¿Somos libres?

Javier Jurado

¿Hay causas ocultas que determinan las acciones que creemos tomar libremente? Filosofía y Ciencia se han preguntado por ello de forma recurrente. La reciente traducción de un artículo de R. M. Chisholm en este blog nos volvía a traer a colación el central problema de la libertad y el yo, auténtica piedra angular de toda la ética, de multitud de sistemas filosóficos y sostén de muchas teorías sociológicas, políticas, etc. Aquí van algunas reflexiones al respecto, hoy por hoy algo desoladoras y sin duda cargadas de perplejidad.

Las ciencias, al acecho

Mucho se ha escrito sobre la libertad de nuestras acciones en los últimos tiempos. Los descubrimientos más recientes en los campos de la química, la biología, la psiquiatría, la neurología, la sociología y la psicología, todos alumbrados por la teoría sintética de la evolución, parecen ir poniendo en cuestión cada vez más la singularidad de las llamadas explicaciones intencionales que manejan las ciencias sociales, es decir, aquellas explicaciones que nos consideran sujetos autónomos cuyas acciones son producto de nuestras creencias, deseos y decisiones. El hecho de que estos elementos sean inobservables conjuga mal con la empresa científica, tal y como evidenció el fracaso del conductismo. Además, la libertad del yo supone una extraña excepción en medio del mundo causalmente determinado que la ciencia describe (sobre la indeterminación volveré más adelante).

La sospecha original sobre la libertad probablemente fue sembrada por la propia reflexión filosófica al menos desde el mecanicismo determinista del atomismo de Demócrito y Leucipo. Pero sin duda, el triunfo del mecanicismo moderno y el progreso científico a él aparejado la revitalizaron. El panteísmo de Spinoza alumbró la que se ha dado en llamar la «hipótesis monstruosa”: “los hombres se equivocan al creerse libres, opinión que obedece al solo hecho de que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas que las determinan. Y, por tanto, su idea de «libertad» se reduce al desconocimiento de las causas de sus acciones, pues todo eso que dicen de que las acciones humanas dependen de la voluntad son palabras, sin idea alguna que les corresponda”. Desde entonces, los hitos filosóficos se sucedieron contra la libertad como facultad del sujeto, haciendo crítica de éste ya en Locke y sobre todo en Hume que lo consideraba mero haz de representaciones. El yo se deslavazó como agregación de pulsiones en Nietzsche, fue fragmentado en niveles de consciencia en Freud, se hizo pieza del engranaje histórico en el materialismo marxista más frío, se hizo mero instrumento en los modelos estructuralistas e incluso conoció la muerte como autor en el discurso postmoderno de los Foucault y compañía, a pesar de los densos esfuerzos ontológicos de Sartre y la cercanía fenomenológica de Ortega y Gasset por mantener su radical libertad a flote.

Las ciencias en nuestros días han seguido empujando en la misma línea, con la neurociencia a la cabeza, cuestionando la entidad de la consciencia y del yo más allá de las redes neuronales, y desde luego su libertad. Algunos ejemplos recientes son los del estudio de Libet, que registró actividad cerebral varios cientos de milisegundos antes de que las personas expresaran su intención consciente de moverse. O aquel primer estudio de Dylan Haynes que modernizó el de Libet y llegó a predecir con una exactitud del 60% de las veces qué elegirían los participantes. Un segundo estudio de Haynes concluyó que las intenciones motoras eran codificadas en la corteza frontopolar hasta siete segundos antes de que los participantes fueran conscientes de sus decisiones. Por su parte, Itzhak Fried mejoró su capacidad de predicción hasta más del 90% de precisión, analizando la acumulación de actividad neuronal por encima de cierto umbral sobre individuos monitorizados con electrodos. En esta línea, el año pasado (2014) un estudio realizado por el Center for Mind and Brain de la Universidad de California y publicado en Journal of Cognitive Neuroscience apuntó a que la ilusión del libre albedrío podría provenir de ruido del cerebro.

Las ciencias, en definitiva, llevan décadas al acecho cuestionando la libertad humana e incluso la identidad del yo como sujeto de acción libre.

Deseos, creencias y deliberación

Hay que tomarse todo esto con cautela, pues por un lado es posible que estemos siendo presos de tendencias postmodernas disolutivas del yo y de su responsabilidad, un tanto de moda; y por otro, no puede obviarse que toda tesis científica es provisional, siempre susceptible de ser falsada. Sin embargo, desde un punto de vista fenomenológico y acaso existencial sobre nuestras más íntimas e inmediatas percepciones acerca de nuestra propia libertad e identidad, sin desprendernos del sano escepticismo crítico inherente a cualquier análisis filosófico, resulta difícil no seguir en la sospecha.

Por lo general, decimos que las acciones que emprendemos son producto de nuestra libre decisión a partir de nuestros deseos y creencias. Pero ¿qué son nuestros deseos? ¿A qué obedecen? ¿Acaso no será que nos determinan en un juego de fuerzas tan sutilmente equilibrado que nos hace creer que optamos entre ellos libremente? La investigación actual asume que las diferentes personalidades de los individuos, como una de las fuentes de nuestros deseos y su jerarquía, son una adaptación evolutiva. Incluso las variaciones no adaptativas serían un epifenómeno del proceso de especialización cognitivo. Es decir, que la especie aumenta sus posibilidades de supervivencia si retiene cierta reserva de variabilidad en las personalidades de sus miembros. ¿Somos pues dueños de esos deseos? ¿O más bien nos eligen? ¿No somos más bien esos mismos deseos – cúmulo equilibradamente desordenado de impulsos determinados? ¿En qué más difieren nuestras preferencias de las del perro, al margen de su mayor complejidad? ¿No podría incluso decirse que el tiempo prefiere sacar a pasear al sol en verano y a la lluvia en otoño? ¿Qué son las “preferencias” o “deseos” sino conscientes regularidades por la que nos decantamos acaso de forma tan caóticamente determinista como el clima?  Aquí es donde Schopenhauer se plantea que podemos hacer lo que queremos, pero no podemos querer lo que queremos.

Por otra parte, se argumenta que para considerarnos libres lo auténticamente importante es que somos conscientes de la finalidad y de las razones que nos permiten tomar la decisión, como defiende P. F. Strawson. Esta es la íntima e inmediata experiencia de deliberación que somos tan reacios a descomponer en términos de una pura cadena causal de factores que apenas podemos intuir, y que sin embargo disciplinas como la neurociencia están desmenuzando. De nuevo, la tesis de Spinoza: ¿No será esta combinación de consciencia e ignorancia la clave para comprender la persistencia de la idea de libertad?

En el proceso consciente de “deliberación” contemplamos varias posibles líneas de acción que evaluamos en función de sus consecuencias que creemos conocer, optando entre ellas sin sentir que estemos necesariamente determinados en ello. Pero ¿hasta qué punto podemos decir que interpretamos objetivamente esas posibilidades, y que en nuestra consciencia no está simplemente aflorando el embate entre pulsiones o apetitos que nos subyace bajo el ropaje de razonamientos? Ya decía Unamuno que “la razón construye sobre irracionalidades”. ¿Quién podría sostener hoy que conocemos objetivamente posibilidades y resultados dentro de la información disponible sin ningún tipo de sesgo determinante? Se podrá argumentar que el contraste con la realidad ha ido puliendo nuestra objetividad posible, porque quienes se dejan llevar sólo por sus deseos suelen fracasar frente a quienes se atienen más a la realidad. Pero, aun en ese caso, ¿no habrían sido seleccionados estos mismos “deseos”, para formar agregados de los mismos que fueran perdurables, es decir, adaptativos? Las personas seríamos así razonables agregados de deseos con suficiente plasticidad para expresarse según la circunstancia. La consciencia, el escaparate al que sale este guión preestablecido.

Por otra parte, se ha argumentado que a diferencia del animal sometido a su impulso, el hombre es libre porque su comportamiento es racional. Pero ¿es libre la elección racional? Las ciencias sociales han tratado de construir su regularidad apoyándose en el principio de racionalidad, o principio cero de las ciencias sociales, como lo planteó Popper, para ser capaces de inferir actos a partir de deseos y creencias. El carácter paradójicamente infalsable de este principio – que siempre puede acomodarse modificando las creencias y deseos que atribuimos al sujeto a posteriori de la acción – acaba aparcando en cualquier caso a la libertad: Si planteásemos el escenario en el que el sujeto no eligiera lo más adecuado aun sabiendo que lo es, como prueba de que actúa libremente, sería entonces porque habría “evaluado” de forma diferente que lo más adecuado es no hacerlo para demostrar tal cosa, modificando por tanto lo que es “objetivamente mejor”. Blanco móvil: del sujeto siempre puede decirse que ha sido racional, del mismo modo que puede decirse que ha sido libre, encerrados en una tautología poco significativa.

¿Qué hay realmente en el trasfondo de este discurso sobre sujetos que actúan con arreglo a sus deseos y creencias? La ciencia apunta a un mecanismo adaptativamente útil conocido como la folk psychology, o psicología del sentido comúnEsta simplificación, como muestra J. Mundó, sería un ejemplo de las muchas que permiten a nuestro cerebro economizar esfuerzos y asimilar e interpretar la desbordante e hipercompleja información que recibimos para nuestra supervivencia. La generación de endorfinas y otros neurotransmisores que causan cierto placer para premiar aquellas simplificaciones evolutivamente adaptativas lo afianzaría. Hablar de sujetos, deseos y creencias sería el resultado útil de nuestro desarrollo psicológico como especie en un asunto tan relevante para la supervivencia: ser capaces de predecir el comportamiento ajeno.

Quizá, en la práctica resulte técnicamente imposible lograr nada mejor que esta psicología instintiva para ser capaces de gestionar e interpretar la enorme complejidad de variables que determinarían nuestro comportamiento. El homo sapiens seguiría siendo en última instancia imprevisible para el homo sapiens. Pero ello no prueba que éste sea realmente libre. Más bien, al contrario, las explicaciones causalmente deterministas siguen ampliando los horizontes de la ciencia afianzando la tesis de que nuestra libertad es una ilusión. Pero, ¿y si la ciencia hubiera encontrado un límite para interpretar el mundo en términos puramente causales?

La mecánica cuántica y el clinamen

Han sido muchos los que se han aferrado al fenómeno de la mecánica cuántica y su radical incertidumbre para intentar hacer frente al todopoderoso avance del determinismo reduccionista. Aunque pueda resultar altamente especulativo, no son pocos los que se han preguntado si la incertidumbre inherente a la mecánica cuántica podría, de alguna forma, albergar aquel clinamen de EpicuroLucrecio, ese último refugio para nuestra libertad que desviase espontánea e inexplicablemente la predecible trayectoria de los átomos. Sobre estos planteamientos se han venido pronunciando multitud de científicos y filósofos sin unanimidad (Eddignton, Böhr, Schrödinger, Penrose, Hodgson, Denett, Hawking,…), en ocasiones con planteamientos de enorme laxitud y escasa rigurosidad para con las teorías científicas.

A grandes rasgos, la primera objeción probablemente sería que los fenómenos macroscópicos son deterministas puesto que los efectos de la incertidumbre cuántica se encuentran confinados y son imperceptibles a su nivel. Pero, ¿puede afirmarse con rotundidad esta autocancelación a nivel macroscópico de las indeterminaciones cuánticas? Algunos como Denett rechazan los intentos por reinterpretar en términos de la mecánica cuántica tesis como las de Kant y Schopenhauer porque una voluntad libre alojada en el espacio nouménico-cuántico se hallaría radicalmente separada del mundo fenoménico-macroscópico, dicho con brocha gorda. Quienes, sin embargo, han querido mantener una puerta abierta por esta vía para congeniar el fisicalismo determinista con la libertad, se afanan en postular una posible conexión que provocase que en el mar de cadenas causales pudieran surgir fracturas indeterminadas. Para Hodgson a la dicotomía determinismo o azar, que titula como el error de Hume, se le puede proponer una tercera vía en la que el indeterminismo local y la no-localidad causal de la mecánica cuántica puedan contemplar elecciones humanas que no sean determinadas pero tampoco azarosas, apoyándose en la existencia de fenómenos cuánticos en nuestro cerebro.

No obstante, aun cuando ubicásemos esa suerte de voluntad libre tras del comportamiento azaroso del mundo cuántico, ello no socavaría la estructura determinista de la realidad. ¿No sería el determinismo más bien un prerrequisito, como argumentó Hume, para la propia evaluación moral? Pues si las causas últimas de la acción libre son puramente azarosas, no puede exigírsenos responsabilidad alguna. Y si dicha acción está determinada, tampoco. Sólo una ruptura de la cadena causal en la identidad cerrada y oscura de un yo, origen de la acción, podría habilitar el juicio ético. Necesitados entonces de la estructura causal para comprender el mundo, nos asomamos de nuevo al problema del encadenamiento ad infinitum de las causas, de aquella Gran cadena del Ser de Leibniz, que quizá provoca nuestra pregunta por el sentido del mundo, y que si se rechaza como infinita sólo se rompe, como Aristóteles, acudiendo a un Primer Motor, o a un yo en el caso de la acción libre. Pero apelar a una noción irreductible del yo como salvavidas de la libertad ¿puede persuadirnos más allá de lo que la ciencia nos muestra como lo más verosímil a la luz de sus avances?

Análisis y lenguaje

El problema podría ser irresoluble, sin embargo, simplemente porque estaría mal formulado, tratando de unir juegos del lenguaje inconmensurables. Por un lado, si se mira con detenimiento, no deja de resultar paradójico que la munición de ese ataque de las ciencias a la idea de libertad pudiera provenir de la propia experiencia de ser agentes, es decir, de ser conscientes de nuestra libertad, como apuntaba Chisholm al hablar de causalidad inmanente y causalidad transitiva. Así, no son pocos los autores contemporáneos, como P. F. Strawson, que insisten en que esa experiencia de ser agentes sería el fundamento desde el que hemos construido el principio de causalidad que vertebra la ciencia, como ya conté en esta entrada sobre el sentido de la realidad. Paradójicamente, la indefinida extensión del reino de la causalidad habría acabado acorralando a nuestra propia experiencia de libertad. Por eso, cuando la ciencia cuestiona nuestro sentimiento de libertad contraatacamos observando la contingencia del propio principio de causalidad que la sustenta: ¿no surgió de la propia “experiencia de ser agentes”? Y entonces ¿con qué legitimidad viene ahora a cuestionar esa experiencia como ficticia? La circularidad parece patente. Pero ésta podría no ser sino la de nuestro propio lenguaje, causalmente articulado y forzado a encadenamientos infinitos de «¿por qué?». Parece que, como le aconteciera a Wittgenstein al pronunciarse sobre la ética o la religión, estaríamos así palpando por dentro los barrotes de la jaula de nuestro propio lenguaje. Y sin embargo, quizá “este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado”.

Por eso, intentando conciliar libertad con determinismo, al recalar en el problema de la identidad, la discusión pudiera ser también irresoluble porque la libertad es una noción en el orden en el que la identidad del individuo está clara, y el determinismo ha proseguido en un nivel en el que ha venido a descomponer tal identidad, de forma que sendos juegos del lenguaje podrían no llegar nunca a cruzarse. Así lo planteaba el genial Locke“¿Cuándo el albedrío de un hombre es libre o no lo es? La pregunta en sí es impropia y es insignificante preguntar si un hombre será libre, así como preguntar si su sueño será rápido, o si su virtud cuadrada: la libertad no es muy aplicable al albedrío, así como la rapidez del movimiento a un sueño, o el ser cuadrado a la virtud. Cada uno puede reírse de lo absurdo de esa pregunta o de cualquiera de las anteriores: porque es obvio que las modificaciones en el movimiento no pertenecen al sueño, ni la virtud depende de su figura; y cuando alguien lo considera, creo que su albedrío percibirá que la libertad, que es un poder, pertenece únicamente a los agentes y no puede atribuir o modificar el albedrío, que también es únicamente un poder”.

Por otro lado, como comentaba acerca de la folk psychology, las estructuras cognitivas y lingüísticas que nos permiten simplificar la apabullante e hipercompleja realidad se desmenuzan fácilmente en cuanto intentamos analizarlas en profundidad, encontrando al fondo un carácter pragmático e intersubjetivo. Ni siquiera la apelación a los datos puros es posible, pues como lugar común en filosofía de la ciencia, manejar un lenguaje puramente observacional, ajeno a la teoría y por tanto al prejuicio, no es factible, tal y como ha defendido Hanson. Por eso, evolucionen como evolucionen en su contraste con la refutación empírica, los conceptos ya sean científicos, metafísicos o del sentido común, acaban tarde o temprano enfrentándose a la conocida paradoja de sorites, también conocida como la paradoja del montón, atribuida a Eubulides de Megara (s. IV a.C.): ¿En qué momento un montón de arena deja de serlo cuando se le van quitando granos?

Observando el yo como montón, el problema no sería distinto, y nos introduce de lleno en el mundo de la filosofía de la mente y, desde el giro lingüístico, en la filosofía del lenguaje: ¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos del sujeto, del yo, del agente que se pretende libre? ¿quedan los deseos y las creencias fuera o dentro de su delimitación? ¿Y a través de qué interfaz se relacionaría con el mundo, superado el dualismo pitagórico-platónico que reformuló Descartes apañándose con su glándula pineal? Las oscuras apelaciones a la superveniencia y los intentos de las teorías emergentistas por reconciliar un nivel mental irreductible al físico no recuerdan sino a los discursos que tratan de ocultar bajo una misteriosa capa el puro desconocimiento de los mecanismos que le subyacen para la determinación de los fenómenos. Spinoza, reloaded.

En cualquier caso ninguno de estos intentos parece poder sustraerse a la pragmática del lenguaje, que fija el mínimo afirmable sobre nuestra identidad en una mera convención intersubjetiva. El significado del «yo» no sería sino el conjunto de las descripciones con las que podemos identificar esa palabra, estructuralmente unidas por relaciones jerárquicas, como en el modelo de racimo (cluster) del que hablaba Wittgenstein, quien incluso en 1929 había llegado a vaciarla de tal contenido que decía que “La palabra “yo” pertenece a aquellas palabras que se pueden eliminar del lenguaje”. Parece, pues que el yo no sería sino un constructo social con el que reunimos una serie de características que perduran hasta cierto punto unidas en el tiempo, en un proceso de autoconstrucción y autodestrucción. La correspondencia de ese individuo libre que concebimos con una suerte de entidad realmente libre es un misterio, aunque por lo visto, poco verosímil. Del mismo modo, de la libertad acaso sólo podamos decir que es un agregado estructurado de las convenciones que hemos dispuesto para considerar que un sujeto es libre: estar determinado por causas que nos sean básicamente desconocidas, como hace cuatro siglos ya apuntaba Spinoza, lo cual puede formalmente no ser muy distinto de decir que un sujeto es libre cuando actúa conforme a sus creencias y deseos encadenadas “sólo por la razón, como decía el filósofo neerlandés. Lo cual, por cierto, no es poco.

Seguiremos recurriendo a esta vía intuitiva en nuestro día a día hablando sobre nuestras acciones condicionadas pero en última instancia libres intuyendo, no obstante, que lo más verosímil hoy por hoy es que no sean más que un simulacro reductible a explicaciones causalmente deterministas que, quizá, nunca lleguen.

Puntos de apoyo

B. Spinoza, «Ética demostrada según el orden geométrico»

P. F. Strawson, «Análisis y Metafísica»

J. Mundó: «Filosofía, ciencia social y cognición humana: de la folk psychology a la psicología evolucionaria»

L. Wittgenstein, L., «Conferencia sobre ética»

J. Locke: «Compendio del Ensayo sobre el entendimiento humano»

D. Hodgson: «The mind matters»

23 comentarios en “¿Somos libres?

  1. Anónimo

    Me pides una respuesta a esta entrada como respuesta a mi comentario sobre el libro de Mitchell en la página de lecturas de Pablo Malo. Dejo que te responda el propio Mitchell (en las cuatro entradas de su blog donde critica el libro de Sapolsky).

    http://www.wiringthebrain.com/2024/01/undetermined-response-to-robert_22.html (y anteriores).

    Como verás, el indeterminismo solo es una de las condiciones de posibilidad de la libertad. Las otras son el emergentismo fuerte y la causación descendente.

    Tengo muchas objeciones al texto de esta entrada, pero no me apetece discutir con una persona que tiene fe en un determinismo reducccionista y mecanicista. Los argumentos para desmontar esa fe decimonónica están a tu disposición (empezando por los escritos que enlazo).

    Buenos días.

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  4. Despree

    La libertad es la sinergia que causa toda creación, pues necesita un espacio nuevo para desarrollarse. Cada nueva creación lleva asociada una parte de libertad, que permanece con lo creado.
    Todo lo que es fuera de lo común es libre, pero la libertad no podría sostenerse sin ciertas reglas impuestas por el sentido común

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  7. Miguel

    Nico: ¿La libertad es una ilusión?
    Creo que te precipitas en tu conclusión. O eres libre o no lo eres, pero eso no tiene nada que ver con que la libertad sea una ilusión. Estoy hablando de libertad psicológica, evidentemente. Físicamente no podemos ser libres: tenemos que respirar, que alimentarnos… etcétera. Pero, ¿podemos ser libres de nuestros condicionamientos psicológicos?

    Respecto a la responsabilidad.
    Responsabilidad es la capacidad para responder ante una situación de una forma adecuada. Y cada uno actúa en cada momento con la máxima capacidad que ha venido adquiriendo.
    De aquí la ilegitimidad de que un ser humano juzgue a otro, ya que se le atribuye una responsabilidad prefijada por el entorno o por una persona individual y que evidentemente no ha cumplido. Esta responsabilidad prefijada es una ilusión, no es real

    Ahora, la cuestión sería: ¿cuál es la forma adecuada de actuar? Pues actuar siempre con tu máxima capacidad, usando todas tus energías en lo que estás haciendo. ¿Y si tenemos dos opciones que elegir y solo puedes hacer una? Pues, por ejemplo, si tienes la obligación de sacar al perro y de repente se incendia la casa del vecino, la opción del paseo del perro desaparece por completo. Una mente que elije entre dos opciones es una mente confusa. Ante una mente clara, todas las decisiones se vuelven como la del perro y el incendio: simplemente no hay elección.

    Luego, si entramos en lo que es correcto o incorrecto, entramos en el tema de la inteligencia, del «ser sensible a todo», que es algo al tiempo sencillo y complejo.

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  8. Nico

    Gracias por tu respuesta. Es complicado no extenderse, porque habría que matizar que entendemos por responsabilidad, y por libertad. Menudo berenjenal…

    ¿Somos libres de elegir nuestras opiniones? Partimos de que estamos condicionados por lo que somos, por nuestro yo. Ser «realmente libre» es inhumano, es una aspiración, pero nada más. Cuanto más libre se es más nos acercamos a un concepto de lo que es el ser humano, alejado del determinismo del resto de especies animales. Pero no hay olvidar que también hace falta que existan límites para que exista libertad, porque de otro modo perdería su sentido.

    Segun Bergson somos libres cuando nuestros actos provienen de nuestra personalidad, son fieles a ella, la expresan y la definen.

    Los condicionamientos se da por hecho que están ahí, aunque es evidente que hay distintos grados de condicionamiento. Entonces cada persona tiene su propio espacio de libertad.

    Por otro lado esta la responsabilidad entendida como ser dueño de los actos propios, ineludiblemente condicionados.

    Pero ¿para que recurrimos al concepto de responsabilidad?

    Desde el punto de vista de nuestra convivencia social, se tienen que trazar unas lineas que definan los límites de la responsabilidad. El derecho necesita a la filosofía para trazar esas líneas que siempre serán imperfectas, y tratarán de acercarse al ideal de justicia.
    Solo un juez «divino» podría decidir cual es el alcance exacto de la responsabilidad exigible a cada cual en base a sus condicionamientos.

    Del mismo modo, nosotros hacemos de jueces, cuando somos más benévolos con los actos que provienen de personas que no han tenido acceso al conocimiento, o que no han sido educados en base a unos valores morales.

    Mencionando a Platón: cuando alguien permite que la pasión le ciegue el juicio o fija su atención en lo bueno que puede tener lo malo, es responsable; y la falta de responsabilidad es ignorancia.

    No sé si he respondido a lo que planteas.

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  9. jajugon Autor

    Jesús, dices: «el “amaestramiento” posible de la especie supone, necesariamente, una plasticidad de la misma no reducible a mero conductismo físico-químico.»

    ¿Por qué? ¿La plasticidad del comportamiento de un mono amaestrado lo hace necesariamente libre? Insisto en que una cosa es que de hecho no haya sido reducido a explicaciones deterministas y otra que sea «necesariamente no reductible».

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  10. jajugon Autor

    Gracias por el comentario, Nico. Estaré encantado, y apuesto a que Jesús también, de aclarar cualquier punto de estos comentarios que te parezca más oscuro.

    De tu comentario sólo me gustaría que te extendieras en una cosa:

    «A efectos prácticos, y a priori, el determinismo físico no tiene ninguna relevancia, seguimos condicionados por muchos factores, pero esto no nos exime de responsabilidad de nuestros actos y de la posibilidad de ser dueños, hasta cierto punto, de nuestro destino.»

    Estaremos de acuerdo en que esa «responsabilidad» de la que no estaríamos eximidos es totalmente diferente de que la que podría exigírsenos si realmente fuéramos libres, ¿no? ¿En qué consistiría para ti esa responsabilidad?

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  11. Nico

    Lo cierto es que me pierdo en vuestras disertaciones, perdonadme, aún estoy en primero y estoy intentando poner orden a esta tormenta de ideas que me llegan de todos lados.

    Sin embargo, hace tiempo que pienso en el concepto de libertad, y desde mi ignorancia sobre otras teorías, soy un firme defensor del determinismo físico de Laplace. Esto quiere decir que absolutamente todo en la naturaleza responde a la ley universal causa-efecto. Nuestros pensamientos creados en nuestro cerebro no se escapan de las leyes naturales. La libertad no es más que una ilusión. Esto equivale a decir que sólo había un pasado posible y que sólo hay un futuro posible.
    No puedo verlo de otro modo, de hecho lo difícil no es es plantear esta teoría sino la contraria; justificar que algo en la naturaleza se escapa al determinismo físico.
    Todo tiene una causa y toda causa sólo puede tener un efecto, no existe la aleatoriedad.

    Conclusiones:

    -A efectos prácticos, y a priori, el determinismo físico no tiene ninguna relevancia, seguimos condicionados por muchos factores, pero esto no nos exime de responsabilidad de nuestros actos y de la posibilidad de ser dueños, hasta cierto punto, de nuestro destino.

    -Sin embargo el determinismo físico tiene una gran utilidad que se suele pasar por alto: A todos aquellos que se lamentan de sus errores en el pasado les consolaría saber que no había ninguna posibilidad de que sucediera otra cosa distinta de lo que lo sucedió. Sus errores y todas sus decisiones eran inevitables. Sólo había un único pasado posible.

    -La libertad es una ilusión, pero para nosotros es libertad y eso es suficiente para considerarla como tal.

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  12. Miguel

    ¿Por qué no se puede hablar sobre la totalidad del mundo? ¿Acaso no somos capaces de percibir el mundo como una totalidad? Si no somos capaces, fin de la discusión. Sin embargo, planteo dicha cuestión.
    Indudablemente una conversación entre dos personas implica un entendimiento mutuo y, si una de las dos personas participantes en dicha conversación no es capaz de percibir el mundo como una totalidad, entonces, no será posible hablar sobre dicha totalidad. Sin embargo, si dos individuos (seres indivisibles, totales) sí la perciben, ¿por qué no podrán hablar sobre ella? Es evidente que la herramienta (el lenguaje) es algo originado en el pensamiento, por lo tanto limitado, pero el individuo que la escucha sí es capaz de percibir la totalidad que se esconde detrás de la palabra. De esa forma sí es posible hablar sobre la totalidad. Y, solo entonces, la comunicación sería total.
    ¿Por qué no se puede hablar de la verdad en términos absolutos? Lo anterior es igualmente aplicable a esta cuestión. Hay un problema muy común en casi toda corriente de pensamiento: incapacidad de diferenciar entre hechos y opiniones. En realidad es algo muy sencillo de explicar, pero no tan sencillo de ver. Los hechos son las cosas tal y como son. Las opiniones son lo que el pensamiento hace con los hechos: convertir la verdad en realidades. Observando el influjo que tiene el pensamiento en la percepción, es posible advertir los hechos.

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  13. Miguel

    Una maquina consciente es programada con una infinidad de variables. Sin embargo, la parte programada está fuera de su parte consciente. Si es así, ¿acaso esta máquina no tendrá la una falsa percepción de libertad?
    Dicho de otra manera, si no eres consciente de tu programación, ¿no te verás a ti mismo como un ser libre? Y aún siendo consciente de ella pero estando dominado por dicha programación, ¿estás libre de ella?
    Ser libre significa estar liberado de toda programación, de todo condicionamiento.
    Entonces, ¿es el ser humano libre? ¿Puede serlo aunque sea de forma momentánea?

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  14. jesusmmorote

    Dices: «no sería descabellado pensar en que sería quizá posible formular reglas de convivencia bajo el principio de estabilidad social (como quien amaestra animales)».

    Eso nos lleva al diálogo platónico «El Político». Es uno de los puntos de referencia que toma Sloterdijk en su conferencia «Regeln für den Menschenpark» y quizá uno de los puntos claves de la Filosofía actual: ¿Quién debe ser el pastor, el domador, el que amaestra al rebaño humano? Porque el hombre, no hay que olvidarlo, es un animal. Esa cuestión, implícitamente y de forma subterránea, ha atravesado toda la Filosofía occidental sin que esta lo haya reconocido de forma expresa, salvo escasísimas excepciones, como la del mentado Platón. Y, en realidad, sobrevuela el actual debate sobre el papel de las Humanidades en los planes de estudios.

    Estoy preparando algunas entradas en el blog sobre ese debate sobre el Humanismo y pospongo para entonces la cuestión. En todo caso, y en lo que aquí nos ocupa, el «amaestramiento» posible de la especie supone, necesariamente, una plasticidad de la misma no reducible a mero conductismo físico-químico.

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  15. jajugon Autor

    Efectivamente, hemos evolucionado, y es buen síntoma en lo que a apertura de miras se refiere. Aunque yo, personalmente, no lo veo de forma complaciente sino más bien inquieta. Quisiera encontrar las fuerzas y los argumentos para conservar alguna fe en algún principio trascendente en esta y en tantas otras esferas. Pero me engañaría si no reconociese que, con honestidad intelectual, aquí es donde me hallo. Y el hecho de que presente tan descaradamente mi actual visión de las cosas no es por predicar y difundir estas “verdades” sino, al contrario, esencialmente por buscar que alguien pueda aportar fuerzas y argumentos en contra de ellos que me permitan, si no retornar, sí avanzar y salir de este reducto que espero no esté tan amurallado.

    Sobre tu último comentario, dos puntos:

    1. Hablas de la “imposibilidad de formular unas reglas de convivencia bajo el principio de que la acción humana está mecánicamente determinada”. Y añades que “todo el sistema penal de cualquier sociedad actual sería carente de fundamento”. Yo creo que hablar de imposibilidad y de carencia es rendirse demasiado pronto. Si efectivamente como pronostica el progresivo reduccionismo determinista no hay libertad, eso no explica por qué de hecho los seres humanos hemos generado todo un sistema de reglas de convivencia cuyo incumplimiento es debidamente sancionado. La explicación más natural sería que no son sino un mecanismo por el que como individuos sociales (tan dependientes de los demás para poder sobrevivir) hemos dotado a nuestros grupos sociales de cierta entidad como unidad de selección, coartando nuestro comportamiento para mejor sostenimiento del grupo y a la larga de los individuos (y los genes que en nosotros portamos). Por eso, frente a la imposibilidad, no sería descabellado pensar en que sería quizá posible formular reglas de convivencia bajo el principio de estabilidad social (como quien amaestra animales); ni tampoco habría que hablar de carencia de fundamento del sistema penal, sino hallarlo precisamente en la necesidad de la especie para su propia supervivencia como imperativo biológico.

    2. Sobre el famoso test de Turing, sin ser yo tampoco ningún conocedor de la robótica, simplemente creo que el introducir un elemento generador de respuestas aleatorias como parte del desarrollo no sería sino la forma que el programador tendría de reconocer que provisionalmente no ha sido capaz de analizar en su totalidad el árbol neurológico-psíquico que nos conduce de forma determinista a tomar las decisiones que tenemos. Auguro que, si todo sigue por el camino que lleva ya, este componente aleatorio seguirá reduciéndose cada vez más hasta finalmente desaparecer. Y con ello, seguirá creciendo el amplísimo y aparentemente arbitrario abanico de posibles respuestas que los programas de IA son capaces ya de ofrecer. A este paso, nuestra aparente espontaneidad o impredecibilidad acabará pudiendo simularse – también.

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  16. jesusmmorote

    ¡Quién nos lo iba a decir hace cinco o seis años, Javier, yo defendiendo un principio trascendente en la acción humana y tú contraponiendo un mecanicismo materialista! Lo que seguramente no es sino una muestra del poder antidogmático de la Filosofía, que nos ha ido modelando las creencias y prejuicios con los que empezamos un día esta aventura del filosofar.

    En el estado actual de la cuestión de la libertad humana, todo se limita a creencias y no conviene atarse demasiado a ellas y convertirlas en reductos amurallados. No obstante, sí me gustaría hacer una observación crítica acerca del determinismo físico-químico que muchas veces se postula como principio pero que realmente no se llega a llevar nunca en la práctica hasta sus últimas consecuencias. Ya me he referido a la imposibilidad de formular unas reglas de convivencia bajo el principio de que la acción humana está mecánicamente determinada, porque el hombre devendría irresponsable, con lo que todo el sistema penal de cualquier sociedad actual sería carente de fundamento. Ahora me gustaría añadir otro aspecto bajo el cual el determinismo es inasumible incluso para quienes más lo defienden como creencia, la mayoría de los científicos y filósofos de la mente.

    Según la corriente dominante en Filosofía de la mente, la única forma sólida de estudiar esta, la mente, es estudiar su manifestación externa, esto es, la conducta, pues lo que pasa dentro de cada mente humana, sin manifestación externa, no puede ser estudiado. Pero bajo esa óptica de la conducta, una máquina, un autómata, un robot, cuya acción no pudiera ser diferenciada de la acción humana, si quizá no pudiera ser llamada un hombre, sí al menos podríamos sin duda afirmar que tiene una «mente» humana, si entendemos por mente el centro de decisiones para la acción. Estoy pensando en el test de Turing o en la «habitación china» de Searle.

    No soy un experto en robótica, ni siquiera un mediano entendido en la materia, pero me atreveré a afirmar que, si alguien quiere programar una máquina de Turing, cuyas respuestas no pudieran diferenciarse de las de un humano, tendría que incorporar algo al programa informático que regulase las respuestas de la máquina ante los estímulos de forma no totalmente previsible. Tendría que introducirse en el robot un componente aleatorio que hiciera un tanto «imprevisibles» ciertas respuestas. Habría que dotar a esa máquina de algo que simulase la libre voluntad que se espera en el comportamiento de un ser humano. Sin ese componente que, seguramente, en términos de programación llamaríamos «aleatorio», parece imposible que ninguna máquina pudiera engañar durante mucho tiempo a un hombre haciéndole creer que su comportamiento se rige por algo idéntico a la mente humana.

    Es decir, que incluso creyendo firmemente en que se puede emular la mente humana mediante meros procesos físico-químicos, no podemos eludir dotar a la máquina de algo no mecánicamente determinado. Algo que se parecería bastante a una acción «libre», a una acción no determinada que, en un momento dado, la máquina decide realizar de forma arbitraria. Y «arbitrario» procede de «arbitrio», es decir, traducido a lengua romance, albedrío.

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  17. jajugon Autor

    1. Sobre el a priori de Kant: Como bien recogiste en tu traducción de Prior, cada vez confío menos en las supuestas proposiciones analíticas y a priori: incluso las conectivas lógicas como “Y” u “O” se encuentran empapadas de realidad inmanente y a posteriori. Aun así, entrando en el detalle: mucho podríamos debatir sobre lo que significa una “explicación” o “proposición” acerca del Mundo como totalidad. En primer lugar, porque nadie ha dicho que esta proposición tuviera que ser tan extensa y comprensiva como el Mundo mismo: eso sería una simple descripción tan exhaustiva que, como en el hilo sobre el rigor en la ciencia, supondría considerar que el mapa ha de ser tan extenso y detallado como la realidad misma, lo que sería absurdo. Una explicación, sin embargo, es tal si contiene alguna de forma abstracta la capacidad explicativa para predecir y dar razón de toda la realidad. En este sentido, si es capaz de explicar, de forma sintética, cuanto la realidad pueda haber dado y dar de sí, ¿qué le impide existir desde dentro de la realidad misma? Suponer que un pensamiento consiste en una posición determinada de partículas físicas que dicho pensamiento no podía haber contemplado es asumir que los pensamientos son estáticos, que no pueden concebir el tiempo unitariamente y desde él “explicar” y “pronosticar” su propia constitución como pensamientos. Indudablemente, se me espetará que todo apunta a que la realidad supera de hecho la capacidad humana para comprenderla en su totalidad, y admito que es lo más verosímil. Pero eso sería sólo un indicio de facto, a posteriori, y no el intento de refutación a priori que Kant planteaba.

    2. Sobre el criterio de funcionalidad: Observo cierta petición de principio en tu argumentación sobre que, además de la verosimilitud, deberíamos considerar la funcionalidad de ciertas creencias u opiniones. Apelar a “las importantes consecuencias políticas y morales” resulta insostenible si, precisamente, todo el edificio político y moral, a falta de una auténtica libertad, se vería reducido a un mero juego aparente entre agentes libres, que ya no serían ni política ni moralmente responsables en sentido estricto. Si resulta que a la postre la política y la moral dejarían de ser lo que pensamos desde el “sentido común”, ¿cómo vamos a usarlas como argumento para no derribarlas si es lo que los hechos nos inducen a pensar?
    Estamos de acuerdo en que otros criterios deben acompañar al de verosimilitud, y sin duda, egoístamente, por nuestra propia supervivencia, como individuos, como grupos y como especie, conviene que sigamos jugando a este juego – quizá porque no podemos abandonarlo más que teóricamente – de creernos libres. Pero ese “sentido común” sería un argumento de tipo instrumental, no realmente veritativo. Quizá no nos convenga hacer mucho caso a la verdad desnuda que podamos encontrar, después de todo. Pero eso no hace que deje de ser verdadera. Sin duda, como apuntas al final, el resultado sería “francamente desagradable y, en todo caso, de un positivismo quietista”, pero eso no lo haría falso: tu valoración, que comparto, no sería sino un mecanismo inherente en nosotros para volver a introducirnos en la ficción útil que es el juego de la libertad.

    3. Sobre los fenómenos que señalas como inexplicables desde el mecanicismo: creo que es importante resaltar que no se trata de que cada uno de ellos sea “un fenómeno que no se puede afirmar que esté determinado mecánicamente” como imposibilidad a priori sino como inexistencia de hecho – de momento – de una explicación exhaustiva de tipo mecanicista. No he encontrado que nadie que haya ofrecido argumentos sólidos para rechazar por imposible de iure que podamos encontrar una explicación determinista. Sólo de facto, aún no la tenemos encima de la mesa.

    Sin embargo, lo que observamos en la historia de la ciencia es que en otros ámbitos donde intuitivamente los seres humanos y nuestro sentido común hemos proyectado formas antropomorfas sobre la realidad postulando dioses, genios, agentes, fuerzas vivas, élan vital, espíritus,… en realidad la ciencia no ha ido sino desvelándolos como un producto de mecanismos completamente determinados e “inertes”. Aunque no se haya probado, de momento, es bastante razonable pensar, en este contexto, que con nuestro comportamiento acabará sucediendo algo así. De hecho, los experimentos científicos que he citado en la entrada comienzan precisamente a ser capaces de explicar fenómenos como que alguien tome la decisión de levantarse de la silla y dejar de escribir al menos en términos de su formación neurológica considerablemente antes de que el supuestamente sujeto agente haya confirmado deliberar y tomar esa decisión. Ciertamente, elevar a principio de la acción humana una suerte de “voluntad libre” nos resultará más intuitivo (y quizá, por eso, no deba hablarse de “gratuidad”), pero me cuesta no admitir que a la luz de tanto descubrimiento científico, aquella elevación es cada vez más costosa en términos de verosimilitud.
    Así, resultaría que una causalidad inmanente tiene bastante pinta de llegar a ser algún día reducida a explicaciones de una causalidad transitiva, ¿por qué afirmar que son completamente diferentes o heterogéneas? La experiencia nos enseña que las radicales separaciones impuestas a la realidad (mundo sublunar/supralunar, mundo material/mundo de las ideas, cuerpo/alma, inmanencia/trascendencia, naturaleza/cultura,…) son más bien fruto de nuestra capacidad y diferentes estrategias cognoscitivas que de la realidad misma.

    4. Sobre la navaja de Occam: el principio de sencillez estaría presente, no ciertamente en la complejidad matemática del abultado montón de variables y partículas en un modelo determinista frente a la aparente sencillez de un modelo que postulase agentes libres, sino en que esta explicación, a diferencia de la primera, requeriría introducir un nuevo nivel de complejidad al postular entes o mundos diferentes: los motores inmóviles por doquier en el seno de un mundo encadenado a causalidades transitivas. De inmediato surgirían las cuestiones clásicas, ¿cómo se forman estos motores inmóviles capaces de la causalidad inmanente a partir de la causalidad transitiva que los rodea? ¿cuándo surgió el primer motor inmóvil? Etc. En este sentido, creo que sí es posible valorar la sencillez de una explicación determinista que simplemente extiende cuantitativamente una serie de leyes que cualitativamente son las mismas. Introducir leyes ad hoc frente a una mayor capacidad explicativa de leyes más amplias es otro criterio de verosimilitud que premia a éstas frente a aquéllas.

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  18. jesusmmorote

    La discrepancia es la sal de la Filosofía, así que, bienvenida sea, amigo Javier.

    No se puede decir que la tesis de Kant (que no podemos hablar del Mundo como totalidad, sino sólo acerca de fenómenos en el Mundo) sea, como tú dices, cuestionable. Creo que se trata de una proposición analítica y a priori, al menos si nos limitamos al punto de vista humano, que es un ser en el Mundo.

    Cualquier afirmación (o incluso cualquier pensamiento, si entendemos, desde un punto de vista puramente mecanicista, que todo pensamiento consiste en una posición determinada de partículas físicas, de forma que tener un pensamiento consiste en un cambio de posición física en el Mundo) añade algo nuevo al Mundo que, antes de aquélla, no estaba en el Mundo. Por consiguiente, cualquier afirmación sobre el Mundo como totalidad, aunque pudiera ser verdadera antes de producirse, en el momento en que se produce deja de serlo, pues el Mundo ha cambiado, precisamente por formularse dicha afirmación. El Mundo en su totalidad incluye todo evento, en cualquier lugar y en cualquier momento, y, por tanto, toda afirmación sobre el Mundo. Es imposible, lógicamente, aceptar que una afirmación sobre el Mundo es verdadera si incluye, en la realidad que se predica en la afirmación, la afirmación misma.

    Estoy de acuerdo contigo en que en la cuestión del determinismo mecanicista y la libertad no podemos llegar a una conclusión tajante e indubitada y que, por tanto, nos movemos en el ámbito de la verosimilitud. Aunque, en estas cuestiones que desbordan el ámbito de lo científico para llegar a tener importantes consecuencias políticas y morales, como es la de la libertad humana, tal vez junto a la verosimilitud, y además de ella, debamos considerar la funcionalidad de ciertas creencias u opiniones.

    No estoy de acuerdo con tu apreciación de que el mecanicismo eleve a principio global «todos y cada uno de los fenómenos que conocemos«. Ni mucho menos. Hay muchísimos fenómenos: por ejemplo, ahora me levanto de la silla y dejo de escribir; se trata de un fenómeno que no se puede afirmar que esté determinado mecánicamente, si no queremos incurrir en una petición de principio. Precisamente la gratuidad de elevar la mecánica física a principio universal es mayor que la gratuidad de elevar a principio de la acción humana la voluntad libre. Porque la convicción íntima del poder de nuestra voluntad sobre el mundo físico es profundamente sentida y, ni mucho menos, parece gratuita.

    Por eso, no me parece afortunada tu invocación de la «navaja de Occam». Este principio opta, de forma totalmente razonable, por no multiplicar los entes innecesariamente para dar una explicación causal. Pero no quiere decir, según lo entiendo yo, que la explicación más sencilla, incluso aunque contásemos con una definición inequívoca de la sencillez, sea la mejor entre dos explicaciones alternativas. En este caso la explicación de la causalidad de forma determinista, o por causalidad transitiva, es completamente diferente a e irreducible con una explicación por causalidad inmanente. Dada esa heterogeneidad, no es posible valorar si es más sencilla una explicación que supone una serie de pasos causales (totalmente imaginados) desde un cierto suceso físico del mundo exterior a mí hasta el momento en que me levanto de la silla, que una explicación según la cual yo soy un primer motor inmóvil que introduce el inicio de una cadena causal en el mundo al decidir libremente levantarme. Por tanto, la navaja de Occam no nos sirve para decidirnos por una o por otra.

    Sobre la funcionalidad de una doctrina de la causalidad inmanente para el buen orden social creo que no hay duda alguna y, por tanto, parece más plausible adoptar aquélla, en vez de una doctrina de la causalidad transitiva. En todo caso, si se sostuviera esto último, incluso el propio Código Penal no sería sino un eslabón más en una cadena causal de sucesos físico-químicos, por lo que poco podríamos hacer postulando su modificación, pues ésta estaría ya, como nuevo fenómeno físico-químico determinada por la gran cadena causal del mundo. Nada de lo que hiciéramos o pensásemos podría cambiar ese orden físico-químico. La conclusión, de corte spinozista, sería francamente desagradable y, en todo caso, de un positivismo quietista.

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  19. jajugon Autor

    Hola Jesús.

    Dices «La cosa parecería bastante plausible, si no fuera porque ya desde Kant sabemos que la razón no puede abarcar totalidades, sino sólo fenómenos o percepciones parciales del Mundo. Podemos hablar de las cosas en el Mundo, pero no del Mundo como totalidad. Y esto último es, precisamente, lo que hace el mecanicismo: eleva a principio global lo que es una constatación de ciertos fenómenos del Universo. Por eso, el moderno determinismo acaba siendo tan “metafísico” (en el sentido peyorativo kantiano) como la escolástica o el racionalismo de Hobbes, Spinoza o Leibniz.»

    Discrepo de esta idea fundamentalmente por dos motivos: El primero es que a estas alturas de la historia del pensamiento y de la ciencia, no puede plantearse nada en términos de verdad absoluta sino de mayor o menor verosimilitud intersubjetivamente compartida. En ese sentido, incluso la tesis de Kant que parece impedir una explicación de la totalidad desde dentro de la totalidad es cuestionable. Pero aunque así fuera, desde luego es imprescindible puntualizar que no todos los niveles de verosimilitud son iguales y que por tanto es bastante burdo afirmar que la tesis que sustenta el mecanicismo científico es tan metafísica como la de esas viejas especulaciones de nuestros queridos filósofos. El mecanicismo no eleva a principio global lo que es una constatación de «ciertos» fenómenos del Universo, sino de todos y cada uno de los fenómenos que conocemos – ahí es nada. Esa elevación es mucho menos gratuita que la de otras cosmovisiones metafísicas, y por tanto mucho más verosímil. La excepción sería la citada mecánica cuántica, pero esto me lleva al segundo motivo.

    El éxito predictivo empírico-técnico y la consistencia matemática interna de la ciencia de nuestros días han sido factores suficientes para sustentar la enorme verosimilitud que asignamos a sus tesis. Tanto es así que incluso cuando éstas contradicen nuestros esquemas mentales más intuitivos y de sentido común, como por ejemplo el de la causalidad que sucumbe ante el asombroso mundo cuántico dejándonos perplejos, se plantea la posibilidad de que podamos renunciar a ellos y aun así creer que estamos comprendiendo mejor el universo. De forma que el mecanicismo, sea determinista a nivel macro o azaroso a nivel cuántico, en el fondo renuncia a ese origen metafísico y se postula aunque sea provisionalmente en términos de verosimilitud (aunque sea de tipo instrumental), en unos niveles a los que difícilmente puede aspirar ninguna especulación metafísica, que no se encuentre debidamente respaldada y asistida por esa misma ciencia.

    Por eso si la solución de Chisholm es «imaginativa» (aunque no tiene nada de novedosa), lo será como lo era la del jesuita Clavio: cuando la orografía lunar observada por Galileo con su telescopio chocó frontalmente con el a priori metafísico de considerar a los divinos astros como perfectas esferas incorruptibles de éter, al bueno de Clavio no se le ocurrió otra cosa que sugerir que la luna pudiera estar cubierta de un manto transparente que corrigiendo esa orografía la mantuviera como perfectamente esférica. Salvando las distancias, en el caso de la libertad no hablamos de un prejuicio sino de la íntima y universal experiencia de ser agentes. Pero como comentaba en la entrada, la psicología evolutiva parece comenzar a explicar esa experiencia como ficción útil para la supervivencia.

    Postular que de manera absolutamente excepcional en la naturaleza existan primeros motores no movidos por doquier es, siguiendo con el paralelismo astronómico, como postular tantos ecuantes y deferentes como necesitemos, ojo, no para hacer coincidir nuestra teoría con los datos, sino para hacernos más fácil encajarla con nuestras intuiciones psicológicas.

    La pluralidad ontológica que pareces aplaudir de Chisholm viola claramente algunos principios que fortalecen la verosimilitud de las teorías como el principio de parsimonia (comúnmente conocido como la navaja de Ockham). Hace mucho tiempo que la consistencia con nuestras intuiciones personales dejó de ser un argumento en favor de la verosimilitud (y, al contrario, en muchos casos suele estar asociada a mayores dosis de sospecha sobre esas teorías, porque parece que con ello pretenderíamos exigirles menos fundamento para convencernos). Una cosa es que la tesis mecanicista sea tan indemostrable en sentido estricto como las demás, y otra que podamos decir que nos ofrece niveles de plausibilidad o verosimilitud iguales a los de las demás. Toda la ciencia camina de forma armonizada y coherente apoyándose mutuamente. De forma que antes comenzamos a explicar desde la ciencia estas intuiciones ahora cuestionados que a poder revertir desde estas los avances de tantas ciencias.

    Así, por ejemplo, en tu último comentario añadías: «las reglas de convivencia se siguen rigiendo, y no parece posible prescindir de ello, por mecanismos de premio y castigo, lo que presupone un agente libre». Esa presuposición puede seguir siendo necesaria por motivos puramente técnicos, pero bien podría no ser más que un recurso instrumental: suponernos libres y responsables de nuestros actos podría simplemente ser la forma de legitimar internamente un sistema social que autocorrige sus comportamientos para mejorar su supervivencia. Premios y castigos son mecanismos de autorregulación sobre el individuo y sobre la sociedad a modo ejemplarizante. La libertad, de nuevo, como ficción útil.

    En definitiva, esa gradación de grises entre el determinismo más contrastado y la postulada libertad absoluta podría no ser más que una gradación del (des)conocimiento que tenemos de las causas reales de los sucesos. Spinoza, insistente.

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  20. jesusmmorote

    Para completar los comentarios sobre el artículo de Chisholm publicado en este mismo blog (https://arjai.wordpress.com/2015/09/06/la-libertad-humana-y-el-yo-r-m-chisholm/), al menos provisionalmente, pues seguro que será un asunto sobre el que volveremos de forma recurrente, querría apuntar que, igual que considero una idea muy sugestiva la de cada hombre como primer motor inmóvil, mediante su causalidad inmanente, la clasificación final de Chisholm respecto de las categorías de la acción humana, origen de dicha causalidad, atendiendo a su grado de «libertad» me parece bastante débil y, además, incompleta.

    En primer lugar, tendríamos aquellas acciones humanas que son producto de una «causalidad transitiva» o mecánica, de la mera interacción de nuestro organismo con las causas y efectos de la física y la química. Así, por mucho que me empeñe en introducir una causalidad inmanente en mi proceso respiratorio, o sea, por mucho que decida libremente dejar de respirar, no puedo. O parar el movimiento de mi corazón, etc. Esos serían movimientos no libres, determinados.

    En segundo lugar, tendríamos las acciones libres. Pero dentro de éstas, creo que habría que distinguir y matizar varias cosas. La primera es que aunque, en el límite, parece fácil distinguir una acción humana con origen en una causa eficiente físico-química y una acción humana libre, la frontera entre ambas puede llegar a ser bastante borrosa. Así, desde muy antiguo se sabe que la ingesta o inhalación de determinados productos (bebidas alcohólicas, drogas) da origen a cambios en la capacidad volitiva y, por tanto, condiciona las acciones humanas. La investigación médica y farmacéutica contemporánea ha ido desarrollando, sobre esas bases, la manipulación de las acciones humanas incluso hasta límites de un casi mecanicismo y, por tanto, parece natural querer extender ese determinismo físico-químico a la totalidad de las acciones humanas.

    Pero, evidentemente, en el estado actual de nuestros conocimientos, parece una extensión claramente abusiva. Y ningún sistema de reglas de comportamiento en sociedad puede asumir hasta sus últimas consecuencias una tal ausencia de libertad; así que las reglas de convivencia se siguen rigiendo, y no parece posible prescindir de ello, por mecanismos de premio y castigo, lo que presupone un agente libre al que, por eso, por ser libre, puede imputársele el bien o el mal causado por su acción y debe recibir lo que su acto merece, como forma de dirigir el comportamiento humano hacia el bien, y prevenir la tentación de hacer el mal.

    Por otro lado, dentro de esas acciones no determinadas de forma físico-química, aún cabe establecer dos categorías, como hace Chisholm, distinguiendo entre 1) acciones que, aun no determinadas mecánicamente, sí que obligan, constriñen o apremian, de forma ineludible al agente, y 2) acciones que proceden no ya de un apremio o constricción, sino de una inclinación.

    Estamos aquí ya en el ámbito de los condicionamientos psicológicos o sociales, no reductibles (en nuestro estado actual de conocimientos) a la causalidad físico-química, pero que hacen que la acción humana no se considere libre del todo, sino condicionada psicológica, cultural o socialmente. Pero si la frontera entre actos causados de forma físico-química y actos libres era borrosa, más aún lo es la que, dentro de éstos, establece distinciones tan sutiles como la que acabamos de mencionar.

    Chisholm alude, a este respecto, a una contraposición entre la doctrina de Hobbes y la doctrina de Kant. Pero tal distinción tampoco me parece suficientemente clara. Es cierto que Hobbes deriva sus doctrinas sobre la acción humana, de un principio único de acción, la «cupiditas» (que puede traducirse como «codicia», pero no menos como «deseo»), a partir del cual se podrían derivar, de forma matemática (el «more geometrico» tan querido del racionalismo de la época), los comportamientos humanos. Y es cierto que Kant opone al deseo la ley moral, lo que abre una dimensión no matemática, o no tan predecible, en la acción humana. Pero eso no hace del comportamiento del hombre kantiano el reino de la libertad; si el hombre fuera mero deseo individual de satisfacer sus intereses, se asimilaría al previsible hombre hobbesiano; y si el hombre se despojara de su deseo, se comportaría conforme a la ley moral, como hace Dios, y sería «santo», pero igualmente previsible, tanto como el hombre hobbesiano. Lo que ocurre con el hombre kantiano es que, al convivir en él dos principios diferentes y muchas veces opuestos, su comportamiento queda indeterminado. Pero no libre, diría yo.

    Realmente la verdadera libertad, que es la categoría que Chisholm omite, y como tuve ocasión de comentar en esta entrada (https://arjai.wordpress.com/2015/07/13/en-que-se-distingue-buridan-de-su-borrico/), tiene lugar en el oscuro terreno de la indiferencia, en la ausencia de condicionantes. Este sería el otro extremo de nuestra tabla, el de la libertad absoluta. Y entre este extremo y aquél por el que habíamos comenzado, el del total determinismo físico-químico, hay toda una gradación de grises en la que podemos intentar establecer categorías, pero como mera aproximación y sin posibilidad de establecer fronteras claras que separen tales categorías.

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  21. jesusmmorote

    Muy buen recorrido, Javier, por el concepto de libertad, en las diferentes perspectivas que se nos abren sobre este asunto.

    El problema es el que Chisholm introduce en su texto de forma más o menos tácita: si el hombre no fuera libre, no sería razonable exigirle responsabilidad por sus actos, y se derrumban las relaciones humanas. Por eso, parece que no podemos prescindir de la intuición básica, que asoma tanto en Chisholm como en Strawson: el hombre se considera a sí mismo libre porque se ve a sí mismo como causa de ciertas cosas que suceden en el mundo y que son puestas en escena por su propia acción, de la que se siente dueño.

    Lo cierto es que el determinismo contemporáneo coincide, aunque a través de diferente recorrido especulativo, con la metafísica tradicional, al menos tal y como fue concebida por Aristóteles. Toda causa tiene su efecto, y si no queremos incurrir en un regreso al infinito, tendremos que postular la existencia de un Primer Motor Inmóvil, que es la causa inicial de todo efecto. Ese planteamiento es el que subyace en Santo Tomás de Aquino y al que se refiere Chisholm como la versión más extendida del determinismo.

    El nuevo mecanicismo, sin embargo, parece que es antimetafísico. Constata que todo en el mundo está compuesto de partículas físicas y, a partir de ahí, rechaza que pueda haber algo no físico que origine efectos físicos, por lo que postula un mecanicismo universal. La cosa parecería bastante plausible, si no fuera porque ya desde Kant sabemos que la razón no puede abarcar totalidades, sino sólo fenómenos o percepciones parciales del Mundo. Podemos hablar de las cosas en el Mundo, pero no del Mundo como totalidad. Y esto último es, precisamente, lo que hace el mecanicismo: eleva a principio global lo que es una constatación de ciertos fenómenos del Universo. Por eso, el moderno determinismo acaba siendo tan «metafísico» (en el sentido peyorativo kantiano) como la escolástica o el racionalismo de Hobbes, Spinoza o Leibniz.

    La solución de Chisholm es imaginativa: la distinción entre causalidad transitiva y causalidad inmanente es brillante, en mi opinión. La causalidad transitiva es la que predica una cadena universal mecánica y determinada de causas y efectos more physico. No se puede negar dicha causalidad en multitud de fenómenos, e incluso en muchas de las acciones humanas. Pero considerarla como la única clase de causalidad, ¿no será una extensión indebida de algunos fenómenos a la universalidad de los fenómenos? Y si así fuera, tan plausible como dicha extensión indebida sería predicar la posibilidad de una segunda, y alternativa, fuente de la causalidad en el mundo, la causalidad inmanente, que proviene de fuera del mundo físico, como ruptura de la cadena causal física de éste. Eso lleva a Chisholm a postular la existencia de múltiples primeros motores no movidos, uno como cada hombre al menos. El Dios tomista queda sustituido por la multiplicidad de dioses, hombres que actúan rompiendo el orden natural físico-químico, trayendo la nada al mundo como diría Sartre, o bien actuando de forma no condicionada y modificando el curso causal inerte del Mundo.

    Esa pluralidad es ontológicamente más plausible en el contexto de la filosofía de la postmodernidad. Aunque, desde luego, resulta tan indemostrable como el mecanicismo determinista. Pero al menos resulta más consistente con nuestras intuiciones personales de acción libre y, por supuesto, con nuestro concepto primario de justicia y de moralidad.

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