorporado en sus esquemas el valor de lo religioso. Pero creo que lo han hecho de forma equivocado y además de forma contradictoria con sus propios postulados. Y ello se debe a que se siguen moviendo en una concepción subjetivista de los valores. Ellos siguen considerando los valores, y en este caso los religiosos, como meramente subjetivos. Y por tanto no se ve por qué habría que incorporarlos a sus sistemas cuando partieron de la base de que los valores religiosos eran irracionales. Esto hace que al incorporar los valores religiosos sus sistemas hagan agua por todas partes. En realidad son constructivistas procedimentales. No consideran a los valores religiosos, ni a los demás, como valores intrínsecos sino como valores instrumentales. Y los religiosos en sus sistemas serían otro de los tantos valores instrumentales.
Sé que me estoy saliendo del tema pero lo que quiero resaltar es que las derechas y las izquierdas están más unidas de lo que se cree. El problema de fondo no es tanto el contenido de los valores que defienden, o dicen defender, tanto unos como otros, sino la teoría filosófica que defienden en torno a los valores. Y creo que en este punto tanto unos como otros están errados.
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Una cuestión son los valores y otras los deberes. Los valores tienen carácter canónico, es decir, nos sirven como referentes, mientras que los deberes son deontológicos, por tanto, nos obliga a la realización de los valores. Lo moral consiste en la realización de valores.
En la actualidad se ha impuesto la teoría subjetivista de los valores frente a la teoría objetivista de los valores ya francamente, y afortunadamente, por su dogmatismo, periclitada.
La teoría subjetivista de los valores considera que éstos son irracionales, y por tanto, no cabe discusión sobre ellos. Y por ello los reduce al ámbito de lo privado. Se acepta el pluralismo axiológico. Pero por considerarlos irracionales se los envía al ámbito de lo privado. De ahí que el estado tiene que ser absolutamente, o al menos pretendidamente, neutral en el ámbito de los valores. De ahí la desvalorización de los valores en la época actual.
Todo esto podría ser superado aceptando una teoría constructivista de los valores. Los valores no son objetivos ni meramente subjetivos sino que se construyen. Y se construyen mediante una razón dialéctica. Pero no es ello lo que ahora quiero recalcar.
Personalmente creo que la derecha en España, y disculpen la generalización, sigue instalado en una concepción objetivista de los valores. Y de ahí que puedan ser considerado como tradicionalistas, es decir, dogmáticos. Pero es que a la izquierda le ocurre lo mismo aunque de forma diferente. Y en ese sentido creo que hay que achacarles cierta hipocresía.
Y creo que hay que achacarles cierta hipocresía porque dicen aceptar el pluralismo axiológico en la creencia de que la teoría subjetivista es la que mejor describe el mundo de los valores pero en el fondo lo que pretenden es sustituir unos valores por “sus” valores. Y en el fondo, y lo digan o no, lo hacen porque se siguen moviendo en una concepción objetivista de los valores que les lleva a considerar que en realidad “sus” valores los son porque en realidad esos valores suyos son los valores objetivos.
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Precisamente, Javier, la discrepancia más de fondo que opongo a tus tesis es la diferente forma en que, en lo que respecta al hombre, aunque animal, pero dotado de lenguaje, hay que analizar las relaciones e interacciones individuo-grupo, o individuo-especie. Eso hace del hombre un animal sumamente peculiar y, por tanto, poco afectado, hoy en día, por tendencias biológico-evolutivas.
Opondré estos reparos como comentario a la primera de tus entradas, en la que me parece que estableces el marco general de tus hipótesis y en la que encaja mejor esa crítica global por mi parte.
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En realidad, Jesusmmorote, y si me lees bien, jamás asocié nada a nadie. Simplemente me limité a decir cuál era la causa, equivocada o no, de la desorientación de las izquierdas y qué deberían de hacer para superarla, a saber, postular una nueva teoría socio-económica. Por tanto, y francamente, no sé de dónde sacas esa asociación que me atribuyes.
En cualquier caso ahora sí que me pronunciaré. Lo que diferencia a las izquierdas y a las derechas es la idea del hombre. Por poseer diferentes ideas del hombre proponen( o proponían) sistemas socio-económicos y valores diferentes. Así como la “derecha” actual se apoya prácticamente en una sola dimensión humana como es la de la libertad las izquierdas se apoyaron prácticamente , e igualmente, en una única dimensión humana como era la de la igualdad. Unos primaron la dimensión individual mientras otros la social. Para unos primó el individualismo por encima de la sociedad y para otros la sociedad por encima de los individuos. Y claro, así les fue a unos y así les va a otros. Sí, la muerte de estos últimos será más larga en el tiempo pero su agonía también.
Francamente, no creo que la sociedad norcoreana, la de la china comunista o la de la antigua unión soviética fueran sociedades fundadas en la competición y en el riesgo. Las sociedades comunistas eran sociedades estáticas porque en realidad no había individuos. Lo único que importaba era el concepto abstracto de sociedad. Las sociedades capitalistas en realidad no son formalmente sociedades, ni estáticas ni dinámicas, porque lo que se prima es el factor individual. En puridad, y en un sistema comunista, el hombre no es dinámico ni conservador sino que dicho hombre está simplemente anulado. Para las sociedades comunistas no existe el individuo.
Y en puridad, y en las sociedades capitalistas, el individuo es progresista y conservador. Es progresista en el sentido de disponer de todos los medio para alcanzar sus objetivos. Y es conservador a la hora de repartir lo conseguido. Y lo es porque no cree en la sociedad y por tanto se cree en el derecho de conservar todo aquello que ha conseguido con “su” arrojo, con “su” competición y con “su” riesgo. Simplemente conserva lo que ha conseguido porque no se cree en la obligación de tener que repartir nada a la sociedad porque simplemente para éste aquella no existe. Para estos simplemente la sociedad como el estado es una mera ficción o una abstracción vacía de todo contenido.
En resumen, las sociedades comunistas son estáticas porque los individuos están anulados mientras que las sociedades capitalistas no existen como tales sociedades ya que lo único que prima es el individuo competitivo que conserva lo que el considera que ha ganado en buena lid.
No creo que lo único que pueden hacer las izquierdas sea volver al gremialismo y al corporativismo. Al menos no como se hizo en el pasado porque ya sabemos como acabó todo aquello. Lo que tendrían que hacer tanto las izquierdas como todos aquellos que no se encuentren cómodos en un sistema que lo devora absolutamente todo es pensar un nuevo sistema. Claro, pensar un nuevo sistema no es algo que se piense y que se ponga en práctica en 5 minutos. Lleva su tiempo. Su tiempo histórico. Para los que se encuentran cómodos en este sistema que lo devora todo no hace falta decir que no tienen que hacer nada de nada.
El hombre es una unidad psico-orgánica que posee tres dimensiones: individual, social, histórica. Y todo aquella teoría socio-económica o política que no tenga en cuenta estas tres dimensiones acabará fracasando. En la comunista primó tan solo una de ellas como fue la social y acabó fracasando mientras que en el capitalismo prima una de ellas como es la individual y también está fracasando. De aquel lema: igualdad, libertad y fraternidad ya se han experimentado con la igualdad ( comunismo) y con la libertad ( capitalismo). Quizá ya sea hora de poner en práctica esa última, que englobaría a los dos anteriores, como sería la de la fraternidad ¿Difícil? Sí ¿Imposible? Tal vez.
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Dices:
Si en algo se caracteriza ser de derechas es en ser “conservador” y, por tanto, de TPyC. Y si en algo se caracteriza ser de izquierdas es en ser progresista y, por tanto, tendente a la competición y el riesgo.
En el imaginario colectivo, ciertamente la derecha política tiene fuertes componentes de conservadurismo. Y es cierto que, como ya he explicado, el conservadurismo está relacionado con la TPyC, pero sobre el grupo como unidad de selección, no sobre cada individuo. Este matiz es importante. También hay un elemento de conservación grupal inherente a ciertas corrientes en la izquierda que ofrecen sus versiones más estatistas, al estilo del marxismo conservador y del colectivismo de ciertos tintes neófobos. Pero si algo caracteriza la izquierda que nos ha llegado es que éstas, además, se destacan en general por haberse alineado fuertemente con la tendencia a la protección y conservación de cada individuo, lo que desde un comienzo configuró especialmente a aquellas corrientes de la izquierda especialmente atentas a las libertades individuales en lo moral, para acabar abrazando a la izquierda progresista respetuosa también con las libertades individuales logradas por el liberalismo clásico, que configuró la que he llamado primera generación de la izquierda.
Por otra parte, como ya recogí en la segunda de las entradas de esta serie, creo que es difícilmente cuestionable que, en nuestro imaginario colectivo, la derecha política ha acabado alineando a conservadores y liberales porque fueron capaces de amalgamar sus respectivas cosmovisiones: la derecha política que hemos heredado suele ser así conservadora en lo moral, pero liberal en lo económico. Al menos desde el punto de vista ideológico: Otra cosa ciertamente es que haya muchos conservadores de boquilla que hacen en su alcoba lo que les da la real gana, usan las buenas tradiciones de cara a la galería, y pregonan un liberalismo que en realidad se restringe a ese capitalismo de amiguetes que sostiene oligopolios decimonónicos. Pero apenas existen ya conservadores sobre la libertad moral del individuo que además pregonen abiertamente prácticas económicas antiliberales de tipo estatista.
Admito que las posiciones entre conservadores y liberales suelen estar más diferenciadas en otros países, y que en España por su particular historia, se encuentran muy hermanadas, pues no ha habido en su historia una corriente de peso verdaderamente liberal. Pero me parece difícil negar que la imagen de derecha política que compartimos los ubica fuertemente alineados.
Por eso, he expresado explícitamente que no existe una correspondencia directa entre los pares TCyD-TPyC sobre los individuos y derecha-izquierda políticas. En buena medida porque existen tensiones TCyD-TPyC a nivel grupal que distorsionan esta correspondencia, llegando a emparejar en ciertas ocasiones a los conservadores de la izquierda y de la derecha. Pero en el mundo occidental contemporáneo tras la experiencia totalitaria en el que el individuo goza de tantos reconocimientos, es difícil no observar la alta correlación entre el par TCyD-TPyC sobre los individuos y la derecha e izquierda políticas.
Por otro lado dices:
Lo del “dominio” no parece un rasgo relevante; yo no llamaría “dominio” a lo que ejerce el león sobre la gacela. Y, si te refieres al dominio de la manada por el “macho dominante”, eso es más bien efecto de la intención de conservar el grupo que de la competencia. Puede que la competencia esté en el origen de la designación del “jefe” de la manada; pero, una vez designado el “jefe”, el mayor interés de este es que no exista competencia, sino conservación.
A mi modo de ver, en cierto sentido no hay excesiva diferencia entre lo que el león hace sobre la gacela o hace con el resto de aspirantes de la manada a ocupar su lugar. Existe una violencia ejercida por vencer al oponente en la pugna por la supervivencia, ya sea para sacar el provecho del alimento, ya sea para sacar provecho de las ventajas intragrupales (por ejemplo, el acceso a las mejores piezas de caza o la primacía en la reproducción sexual). La tendencia a la protección del grupo, efectivamente consolida y en cierto modo canaliza la competencia por la cúspide, porque una vez establecida le otorga estabilidad y mayor seguridad a todo el grupo, restando el peligro de que pudiera sucumbir ante luchas internas. Pero no altera el «interés» de dominio.
Y es que hablar como haces del “interés del jefe” en el ámbito animal sólo puede hacerse en sentido figurado: en realidad, la competencia y el dominio están emparentados porque el individuo en la cúspide de la manada está en permanente alerta para entrar en competencia cuando su dominio sea cuestionado. Sólo ciertos y reducidos comportamientos grupales protegen de forma altruista a sus miembros más débiles, como he citado. Pero creo que es poco realista imaginar al macho dominante entregando su vida por proteger al grupo. Su instinto es el del combate y es conservador sólo en lo que se refiere a su propia posición, como individuo. Otra cosa es que, de ello, el grupo saque ventajas y así lo acepte y consienta el dominio, configurando un “conservadurismo” grupal.
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Más allá de otras discrepancias de más calado, de las que me ocuparé en otro momento, relativas a lo problemático de trasladar esquemas y conceptos biológicos al ámbito social, creo, Javier, que hay un grave error de partida en tu planteamiento. Y creo que también en el de Elías en su comentario.
Parece evidente que ambos asociáis, a grandes rasgos, «la tendencia a la competición y al dominio (TCyD)» a la línea política calificada de derechas y «la tendencia a la protección y a la conservación (TPyC)» a la línea política que se suele entender como de izquierdas.
Yo creo que eso es radicalmente falso. Si por algo se caracteriza ser de derechas es por ser «conservador» y, por tanto, de TPyC. Y si por algo se caracteriza ser de izquierdas es por ser progresista y, por tanto, tendente a la competición y el riesgo, que es lo mismo que decir al cambio y no al estancamiento de lo seguro y conservador. Lo del «dominio» no parece un rasgo relevante; yo no llamaría «dominio» a lo que ejerce el león sobre la gacela. Y, si te refieres al dominio de la manada por el «macho dominante», eso es más bien efecto de la intención de conservar el grupo que de la competencia. Puede que la competencia esté en el momento de la designación del «jefe» de la manada; pero, una vez designado el «jefe», el mayor interés de este y de su manada es que no exista competencia, sino conservación; el dominio se ejerce en pro de la conservación, nunca del cambio.
El problema ideológico de lo que hoy se llama izquierda (que no es sino uno de los dos polos que escenifican el juego de simulacros que intenta mantener en el imaginario social la alternancia de ideologías, ocultando la verdadera ideología única) es que tiene que ser progresista pero tiene, a la vez, que conservar el statu quo, cosa que es manifiestamente imposible. En su versión moderna el izquierdismo se nutre de las doctrinas de Marx. Y Marx era un conservador: él mismo identificó muy bien el malestar de las clases medias ante la industrialización que las estaba proletarizando a pasos agigantados. También identificó muy bien que el mal del capitalismo es su tendencia a la monopolización (huyendo así del mercado y de la competencia). Y aunque Marx demonizó a los «pequeños burgueses», burgueses en trance de proletarización que, como reacción, se amparaban en la tradición y pedían una vuelta al gremialismo, lo cierto es que los actuales marxistas en las sociedades occidentales son, paradigmáticamente, los más claros ejemplos de pequeños burgueses que se pueda uno imaginar. Enormemente conservadores, lo que, más allá de simulacros, imaginarios, etc. hace que el programa económico del Frente Nacional en Francia y de Podemos o Izquierda Unida en España sean extraordinariamente parecidos en sus propuestas. Como, por otro lado, lo eran los programas fascista y nacional-socialista a los de los socialistas y comunistas de los años 1930; no había peor enemigo para todos ellos que lo que llamaban la «plutocracia» dominante en los países occidentales.
Lo único que podrían hacer las «izquierdas» a que se refiere Elías sería volver al gremialismo y al corporativismo; empeño, por cierto, en el que las acompaña el Papa. Pura tendencia a la conservación y a la protección. Es decir, puro tradicionalismo.
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El problema que yo veo en el debate actual entre “derechas” e “izquierdas” es que estas últimas se han quedado sin un referente teórico socio-económico tras la caída del bloque soviético. Es decir, se ha impuesto el modelo capitalista. Es más, muchas izquierdas han abrazado sin ningún tipo de pudor ese modelo capitalista.
Con lo cual, y en la actualidad, las “izquierdas” han tenido que elegir como referente para ser distinguida de las “derechas”, no ya un modelo socio-económico, sino únicamente una serie de valores culturales o intrínsecos.
La encrucijada en la que se encuentran las “izquierdas” es en cómo poder llevar a cabo estos valores culturales o valores intrínsecos al margen del modelo económico capitalista. Pues bien, el problema, y tal y como yo lo veo, es que ello no es posible. Es que no se pueden disociar los fines que se desean alcanzar de los medios para alcanzarlos. Como no se puede considerar que un sistema económico es aséptico en lo que respecta a los valores. Todo sistema económico, se sepa o no, o se quiera o no, lleva ya incorporado sus propios valores.
Lo que desean en la actualidad las “izquierdas” es intentar mezclar el agua con el acetite, construir un hierro de madera o conseguir la cuadratura del círculo. Y claro, ahí desgraciadamente está su problema.
Las “izquierdas”, y para poder triunfar verdaderamente, más allá de alcanzar un poder que no les permite lograr verdaderamente sus objetivos, tendrían que idear un nuevo sistema socio-económico que les permitiese alcanzar los fines que persigue. Y es ahí donde radica el problema, en qué modelo y en cómo articular un sistema socio-económico, para que sea éste una alternativa real al sistema económico vigente e imperante.
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